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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (12 page)

—Dice que eres muy guapa —tradujo mi madre—. Y que te pareces a mí. —Sonrió y se inclinó ante el mostrador—. Le he contestado que sólo lo decía para conseguir una venta.

Cuando reía aparentaba menos edad; sus ojos azules quedaban atrapados en una red de arrugas, y el rostro bañado por la sombra del ala de un sombrero de paja muy parecido al que yo llevaba puesto.

—¿Te gusta?

Me observé en el espejo que el hombre sostenía.

—Estupendo.

Regatear por el sombrero llevó más tiempo que por la comida. Mi madre iba a paso más tranquilo, entre carcajadas y sonrisas. Finalmente se concretó la adquisición, y mi madre arrojó al suelo la colilla de su cigarrillo, la pisó contra el asfalto y empleó ambas manos para ajustarme el sombrero. Lo contempló con ojo crítico y asintió.

—Te sienta muy bien. Llévalo cuando vayas de excavación. Eso fue todo. Regresamos con nuestro botín, y los pollos chillaban cada vez que atravesábamos un surco.

Notas para Ciudad de las Piedras,
de Elizabeth Butler

¿Por qué venimos aquí a hurgar en el polvo, a vivir en chozas y a tener que arreglárnoslas sin duchas, combatiendo los insectos y avanzando pesadamente bajo el calor de la tarde? Algunos creen que los arqueólogos buscamos tesoros: máscaras de jade, delicadas joyas de nácar, ornamentos de oro bruñido. En realidad, indagamos el pasado pétreo y gris en busca de algo mucho más escurridizo.

Andamos a la caza de esquemas. Buscamos trozos del pasado e intentamos recomponerlos. ¿Quién vivió aquí? ¿Cómo se vivía? ¿Quién gobernaba y cómo se le elegía? ¿Quiénes eran los dioses y cómo se les veneraba? ¿La gente que vivía en este lugar trocaba sal y tallas de nácar del golfo por potes de Tikal, herramientas de obsidiana de Colha, figurines modelados de la isla de Jaina? ¿Qué noticias traían los mercaderes que viajaban por los sacbeob, esos caminos de piedra caliza que unían las ciudades?

¿Hablaban de nuevos gobernantes, de los festivales que se realizaban para honrar a los dioses, del fracaso de la cosecha de cacao, de las superabundancia de plumas de quetzal producida este año, de las últimas modas en Uxmal, de los rumores de guerra en el norte?

Cada uno de nosotros busca esquemas a su modo. Anthony Baker, mi co-director, es bueno con el cepillo y el palustre, dotado de paciencia portentosa y de las diestras manos de un mecánico. Durante su juventud, Tony desmontaba y volvía a montar relojes, motores eléctricos, motores de explosión, juguetes mecánicos y, en un cálido día de verano, incluso el mecanismo planetario perversamente intrincado en el eje de una bicicleta de tres velocidades, que viene a ser un dispositivo construido con engranajes dentro de engranajes y ruedas dentro de ruedas.

Estos días, Tony se ocupa de enmarañadas construcciones de distinta clase. Tony estudia vasijas. O, para ser más exactos, estudia fragmentos de vasijas: cuencos, trozos rotos de recipientes, jarrones, incensarios, y pequeñas pipas y cántaros ceremoniales.

Hace mucho tiempo, las vasijas se rompieron y las piezas partidas fueron apiladas junto a montones de trastos, arrojadas a los cimientos de alguna construcción, olvidadas e ignoradas. Tony recoge estos fragmentos y los toma en consideración.

Cuando Tony encuentra una vasija rota, lo más probable es que la introduzca en su boca para limpiarla con saliva. Los arqueólogos suelen estar acostumbrados al sabor del polvo, y él sostiene que el sabor y la textura de una vasija le enseñan mucho sobre ella.

Cada recipiente lleva una historia consigo. ¿Qué clase de arcilla empleó el alfarero? ¿Qué la añadió a la arcilla para darle consistencia? ¿Cómo se dio forma al cuenco, cómo se decoró, esmaltó y horneó? Tony se dedica a estas cosas, y a veces creo que se sentiría muy cómodo conversando con los artesanos del siglo IX sobre las virtudes de los pigmentos orgánicos sobre los tintes minerales, y de la arcilla templada con arena sobre la que no lo está. Detrás de su casa de Albuquerque tiene un estudio donde modela y cuece objetos de arcilla.

Las modas en lo que se refiere a vasijas cambiaron mucho con los años, y los recipientes son testimonios fehacientes de las distintas épocas. La presencia de ciertos tipos determina las eras. El cuenco que hallamos en el terraplén de un palacio nos permite identificar la fecha en que fue construido.

A John, uno de los estudiantes graduados más apreciados por Tony, le preocupan otros aspectos. Si bien jamás se lo pregunté, creo que su padre debe haber sido carpintero o albañil, constructor de alguna clase. John admira un muro bien levantado. Es capaz de pasarse horas hablando de arcos, señalando las diferencias de las técnicas de construcción utilizadas en el siglo quinto y en el octavo. Creo que sería más feliz si nos asignaran los fondos para reconstruir un templo o dos, y si tuviéramos que montar piedras en los lugares adecuados. Bosqueja elegantes reconstrucciones, y partiendo de piedras derruidas llega hasta los planos según los cuales podría haber sido construido el edificio.

En sus dibujos, vuelve a alinear las paredes, endereza los techos, ubica cuidadosamente en su lugar cada piedra de los arcos, y las pone al sesgo para formar una suave línea.

Sus dibujos son en blanco y negro: finas líneas de tinta sobre el papel impecable. John sabe que los mayas pintaban la piedra y el estuco con trazos rojos y negros que aún hoy siguen adheridos a la roca. Pero su imaginación carece de color. Le agradan las piedras, sólidas, inmensas, grises, y no se ocupa en embellecerlas.

¿Y qué es lo que me gusta a mí? Me gusta hacerme preguntas imposibles sobre restos menos tangibles, pero no menos duraderos que las vasijas y muros. Mi preocupación son los dioses antiguos, la mitología, las leyendas, las clases de veneración, los sistemas de creencias. ¿Qué motivó al alfarero para dar forma a ese incensario, qué motivó al albañil para construir el muro? Cuando un niño despertaba llorando por la noche, ¿qué lo atemorizaba y a quién oraba para hallar consuelo? Cuando una mujer iba a morir en el alumbramiento, ¿a qué dios pedían ayuda?

Las preguntas son imposibles: las respuestas, elusivas. Tengo menos indicios que Tony o John: textos antiguos en jeroglíficos indescifrables, registros poco fiables legados por los monjes franciscanos sobre una religión pagana que querían destruir; objetos ceremoniales arrojados en cenotes y sellados en tumbas, textos de sabiduría conservados por los actuales h'menob. Y los adornos de mi propia imaginación. En mis sueños del remoto pasado, los edificios siempre están pintados de vividos colores y los pueblos de fantasmas.

Tony arma vasijas, John construye muros... y yo erijo castillos en el aire.

Capítulo 7: ELIZABETH

—¿Quiénes son sus dioses? —La anciana despedía un olor rancio. Su atuendo era como un templo maya: capas sobre capas y más capas. Por los raídos agujeros de una chaqueta de pescador, color marrón, se veía asomar un suéter anaranjado de cuello alto.

El dobladillo de una falda color burdeos ondulaba debajo de su vestido verde. Estaba vestida para un clima más cálido que el de Berkeley en primavera; se diría que podía enfrentarse a ventiscas del ártico. Se había dirigido hacia mí entre la multitud de curiosos que hurgaban en la librería de artículos usados, reconociéndome como una hermana paria, vagabunda—. ¿Quiénes son sus dioses? —Tenía la voz quebrada; una parodia de susurro confidencial. Se acercó y el olor a ropa sucia me envolvió.

Hacía un año que daba conferencias en la Universidad de Berkeley y me había ganado fama de ser entrometida, de no echarme atrás, de no claudicar. Pero cuando miré los ojos de la vagabunda —azules e inocentes, con el color y la luminosidad del cristal antiguo y resquebrajado— retrocedí.

—No sé —musité antes de huir a otra estantería de libros.

Me persiguió, sacudiendo el dedo con gran energía. Me conocen: estas criaturas extrañas con ojos cristalinos, que ven lo que los demás no advierten, me conocen.

—Lo siento —masculló el empleado que nos seguía. Hablaba para sí y para nosotras.

Lamentaba tener que ser el que echara a la mujer—. Lo siento, pero usted está molestando a nuestros clientes. —Miraba a la mujer cargada de bultos, pero en cierta forma sentí que me incluía a mí como causante de los problemas—. Debo pedirle que se retire.

—No hace daño a nadie —vacilé con voz tan débil que ninguno de mis alumnos habría podido reconocer.

Demasiado tarde. La vieja se dirigía a la calle, mascullando y tirando de los suéteres que llevaba puestos. El empleado me lanzó una mirada dubitativa, y supe que se me consideraba una extraña, una mujer qué hablaba con la escoria humana que deambulaba por la Telegraph Avenue. Casi de inmediato, me alejé de la librería.

John, el alumno favorito de Tony, siempre me observó con un aire de duda que me hace recordar al empleado de la tienda de libros usados. No confiaba en John, ni él confiaba en mí.

Después del desayuno, Tony y yo nos quedamos conversando mientras tomábamos café. Diane se había ido de excavación y llevaba puesto su nuevo sombrero de ala ancha y una pródiga capa de crema para el sol que le había facilitado Barbara. Ésta parecía haber tomado a su cargo a mi hija: se aseguraba de que fuera correctamente vestida, le enseñaba a utilizar la brújula... Diane sonreía cuando se marchó. A la luz del día, los recuerdos de mi pasado parecían menos urgentes que durante la noche. Mi hija parecía feliz; conversaríamos, y la inquietud que se abría entre las dos acabaría por disolverse. Mi preocupación inmediata era un pasado de antigüedad considerablemente mayor.

Tony había asignado a John para que supervisara a los obreros que desmalezaban la zona donde se emplazaba la piedra; esa piedra que acaso escondiera una cámara subterránea. Yo había querido supervisar la operación por mí misma, pero Tony creía que había que permitir que esa tarea la hiciera un alumno.

—Deja que se diviertan un poco —me aconsejó.

John poseía el ardor de una feroz dedicación que no se veía complicada por la imaginación, ni por la avidez de especular. Era meticuloso, prudente y obsesivo por los detalles. Sus informes del monte eran dignos de mención por la cantidad de información que podía almacenar en una sola página de rasgos menudos y prolijos.

Tony me sirvió otra taza de café. No pensaba dejarme partir hacia la zona de excavación después del desayuno.

—Te entrometerás, te pondrás a dar vueltas, y harás todo lo posible por acabar con una gran sofoquina.

La mañana era demasiado calurosa para café caliente, pero ignoré la temperatura y bebí el contenido del pocillo, endulzado con un azúcar sin refinar que era del color y la consistencia de la arena de las playas de California. La leche condensada que vertí, como sustituto de la crema, le dio cierto gusto metálico.

—¿Cuándo me he metido en el medio? —pregunté. Sonrió y se reclinó hacia atrás.

—Ahorra energías —fue su consejo.

Incluso de joven, Tony había sido de movimientos lentos, aunque no perezoso; sabía trabajar con tesón si la situación lo requería. Pero siempre procuraba evaluar exactamente cuánto trabajo era necesario y cuánto podía evitarse. Consideraba cada problema cuidadosamente antes de actuar, sin desperdiciar un solo movimiento. Mi propia tendencia era abordar el problema de inmediato, e intentar diversos enfoques hasta dar con uno productivo. «Tú te abocas a un problema del mismo modo que un perro de ciudad persigue conejos» había dicho Tony en una ocasión. Tony esperaba a que los conejos se acercaran a él.

Dimos a John una hora de ventaja. Tal vez un poco más: Tony insistía en marchar rumbo al sudeste a un paso irritantemente lento. Llegamos justo cuando los obreros retiraban la última rama. John dirigía el trabajo, con su gorro de béisbol echado hacia atrás y un pañuelo atado al cuello. Tenía el rostro enrojecido de cansancio y del sol del día anterior. Por debajo de los brazos, el sudor le oscurecía la camisa. Tenía los brazos rasgados por las espinas.

Observé la piedra, ladeada. Medía un metro por un metro y un borde sobresalía unos ocho centímetros con respecto a la plaza, donde resquebrajaba la argamasa que la cubría. La depresión donde la piedra se hundía había quedado rellena de tierra.

—Acaso sea un chultún —aventuró Tony haciendo una mueca—. Las cámaras subterráneas de depósito llamadas chultunes a menudo encierran vasijas intactas, cosa que en este lugar constituye una novedad.

—Tal vez una tumba —arriesgué—. Algún individuo de alta estirpe, quizás, enterrado en las inmediaciones de un templo importante. —Las herramientas y los objetos hallados en las tumbas son una rica fuente de información sobre la concepción maya de la vida de ultratumba.

A John le preocupan las evidencias, no la especulación.

—No entiendo aún cómo reparó en ella —confesó—. Ni siquiera le había dado un segundo vistazo. Me encogí de hombros.

—Ve a dar un paseo al amanecer —aconsejé—. A esa hora las sombras son mejores.

—Pero mientras formulaba mi sugerencia dudaba mucho de que John fuese a seguirla.

Incluso al amanecer su imaginación seguiría siendo limitada. No le creo capaz de advertir a una dama maya de pie en la penumbra. Observé el lugar donde había estado Zuhuykak, pero no vi rastros de ella. En la vegetación, un ave lanzaba un trino de interrogación, que en mí no hallaría respuesta.

—Está muy adherida al lugar —comentó John—. Nos llevará todo el día aflojaría, según calculo. Y necesitaré dos de los hombres que trabajan en los montículos de las viviendas para que lo hagan. Tony frunció el ceño. Los montículos de las viviendas eran su sitio favorito; estaba ansioso por hallar vasijas, y no le agradaba que se intentara quitarle gente que trabajaba en ese proyecto.

—¿Merecerá la pena? —preguntó.

—Es sólo por un día, Tony. Meneó la cabeza, pero sin seguir discutiendo.

Supervisamos la investigación de los montículos de las viviendas que había cerca de la plaza, otra operación que estaba a cargo de John. Cuatro hombres cavaban un foso de pruebas a través de un montículo. El cabecilla del grupo, un hombre mayor apodado Pich, me sonrió y trepó por la fosa cuando lo saludé en maya. Se quitó el sombrero de paja de la cabeza, se restregó las manos sobre los pantalones blancos, sucios de tierra polvorienta, me estrechó la mano y se quejó de la falta de suerte que habían tenido hasta ese momento. Después de retirar carretilla tras carretilla de tierra sólo habían hallado fragmentos de utensilios de cocina sin señales y herramientas para moler maíz. Palmeé a Pich en el hombro, sugerí que la gente se tomara un descanso para fumar un rato, repartí cigarrillos y les di ánimos.

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