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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (32 page)

—Lo prometo.

Me recosté en la hamaca y cerré los ojos.

—Ten cuidado —dije suavemente—. Ten mucho cuidado. —Oí un tintineo de píldoras, y el agua que caía dentro de una taza de café. Me hizo tomar esas pildoritas que hacen dormir y las acepté, sosteniendo su mano con firmeza. Me hundí en el sueño, mientras le oía decir que todo iría bien.

El lunes desperté al amanecer. Era el día Cimi, nombre que corresponde al dios de la muerte. No era un día de suerte. Abrí los ojos con recuerdos difusos de la noche anterior, producto de la droga. Mis pies desnudos estaban sucios de polvo y al lado de la taza de café, sobre el escritorio, había un frasco de somníferos.

Salí en busca de Tony, pero no estaba en su choza. Los pollos que escarbaban en la plaza y el lechón que dormía bajo la sombra me miraron: era la primera persona en asomar la cabeza. Tampoco estaba en el cenote. Proseguí por el camino que conducía a la tumba.

Estaba a punto de llegar a la excavación cuando lo vi. Yacía inmóvil, tendido en mitad del sendero como si hubiera caído mientras se encaminaba hacia el campamento. Corrí hacia él y las moscas levantaron el vuelo. Y mientras me agachaba a su lado, revoloteaban curiosas en torno a mi cabeza.

Tenía el pañuelo rojo anudado alrededor de la pierna justo sobre la rodilla. Había rasgado la pernera con el cuchillo para dejar al descubierto la piel de la pantorrilla. A través de la sangre pude advertir el desgarro de dos heridas, separadas por poco más de un centímetro: la distancia que separa los colmillos de una serpiente. De la herida borboteaba lentamente la brillante sangre fresca.

Su respiración era superficial e inquieta. El pulso rápido. La piel, del color de los bloques de piedra caliza que lo rodeaban, y ligeramente fría y húmeda al tacto. Lo llamé, lo sacudí ligeramente, pero no hubo respuesta. Levanté un párpado: el ojo estaba inyectado en sangre y la pupila era como la punta de un alfiler.

Pasé su brazo sobre mi hombro y traté de arrastrarlo pero no logré ponerlo de pie. Lo volví a intentar. La sangre me silbaba en los oídos y el latido de mi corazón me aturdía en el silencio de la mañana. Caminé tres pasos con él y luego caímos los dos.

Lo aferré mientras íbamos al suelo, casi me torcí un tobillo y apoyé todo mi peso sobre una rodilla.

—Tony —grité—. Tony, maldita sea, tienes que ayudarme...

La respiración se le interrumpió en la garganta, y resurgió de nuevo. Pero no se movía.

Lo apoyé sobre el camino yermo, irracionalmente coloqué mi sombrero bajo su cabeza a modo de cojín y luego lo aparté para que le diera el sol a la cara. Deslicé la tela de los pantalones para que protegiera la herida abierta y corrí hacia el campamento.

No corría deprisa. Ya estaba demasiado vieja para correr. El sol era un borrón caliente en el cielo. Mis pulmones no podían tomar aire, por mucho ruido de fatiga que hicieran.

Me sentía como si observara desde lejos: una anciana, vencida por el paso de los años, corría lentamente por una senda árida, luchando por introducir aire en sus pulmones tapados de humo de cigarrillo, luchando por pedir ayuda a gritos entre las ruinas donde habían vivido y muerto generaciones enteras. Corría, y entonces juré que si Tony se salvaba dejaría el cigarrillo. No fumaría más. No sabía a qué dioses jurar, pero prometí dejar de fumar para salvarlo. El dolor que se enterraba al costado de mi cuerpo era intenso, nítido y caliente como la herida de una hoja de obsidiana.

Por un momento, bajo la luz movediza que destellaba entre mis lágrimas, creí ver a una anciana vestida de azul sobre el camino, ante mí. De no haber sido por el cansancio, la habría maldecido, pero no podía insultarla ni siquiera dirigirme a ella. Traté de correr más rápido, pero no lograba alcanzarla. Era una mera figura a lo lejos.

El campamento seguía en silencio. Intenté gritar, pero ya no tenía más aire. Llegué hasta el camión de Salvador, aparcado fuera de la plaza y me acerqué a través de la ventana abierta hasta hacer sonar la bocina mucho rato, como si la duración del sonido pudiese dictar la rapidez de la respuesta de Salvador. Lo vi salir de su choza. Era una diminuta silueta lejana, sin camisa y sin sombrero. Solté la bocina y la hice sonar otra vez.

Corrió hacia mí.

—Tony —exhalé cuando se acercó—. Mordedura de serpiente. —Sacudí la cabeza en dirección a la tumba—. Inconsciente en la senda. —Comenzó a mascullar en español una larga retahíla de maldiciones.

Tardamos demasiado en llegar hasta Tony. Salvador conducía el camión por el viejo sacbe lo más rápido que podía. El vehículo trotaba apático sobre lomas y pozos, y la carrocería crujía y rezongaba. Una vez, tras un golpe particularmente extraño, oí un ruido seco y agudo, pero no sucedió nada. Salvador me dejó atrás y echó a correr por la senda donde yacía Tony. Yo me encaminaba hacia la tumba cuando me encontré a Salvador que regresaba por el camino. Traía a Tony, acunándolo entre sus brazos como si de un niño se tratara. Los músculos del torso desnudo de Salvador brillaban bajo el sol, y Tony parecía aún más frágil, más pequeño.

Tardamos demasiado en llegar al hospital. Salvador conducía como un salvaje, pero aun así íbamos lentos. Patinó sobre la gravilla al pasar a un autobús de pasajeros que traqueteaba por el centro del camino. Un hombre que estaba reparando la calzada se hizo a un lado al ver acercarse el camión de Salvador, que rehusaba aminorar. Tony estaba tendido en el asiento delantero, con la cabeza apoyada sobre mi regazo. A pesar del ruido del camión, oía dificultosa su respiración. Al llegar a las afueras de Mérida, el aliento vaciló y se detuvo, y comencé a aplicarle la respiración boca a boca. La labor constante me hacía sentir que estaba luchando por algo.

En el Hospital Juárez, dos jóvenes médicos se hicieron cargo de Tony, y aplicaron una máscara de oxígeno sobre su rostro. Se lo llevaron. Tenía frío; oía el suave balbuceo de las voces en la sala de espera del hospital. Las paredes estaban pintadas de blanco y verde pastel, pintadas a rayas en la parte inferior. Una joven mujer de típicos rasgos mayas estaba sentada en una silla de plástico naranja. Sostenía un niño que gemía en un lamento constante. La mujer pronunciaba suaves palabras tranquilizadoras en maya: la misma mentira gastada una y otra vez. Todo irá bien. Todo irá bien. Una anciana ataviada en un huipil arrugado hablaba en voz baja a un anciano con la cabeza vendada; se inclinaban juntos como las piedras de un arco curvado. El viejo nos miraba con su único ojo sano. Un joven, con el sombrero de paja y las ropas holgadas del que trabaja en la hacienda, sostenía una tela blanca contra el brazo; veía el rojo brillante de la sangre atravesando el paño. Al pasar a su lado, noté el vaho del aguardiente: frecuentador nocturno de bares... Salvador y yo encontramos dos sillas de plástico, nos sentamos y nos dispusimos a esperar.

La enfermera que leyó mi nombre llevaba un vestido almidonado a rayas azules, y un delantal blanco. El cabello negro, se ocultaba en la cofia de enfermera. La seguí, tras el roce rígido de su falda. Me llevó a una oficina pequeña y sofocante, donde un joven médico de guardia me interrogó acerca de Tony. El doctor tenía rostro delgado y olía a desinfectante como si fuera loción para después de afeitar. Me desagradó inmediatamente.

Recité el nombre completo de Tony, su edad, residencia y profesión. Cada pregunta parecía provenir de la lejanía, como si el médico se desvaneciera a lo lejos.

—No sé cuánto tiempo ha estado allí —dije—. Desde la noche anterior no lo veía.

Supongo que debe de haber salido a caminar muy temprano.

Mi voz era opaca. En mi imaginación, veía la serpiente, aún perezosa tras la noche fresca, reposando bajo el sol. Imaginé a Tony, preocupado por la necesidad de encerrar en un manicomio a su amiga y colega, marcando los pasos en la senda. Seguramente no habría dormido esa noche: seguramente estuvo solo, sentado y bebiendo, pensando en las sombras.

—¿Por qué habría ido a pasear tan temprano?

—No lo sé.

Sí lo sabía, pero no me molesté en decírselo. ¿Por qué habría salido a atravesar el monte a la pálida luz del amanecer? Porque alguien a quien quería estaba loca; hablaba de secretos en las sombras. Pensaba en mí, y por eso no vio la serpiente.

Tony murió temprano por la tarde, sin recuperar la conciencia. El inglés que hablaba el médico era impecable, pero por debajo de su tono profesional de comprensión advertí una nota de reprobación.

—Había estado bebiendo mucho —observó el joven—. Probablemente por eso fue incapaz de llegar al campamento en busca de ayuda. —Sabía tan poco de la vida ese joven médico... Parecía creer que beber mucho era algo inusual.

Salvador estaba allí, de pie detrás de mi silla. Una enfermera le había prestado una camisa, demasiado pequeña para él. Estaba sin abotonar.

—¿Desean que se prepare el cuerpo para ser trasladado a los Estados Unidos? —preguntó el facultativo.

Tenía estilográficas en el bolsillo, y un estetoscopio alrededor del cuello. Nada sabía de rocas, de hierbas, ni de huesos antiguos. Pero su rostro, mientras miraba el formulario que tenía sobre el escritorio, era una réplica, rasgo por rasgo, del rostro del joven dios del maíz de los jeroglíficos. Este joven médico pertenecía a las rocas, y no lo sabía.

Levantó la mirada del formulario y repitió la pregunta. Salvador posó una mano sobre mi hombro.

—Sí —dije entonces—. Sí. Que preparen el cuerpo.

Desde un teléfono que había en el pasillo contacté con la universidad y hablé con la secretaria del departamento, una mujer de mi edad que lo sabía todo sobre todos. Se mostró apropiadamente conmocionada, pero con tacto y cautela se preocupó por averiguar las circunstancias. No me gustaba esa mujer, y en situaciones normales yo tampoco a ella. En ese momento su voz transmitía comprensión y falsa calidez.

—Qué horror —decía—. Qué horror.

Asentía con cansancio. Era una delgada voz que provenía de lejos. No era real.

Mientras escuchaba sus palabras solidarias y tranquilizadoras de pie en el blanco pasillo pasó una enfermera. Vi moverse su sombra sobre la pared blanca. Aquí en el hospital, las sombras tenían contornos rígidos. No se confundían una en la otra. Aquí la gente estaba viva o muerta, consciente o inconsciente. No existían las zonas grises de la incertidumbre.

Colgué después de explicar a la secretaria que arreglaría todo para embarcar el cadáver, después de prometerle que la llamaría al día siguiente.

—Tal vez usted deba quedarse en el pueblo, señora —dijo Salvador—. Yo regresaré al campamento.

Negué con la cabeza.

—Sabes que debo volver.

Salvador apenas se encogió de hombros con un mínimo movimiento. Era un hombre práctico. No discutía. Condujo de regreso con la cuidadosa dignidad de un hombre en una procesión fúnebre. Hablamos poco. No teníamos nada que decir.

El campo estaba en silencio. Un delgado hilo de humo salía de la cocina: María estaba chamuscando la cena. Barbara, John, Robin y Diane estaban sentados en la plaza.

Apenas llegamos, se acercaron hasta nosotros.

—Tony falleció esta mañana en el Hospital Juárez —fueron mis palabras—. Mordedura de serpiente. —Todos me miraban, y sus rostros se borraban en el calor y las lágrimas.

Apoyaba una mano sobre la puerta abierta del camión, para mantenerme en pie—.

Mordedura de serpiente, y mala suerte —dije. Barbara avanzó hacia mí pero la detuve con un gesto. Era Cimi, día de la muerte, y tocarme entrañaba riesgo.

—Haced las maletas —les pedí—. Id a pasar la noche a Mérida. No trabajaremos ni mañana ni pasado mañana. Es fiesta. —No les dije que el día siguiente sería el comienzo del fin. El primero de los últimos cinco días del año maya. Días de mala suerte.

Me observaban, indecisos y confusos. Me armé de autoridad, convocándola desde el distante pasado, de tantas clases magistrales donde los rostros voraces habían hecho de mi voz un látigo. Les ordené que se fueran, como una maestra, dura e irascible, sin trazas de suavidad. Les dije que recogieran sus cosas. Que se marcharan. Carlos y Maggie habían regresado del cenote, atraídos por el sonido del camión. Estaban de pie, aún chorreando agua, detrás del resto. Miré a Diane y me dirigí a todos:

—Iros de este sitio. Volved más tarde a levantar el campamento, pero ahora marcharos. Tony lo hubiera querido así.

Me observaron inexpresivamente y recordé incontables aulas polvorientas donde luchaba por darles a esos rostros en blanco fragmentos de mis sueños, describirles el mundo del pasado que jamás lograrían vislumbrar, vistiendo cuidadosamente mis palabras con los ropajes del profesor, del erudito, del arqueólogo, temiendo que alguno pensara que creía demasiado en mis sueños, que veía demasiado, que vivía en otro mundo.

—Marcharos —les pedí—. Inmediatamente.

Los dejé allí. Fui a mi choza, simulando hacer las maletas, pero tomé una linterna y me dirigí por el sendero hacia la tumba. Era a la última hora de la tarde. El aire estaba cargado de humedad, y el cielo, de nubes. Hallé mi sombrero en el polvo, donde Salvador lo había dejado. Lo recogí, lo sacudí contra la rodilla, para quitarle el polvo, enderecé el ala y lo llevé en la mano. Seguí avanzando. No tenía ganas de ponérmelo en ese momento.

Unos metros más allá estaba el sitio donde Tony había dejado caer la botella de gin.

Los fragmentos de cristal lanzaban destellos bajo el sol de la tarde. Debió de haber tirado la botella al caer. Por el sendero, el pasto se veía pisoteado, y el suelo manchado de sangre.

Seguí caminando. Ya estaba llegando a la tumba cuando Zuhuy-kak apareció. Caminó a mi lado.

Junto a un montículo, cerca de una piedra que habría sido cómodo asiento, encontré restos de tabaco encendido, vaciados de una pipa. Tony había estado allí, pensando en mí, en una vieja amiga con problemas, pensando cómo ayudarme. Había descansado allí hasta el alba, luchando contra demonios menos visibles que los míos, y luego se encaminó hacia el campamento, topándose con la serpiente de regreso.

La mujer seguía a mi lado. Oía el suave roce de sus sandalias contra el suelo arenoso.

Me volví hacia ella con brusquedad.

—¿Por qué me sigues? —le pregunté.

—Se aproxima la hora —dijo. Su voz era muy tenue, como el manso susurro del viento sobre las rocas del templo—. El año concluye.

—¿Por qué ha muerto Tony? —dije de pronto.

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