Read La muerte de la familia Online
Authors: David Cooper
Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría
El punto crítico de haber nacido es descubrir que «uno» ha sido ya.
El punto crítico del morir es experimentar este hecho del propio nacimiento.
Este punto es el punto geométrico.
La geometría es una ardua tarea.
Después de estas consideraciones acerca de la relación de lo interior con lo exterior y de ambos con lo que no es ni lo uno ni lo otro, volvamos al amor y al matrimonio —si es que podemos soportar esta particular conjunción de términos—.
Desde un lugar en el mundo, en parte elegido y en parte asignado, tenemos que mirar, a través de la familia, hacia el sugerente pero algo lóbrego mundo de las otras personas que están fuera de ella. Uno debe mirar a través del matrimonio de sus padres y a través de su posición que es, en cierto sentido, estar casado con el matrimonio de ellos, y a través de su propio casamiento con cada uno de sus padres. También su matrimonio con cada uno de sus hermanos y con cada uno de los «otros importantes» (y con el matrimonio de aquéllos con él, puesto que el matrimonio puede no ser totalmente recíproco: se puede sentir uno casado con alguien que no se siente casado con uno). Para acceder a cualquier relación matrimonial con personas ubicadas en el mundo exterior a la familia, antes hay que pasar por los trámites del divorcio, de forma parcial o total, con cada una de estas personas.
Después de haber hecho esto, con mayor o menor éxito, quedamos entregados a nuestros propios medios y dispuestos a enfrentarnos de nuevo con la posibilidad de casarnos con alguien exterior al sistema, pero que se encuentra dentro de un sistema comparable, y a veces incluso idéntico.
Por último, y para evitar pasar por interminables repeticiones de lo que uno ya ha pasado, pero utilizando otros nuevos individuos (es decir, no originales) en vez de los otros originales (es decir, los otros menos originales todavía de la propia familia) se puede optar por el regreso a sí mismo, y por dilucidar qué clase de relación se desea mantener con uno mismo. Podemos casarnos con nosotros mismos, o divorciamos más de nosotros mismos (tal vez divorcio y extrañamiento de uno mismo no sean la misma cosa). De modo que desandamos lo andado y alcanzamos el punto de odiamos lo bastante como para generar una nueva repetición del arcaico esquema de vidas y mentes construidas a medias, o el de amamos lo bastante como para pasar por el divorcio en serie de todas las personas semicasadas, semidivorciadas que existen en nuestra mente, y a partir de ahi decidir si deseamos hacer algo en relación con todas esas otras posibilidades de relación.
Podemos alcanzar un punto de suficiente «narcisismo» para revalorizar dicha categoría «psicopatológica» y entender, por ejemplo, que no es posible amar a otro mientras no nos amemos lo bastante a nosotros mismos —en todos los niveles, incluyendo el nivel de una adecuada masturbación (o sea, plenamente orgásmica) es decir, lo suficiente para masturbarnos, por lo menos una vez, alegremente.
Sin una segura base de amor a sí mismo cada uno inevitable y repetidamente actúa en las relaciones con los otros la masa total de culpa implantada. En los primeros años de este siglo, los hospitales psiquiátricos de Inglaterra proporcionaban a su personal grandes carteles donde se enumeraban las causas de las enfermedades mentales. En un lugar prominente, la masturbación encabezaba la lista. El progreso de la psiquiatría liberal ha hecho que esto parezca ridículo, pero esto es sustituir una mentira por otra. Por supuesto, la masturbación enloquece a aquel que comienza a verla como una forma de sexualidad que niega a la familia que debe prepararse a formar; si se la ve como una negación de la pérdida, socialmente de uno mismo, en la alteridad; pero sobre todo si uno se masturba adecuadamente, es decir, en el sentido de una exploración ilimitada del propio cuerpo, que abarca todas las formas de retraimiento antisocial que puede llevar en sí esa antiepistemología del conocimiento camal de uno mismo, que se desplaza hacia el otro, una vez llegado el momento.
Me parece que ahora conviene distinguir entre una relación amante y una relación de amor, aunque siempre podemos tener la esperanza de que ambas se unan. En una relación amante, cada individuo posibilita que el otro ame a ambos lo bastante como para preacondicionar el desarrollo de la relación. Todo radica en evitar que el otro sea bueno y amable para consigo mismo. Estas frases son tan banales que bordean la idiotez emocional, pero quizá debamos convertimos en idiotas emocionales, completamente respetuosos de esa necesidad reconocida en nosotros primero y luego en todos los demás.
Mi experiencia me ha enseñado que no se puede trabajar a gusto con un grupo mientras que no se catalice de modo precondicional la posibilidad de ser recíprocamente corteses y amables. Esto siempre cuesta tiempo y trabajo. Pero quizá para amar tengamos que echar fuera antes la desilusión del amor.
Voy a intentar explicarme en términos algo diferentes.
¿Por qué no aceptar el desafío y, en el sentido real, «hacerle el juego al sistema»? Vamos a hablar del matrimonio como de una cosa real, una conjunción entre personas o entre personas y sus opuestos. En este sentido, somos internamente polígamos hasta un punto bastante notable. De manera significativa, lo que dejamos fuera es nuestro matrimonio secreto y mantenido en secreto, con nosotros mismos. Así, la constelación interna podría, más o menos, expresarse así:
Éste es el estado normal de cosas ahora: el Sí Mismo va andando a tientas, vacilando, por el mundo familiar interior y exterior a su mente y luego cae en el mundo exterior a la familia. Descubre que el mundo exterior a la familia trata de parecerse todo lo posible al mundo de la familia que ha conocido antes, del mismo modo que el mundo familiar intenta parecerse al mundo exterior en todo lo posible. Entre ambos no parece existir una notable diferencia, a menos que el Sí Mismo, pueda inventar una. Si la persona comprueba esto, que de hecho la esencia de la persona pesada estriba en no haber rebasado, ni siquiera con la imaginación, los estrechos horizontes de la propia familia, y en repetir o chocar con las repeticiones de este sistema restrictivo que es exterior a ella; que, en resumen, ser una persona pesada es ser una persona-de-familia, alguien que encuentra la primacía de su existencia en la imagen que refleja el espejo y no en el que es reflejado. Sólo entonces la persona puede volver al punto de partida e intentar encontrarse consigo misma, cortejarse a sí misma y casarse consigo misma.
Por supuesto, cuando la persona regresa a su Sí Mismo lo hace con una distorsión en su visión debida a las sucesivas refracciones de su paso a través de los otros, primero a través de los exteriores y luego de los interiores a su familia, y siempre a través de los otros interiores y exteriores a su mente (es perceptible siempre un sentido de la diferencia si no una conciencia definidora). Finalmente, no obstante, cuando este proyecto ha sido realizado, el Sí Mismo se encuentra consigo mismo en un mundo interior desierto —los otros se han esfumado bajo los efectos irradiantes de su espíritu y él vaga solo por la tierra baldía, sustentándose con la piedra que chupa y con la ceniza que penetra por los poros de su piel—.
Luego, si quiere un oasis, tendrá que formarlo con las lágrimas que derrama, entre sus montículos de arena. Entonces podrá reclamar a otro para que se le acerque en busca de alimento y ser, a su vez, alimentado.
Pero tendrá que permanecer siempre en su desierto, porque ésa es su libertad.
Si un día no necesitara de su libertad, ésa sería también su libertad.
Pero en cualquier caso, el desierto permanece.
Si intentamos examinar la expresión del amor como un hecho social observamos una reacción social dominante en todo el ámbito de las respuestas: la reacción del odio. La aparición del amor significa la subversión de nuestro bien ordenado mundo social. Mucho más que estadísticamente anormal, el amor es peligroso, porque incluso podría traspasar la aséptica pantalla con que nos obligamos a rodeamos a nosotros mismos. Socialmente no se nos condiciona para necesitar y esperar amor, sino seguridad. La seguridad significa la afirmación rotunda y constantemente robustecida de la familia. Un hombre se casa con una mujer a la que nunca abandonará y, como ella lo sabe, nunca lo abandonará a él. La mujer acepta lo condicional de su situación porque en ésta subyace un soborno social en el sentido de que su marido sólo puede huir del sistema condicional si, como aparente iniciador de toda la escena, acepta una culpa que podría resultarle mortal. De este modo, el pobre hombre sufre hasta que percibe, gracias a la megalomanía en que ha sido tan educado, un beneficio en la infinita capacidad de sentirse culpable y torturarse con esa culpa ajena.
Un hombre de casi cuarenta años, casado y padre de cuatro hijos, me contó lo siguiente: Una noche, en la que no había bebido ni tomado drogas, se despertó a las tres de la mañana. Estaba en duermevela cuando le sobrevino súbitamente la comprensión pasmosa de lo que pensó era el significado de toda su vida. Primero tuvo una sensación muy suave: la sangre sedimentaba gradualmente en los pequeños vasos de las extremidades de su cuerpo. Después se difundió como una ominosa coagulación por todos los vasos mayores. Sentía que en cualquier momento podía acabar con la experiencia desapareciendo, volando desde las yemas de los dedos, dejándose caer desde la punta de la nariz. Los capilares de su cerebro se fueron llenando de sangre coagulante y una a una fueron muriendo sus neuronas corticales, restando sólo las suficientes para mantener la conciencia del corazón. Luego, las arterias coronarias se obstruyeron y su corazón cesó de latir, murió y luego estalló en una inmensa eyaculación galáctica, que se desparramó por el cosmos. En aquel momento de desparramamiento universal, tuvo la experiencia de la desaparición de toda huella de ira y de resentimiento que hubiera sentido hacia alguien alguna vez. Todo aquello era puro amor, y más allá del amor, compasión, hasta que contó la experiencia, por la mañana, a su mujer. Por fin había llegado a una experiencia de muerte y resurrección, conocía ya lo que era la compasión, ahora ya no habría problemas graves entre ellos.
Pero, cuánto lo odió ella por eso. Y cuánta razón tenía. El colectivo social existe, a fin de cuentas, y mientras necesitemos que exista como tal, será necesario que crean que el amor es subversivo para la seguridad y la normalidad. Y también necesitaremos seguir invocando todas las imposturas.
En ese caso la tragedia consistía en estar fatalmente casado, en tener la relación no definida en el interior, lo que haría posibles indiscretas revelaciones personales, si no desde el exterior, de una manera que prohíbe el enunciado de la verdad, pues de lo contrario «todo se derrumbaría».
Sólo que, aunque ocurra, nunca ocurre.
Con cierta ingenuidad, siempre me ha parecido extraño e irónico que las personas no se atrevan a expresar su verdad, por muy distorsionada que esté su perspectiva, en la relación matrimonial, cualquiera que sea el sentido de este término, ya sea una unión legalizada o ya sea sustentada sobre la base más directa de un acuerdo entre dos personas que quieren amar, solas o en compañía, por ejemplo, de los niños que quisieran entrar en el
ménage
. Pero la gente prefiere recurrir a la compleja y atosigante figura del llamado psicoterapeuta, al cual se paga por horas —que es la verdadera naturaleza de la prostituta (puesto que está siempre a disposición) y con frecuencia no tiene la honradez de reconocer su vocación—, pero a quien se pueden confiar, sin demasiado optimismo, las vivencias de muerte y resurrección.
En cuanto a «problemas» como el narcisismo y la homosexualidad creo que la teoría psicoanalítica está plagada de dudas puritanas.
Sintetizaría este complejo tema en una declaración muy simple, que no tiene por qué seguir oculto por más tiempo, sino abiertamente formulado.
No podemos ya pensar en amar a otro mientras no nos amemos lo bastante a nosotros mismos. El amor de uno mismo supone la plena realización del propio cuerpo, tanto de sus pliegues, conductos y redondeces, y de las zonas de sombra y de luz, como también la experiencia de las interioridades del cuerpo; se deben conocer las fluctuaciones de la musculatura intestinal, el sonido del goteo ureteral en la vejiga, la sangre en cada ventrículo del corazón. Entonces, casi objetivamente, después de haber estudiado nuestro propio cuerpo como si fuéramos fisiólogos, es posible romper la compartimentalización con un gesto de amor hacia nosotros mismos. Debemos realizar plenamente el sentido eréctil-eyaculatorio de nuestro propio clítoris o de nuestro pene.
Para ser capaces de amar a otros hay que amarse suficientemente a uno mismo. Para poder amar a otro de sexo distinto, hay que amar «lo bastante» a alguien del mismo. El que se viva abiertamente o no la homosexualidad propia es una cuestión indiferente; pero se debe reconocer su irrupción en nuestras fantasías y sueños,
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incluso en las fantasías que un hombre tiene sobre la mujer que ama, y aún más debido a la prevaleciente supresión de la sexualidad plena de la mujer, en las que una mujer tiene con el hombre que ella ama.
En realidad, el narcisismo y la homosexualidad no son ya enfermedades o estados de fijación del desarrollo en mayor medida que otros fenómenos tales como conservar el empleo fijo, cumplir diligentemente con la propia familia o, de modo más general, ser un pilar de la sociedad.