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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (11 page)

Los pollos picoteaban la tierra a mi alrededor, cloqueando absortos en su tarea. Cerca de la cocina había un lechen negro, echado contra el muro y durmiendo una prolongada siesta. Oía el canturreo de la hija de la cocinera. Se encontraba al otro lado de la pared, escarbando la tierra con una ramita. No distinguía la letra de la canción. Podía haber sido cualquier tontería, o un canto maya. Cuando se asomó le sonreí y le dije «buenos días».

Se ocultó detrás de la pared y permaneció unos minutos en silencio. Luego volví a oír el rasguido de la ramita y la melodía de la canción.

El primer capítulo del libro de Barbara contenía una historia general del imperio maya, profusamente ilustrada con fotos de Chichén Itzá y Uxmal. Dzibilchaltún se mencionaba como el más antiguo centro ceremonial continuamente ocupado, pero el texto no incluía fotos. Comprendía por qué.

Los mayas habían ocupado la península del Yucatán desde el año 3000 a. de C.

Absorbieron varias invasiones de México. A juzgar por el libro, tuve la impresión de que la fortaleza maya no radicaba en su agresividad militar sino en su capacidad de absorber al invasor, de adoptar algunas de sus costumbres, de retener ciertos hábitos propios. La mayoría se mantuvo independiente hasta que llegaron los españoles. Los conquistadores superaban a los ejércitos mayas; la Iglesia católica sometió a los supervivientes. Los frailes, según señalaba el libro, parecían preocuparse por la salvación de las almas de los indígenas, aun cuando ello significara acabar con sus vidas.

Paré un momento para beber agua del barril colocado a la sombra. Pensé en regresar al cenote para darme otro baño, pero la idea de semejante caminata bajo el calor me desalentó. En la plaza hacía calor, incluso a la sombra. Tony se había ido a su choza a dormir la siesta o a prepararse otra bebida, supuse.

El segundo capítulo describía la noción maya del tiempo, señalando que su filosofía del tiempo era parte esencial de su modo de pensar. El libro no lograba en absoluto presentarlo como algo esencial. Había leído el primer párrafo tres veces y ya estaba pensando en dar un paseo por las ruinas cuando apareció la camioneta rodeada de una nube de polvo. Carlos y Robin estaban sentados en el asiento delantero; Maggie, sola en el de atrás.

—Oye, Robin —oí que decía Maggie—, llevemos todo esto a la choza y vayamos a dar un paseo.

Las dos mujeres se marcharon juntas con sus fardos de ropa lavada, sin mirar a Carlos. Contuve una sonrisa y volví mi atención al libro, pensando en los comentarios que Barbara habría hecho sobre esta escena particular de los rituales de apareamiento.

Traté de concentrarme en el libro, pero la descripción del calendario maya era tan árida como la tierra que tenía bajo mis pies. Había avanzado hasta el segundo párrafo, pero apenas era mejor que el anterior. Un ciclo de veinte días formaba un mes; dieciocho meses formaban un año. Cada día tenía un nombre, y los mayas creían que cada día era responsabilidad del dios de ese nombre. Parecía haber un número inusitado de nombres, dioses y ciclos.

—¿Quieres una cerveza?

Levanté la vista. Carlos sostenía una botella abierta. El vidrio marrón estaba cubierto de gotas de condensación y del cuello de la botella salía una espiral de vapor helado.

Carlos la apoyó sobre la mesa enfrente de mí sin esperar mi respuesta. Se sentó en la otra silla y bebió un gran trago.

Dejé el libro y acepté un trago. La botella estaba helada y la cerveza me refrescó la garganta.

—Gracias —le dije—. Ha sido una viaje muy corto a la ciudad, ¿no?

Asintió y me ofreció una sonrisa. Estaba bronceado, era apuesto y lo sabía. Llevaba pantalones cortos blancos y traslucía cierto aire de confianza en sí mismo. Alejó la silla de la mesa y apoyó los pies en otra silla cercana.

—Lo suficiente para lavar la ropa y pelear un rato.

—¿Pelear? ¿Por qué?

Se le veía tranquilo, plácido y satisfecho como un gato bien alimentado.

—Discutí con Maggie comentando lo hermosa que eras.

—Barbara me advirtió que te gustaban las discusiones —le dije.

Me lanzó una mirada, inclinó hacia atrás la cabeza y se echó a reír.

—Supongo que tiene razón —admitió—. Me encuentro con problemas a menudo.

—¿Estás seguro de que no los buscas? —le pregunté. Se encogió de hombros, sin dejar de sonreír.

—Podría ser. Pero de todas formas eres preciosa. ¿Eres de Los Ángeles?

—Sí.

—Pasé cinco años allí. Nací en México. Los Ángeles es una ciudad preciosa. ¿Por qué diablos decidiste pasar tus vacaciones en un sitio perdido?

No le miré. Reparé en el vapor que se condensaba sobre la botella. Una gota se abría camino entre las demás y llegaba hasta la mesa.

—Tenía ganas de pasar una temporada con mi madre.

—Ya entiendo. —Dio vueltas al libro, que yo había apoyado sobre la mesa, y leyó el título—. Suponía que siendo la hija de Liz ya tendrías que saber todo esto...

—No sé casi nada —repliqué—. Es mi primera excavación.

En la pared de la cocina, una lagartija pequeña, azul con rayas amarillas, descansaba bajo el sol. El lechón negro cambió de posición, suspiró, y siguió durmiendo. Aún se oía a la niñita canturrear suavemente. Los pollos escarbaban la tierra. Los miré y lamenté haber aceptado la cerveza. No quería hablar de las razones que me habían llevado hasta allí.

—¿Por qué no me cuentas algo interesante sobre los antiguos mayas? —le pedí.

Vi que meditaba posibles comentarios.

—Tus ojos son del verde más hermoso que he visto en mi vida —dijo por fin.

Enarqué las cejas.

—Eso no tiene nada que ver con los mayas.

—Es cierto. —Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar lo hizo lentamente, escogiendo cada palabra con sumo cuidado—. Los antiguos mayas tallaban elaborados ornamentos de jade sólo con instrumentos de piedra. El jade que tallaban era del mismo color que tus ojos.

No pude evitar que se me escapara una sonrisa.

—Vas mejorando. Inténtalo una vez más, pero sin hacer mención a mis ojos.

Extrajo un cigarrillo del paquete y lo encendió, estudiando la expresión de mi rostro.

Luego comentó:

—La gente que se ha dedicado a traducir los jeroglíficos mayas ha llegado a la conclusión de que muchos de los símbolos son acertijos y retruécanos. Xoc, por ejemplo, significa «contar». También es el nombre de un pez mítico que vive en los cielos. Así, los mayas empleaban la cabeza del pescado para representar la acción de contar. Pero dado que el pez era difícil de grabar, sustituyeron el símbolo por el del agua, ámbito en el cual vive el pez. El símbolo del agua es un guijarro de jade, pues ambos son verdes y valiosos.

Así, jade significa agua, que significa pez, que significa contar. —Carlos se detuvo un instante, dio una calada al cigarrillo y exhaló una nube de humo—. Y por muy confuso que pueda parecer, es la simplicidad misma comparado con la mente de una mujer. —Dejó caer la ceniza y contempló mi rostro—. ¿Te gusta más así?

—No —sostuve, pero sin poder evitar una sonrisa. Se esforzaba mucho por ser seductor—. De todas formas, creo que aprenderé más sobre los mayas si me dedico a leer un libro.

—Tal vez. Pero soy mucho más entretenido que un libro. Te hice sonreír un segundo.

—Eso sí. —Estudié su sonrisa. Era astuta, deshonesta y encantadora—. ¿Cuántas veces te has valido de la misma artimaña?

Se encogió de hombros.

—Jamás uso dos veces el mismo método.

—¿Es cierto todo eso que dijiste acerca de los jeroglíficos?

—Puede ser falso, pero yo no lo inventé. Eso es labor de los profesores. Cuando llegue a esas alturas, elucubraré mis propias teorías extravagantes. —Se reclinó en la silla, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, y las piernas extendidas.

Le creí cuando dijo que no utilizaba dos veces un mismo método. Era un pescador, y preparaba el cebo con cuidado pensando en un pez en particular.

Se hizo un momento de silencio. La lagartija alzó la cabeza de pronto y huyó por el muro. El canturreo de la niña ya no se oía. Mientras yo miraba, se asomó y nos vio.

—¿Cómo se llama la niña? —le pregunté a Carlos—. No quiere hablar conmigo.

—Teresa. ¿Qué tal Teresa? —le preguntó Carlos en español.

La pequeña le sonrió y musitó algo. Él le respondió, pero las únicas palabras que entendí fueron «la señorita». Teresa sacudió la cabeza y lanzó una frase a toda velocidad que ni siquiera pude distinguir. Dio la vuelta y se marchó corriendo hacia la cocina.

Carlos me miró.

—Le pregunté por qué no te dirigía la palabra. Dijo que su madre no se lo permitía.

—Me pregunto por qué...

Carlos se encogió de hombros.

—Tal vez le preocupe que su hija se corrompa por estar con americanas disolutas.

—¿Qué le hace pensar que somos disolutas? —inquirí.

Alzó las cejas y sonrió.

—Todas las americanas son disolutas —acotó—. Pregúntaselo a cualquier mexicano.

—No sé por qué, pero no me fiaría de ti como experto en americanas. —Me recliné en la silla y advertí que mi madre nos observaba desde la puerta de su choza. La saludé con la mano y salió a pasear por la plaza.

—Dentro de quince minutos parto para el pueblo —anunció.

—Estaré preparada. —Terminé mi cerveza y me puse de pie.

Le lanzó una mirada a Carlos, y se alejó sin decir palabra.

—Sabes... —dijo cuando ella ya no podía escucharlo—, creo que a tu madre no le gusto.

El viaje al pueblo fue caluroso. La camioneta tropezaba en cada bache del camino y los asientos no eran muy mullidos. El rugido del motor hacía imposible mantener una conversación. Cada tanto, mi madre gritaba y señalaba algún punto de la carretera: el camino que conducía a cierta aldea, las plantas de henequén, alguna escuela secundaria local...

El mercado de Mérida se hallaba emplazado en un edificio de acero ondulado; era un lugar ruidoso, de techos bajos, olores intensos y confusión. Una mendiga envuelta en una pañoleta de flecos descansaba acurrucada a un lado de la puerta. Mi madre dejó caer una moneda en su mano y se internó en la multitud. La seguí a unos pasos de distancia.

Una mujer con un vestido blanco bordado con flores en el escote y la cenefa llevaba una cesta de plástico colmada de unos extraños frutos amarillos. La balanceaba sobre la cabeza, enderezándola con una mano, y se abría paso tenazmente entre el gentío.

Un hombre gritó a mis espaldas y me hice a un lado. Llevaba tres canastas apiladas sobre la espalda, aseguradas con una cuerda enlazada alrededor de la frente. Lo dejé pasar, y luego me apresuré a alcanzar a mi madre.

Una anciana campesina ofrecía un recipiente de plástico lleno de pimientos, anunciando el precio a voces. Una mujer más joven, acaso su hija, se acuclillaba a su lado formando con los pimientos una pirámide sobre un lienzo blanco.

Mi madre se detuvo ante un puesto. Había un anciano enjuto, rodeado de sacos de arpillera atiborrados de alubias. Todos los sacos estaban abiertos y dejaban al descubierto su contenido: alubias rojas, negras, arroz, maíz seco. Mi madre tocó unas cuantas alubias negras e intercambió unas palabras con el hombre. Éste arrojó varios puñados de alubias negras en uno de los platillos de metal de la balanza y los vertió en una bolsa más pequeña.

Mi madre echó un vistazo para ver si estaba con ella, hizo señas de que la siguiera y proseguimos nuestro itinerario a través de la muchedumbre.

—María hace casi todas las compras —comentó—. Sabe regatear mejor. Hoy sólo llevaré algunas cosas.

Otra vez nos detuvimos para comprar pollos. Mi madre regateaba y los pollos la observaban nerviosamente por entre los listones de madera de su jaula. Desde el fondo del puesto se oía su piar; sobre un pasillo de tierra yacían tres inmensos pavos, exhaustos por el calor. Las tres gallinas negras que mi madre adquirió picoteaban las manos del chiquillo que las llevaba hasta el camión, aún enjauladas.

Mi madre se abrió camino entre la multitud con confianza, sin detenerse en el puesto del carnicero, donde un cerdo sacrificado miraba con ojos vacíos.

Parecía no dejarse impresionar por el aroma dulzón de la fruta madura y el olor a podredumbre que se ocultaba detrás. Rodeó a las mujeres en cuclillas que pregonaban el precio de los tomates; se hizo a un lado para esquivar un perro que lamía un mango estrellado contra el pavimento. Cada tanto saludaba a algún tendero, y se detenía a comprar algo: una bolsa de plástico llena de pimientos de color de la sangre, plátanos, una bolsa de calabazas amarillas...

La seguí, cargando sus bultos, deteniéndome cuando ella lo hacía. Me sentía fuera de lugar; no comprendía una sola palabra de las rápidas transacciones que acontecían a mi alrededor. Pero estaba junto a mi madre y me sentía protegida. Obviamente, ella sí se hallaba en su lugar. Traté de no separarme de su lado.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó cuándo nos internábamos en otro pasillo, a través de la tenue luz y del calor tropical. Sin esperar la respuesta, anunció:

—Pronto nos detendremos a beber algo fresco. —Compró dos pinas, rábanos y dos lechugas marchitas.

Dejamos los alimentos en la camioneta junto a los pollos y me compró una Coca-Cola, demasiado dulce pero líquido, al fin. Nos sentamos en un lateral, y la muchedumbre pasó a nuestro lado.

—¡Qué confusión! —exclamé.

Sacudió la cabeza, sonriendo.

—Al principio, supongo que lo es. Luego te acostumbraras.

—Me gustaría. —Tal vez tuviera la oportunidad de acostumbrarme.

Cuando terminamos las bebidas, mi madre me condujo a otro sector del mercado: una hilera de puestos colmados de vestidos, hamacas, echarpes, sandalias, mantas, baratijas para turistas. Se detuvo ante el puesto de un vendedor de sombreros y conversó con el hombre que estaba detrás del mostrador. Algo en su comportamiento había cambiado. Se la veía más distendida, más relajada. Encendió un cigarrillo y echó a reír ante una ocurrencia del vendedor. Me mantuve a un lado, examinando con los dedos el borde de un sombrero, feliz de sentir la brisa que soplaba desde la calle y que alejaba un poco el olor a descomposición.

El hombre me tendió un sombrero de copa de ala ancha.

—Pruébatelo —insistió mi madre.

El hombre asintió y sonrió. Dijo algo en rápido español que hizo reír nuevamente a mi madre. Le respondió, y él se encogió de hombros y abrió las manos a modo de negativa.

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