Read La muerte de la familia Online

Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

La muerte de la familia (4 page)

La principal tarea que debemos llevar a cabo si queremos liberarnos de la familia tanto en un sentido externo (la familia que está «ahí fuera») como interno (la que reside en nuestras cabezas) consiste en mirar a través de ella. Para hacer de esto algo fenomenológicamente real podemos meditar sobre esta visualización: una «cola» familiar. Imaginemos que miramos a través de una serie de velos; el primero de ellos lleva una imagen de nuestra madre en un determinado talante que recordamos espontáneamente; el segundo velo lleva la impronta de nuestro padre en un talante similar; luego miramos a través de sucesivos velos en que aparecen hermanos, abuelos y todas las demás personas importantes en nuestra vida, hasta que al final de la cola nos enfrentamos con un velo que lleva nuestra propia imagen. Después de haber visto a través de toda nuestra familia, nos queda tan sólo mirar a través de uno mismo hasta contemplar una nada que nos devuelve a nosotros mismos, en la medida en que es la nada particular de nuestro propio ser. Tras mirar minuciosamente a través de esa nada, el terror que lleva en sí suena sólo como una nota incidental.

Dicho de otro modo, el superego (nuestros internalizados padres, trozos y piezas primitivos, amados y odiados, de sus cuerpos, fragmentos de afirmaciones amenazadoras y confusos mandamientos que resuenan en nuestros oídos mentales desde el primer año hasta el final de nuestras vidas) debe ser transformado en una realidad fenoménica, en vez de continuar siendo una abstracción teóricamente inteligible. El superego (la abstracción teórica) no es nada más que una serie de impresiones sensoriales, de imágenes que deben ser contempladas, oídas, gustadas y tocadas en nuestra conciencia. Por razones que explicaremos más adelante, condensaré todas estas modalidades sensoriales en la visión, en el ver y en el ver a través de. Pienso que el objetivo es concretar el superego en componentes fenoménicos reales para que así puedan ser empleados como un dispositivo de defensa social, de alarma contra robos y de metralleta, en vez de ser usados y posiblemente destruidos por él. Las técnicas que podemos descubrir o inventar para hacerlo son muchas y variadas.

Además de utilizar interpretaciones terapéuticas, podemos evocar cuentos y mitos y, lo más importante, conjurar nuestra propia mitología personal. Muchos hablamos, por ejemplo, del mito del Golem. Recordemos la historia cabalística original. Unas familias judías erigen en sus casas una estatua de barro en cuya frente graban la palabra Emeth, que significa «verdad». Aquel monstruo cumplía las veces de un sirviente y realizaba toda clase de trabajos domésticos hasta que se hacía desobediente o ineficaz, o simplemente demasiado grande. Entonces el padre de familia tenía que llegar hasta la frente del Golem y borrar la primera «E» de Emeth y dejar así la palabra Meth, que significa «morir». El monstruo entonces moría y desaparecía. Sin embargo, un padre de familia permitió que el Golem creciera de tal modo que ya no pudo alcanzar la frente de la turbulenta criatura; así que, después de reflexionar, como sabía que todos los Golem o Superegos son esencialmente obedientes, le ordenó que se inclinara para recoger unos desperdicios. Cuando el Golem obedeció borró la «E» de Emeth; pero había olvidado el tamaño del monstruo y la masa de cieno original se desplomó sobre él y lo asfixió. Fue algo así como morir prematuramente a consecuencia de una trombosis coronaria, o de un cáncer, o alcanzado por los disparos de la policía antimotines. Así es como mantenemos a nuestros Golem; de todas maneras es probable que sea lo que ellos quieren.

Un dato más para ilustrar el poderío de la familia interna, esa familia de la que uno puede alejarse miles de kilómetros y, sin embargo, seguir en sus garras y ser estrangulado por ella. Conocí a una persona que por todos los medios intentaba liberarse de una compleja situación familiar que parecía invadir cada uno de sus actos, tanto en su trabajo como en la relación con su esposa e hijo. Un día su madre le contó un cuento judío muy conocido. Era la historia de un joven enamorado de una hermosa princesa que vivía en una ciudad próxima, a unos cuantos kilómetros. Él quería casarse con ella, pero la princesa le puso como condición que le arrancara el corazón a la madre y se lo llevara a ella. El joven volvió a su casa y arrancó el corazón de su madre mientras ésta dormía. Alegremente (aunque, en el fondo, sólo contento) atravesó los campos en busca de la princesa, pero como iba corriendo tropezó y cayó. El corazón saltó en su bolsillo y mientras estaba caído en el suelo le preguntó: «¿Te has hecho daño, hijo querido?». Por ser demasiado obediente a la madre interna, proyectada en un aspecto de la figura de la princesa, quedó totalmente esclavizado por aquélla, de cuyo omnipresente amor inmortal no podría escapar nunca.

No hace mucho me trajeron a un chico con un diagnóstico de esquizofrenia, en «retraimiento autista». Aquel hermoso niño de ocho años fue introducido en mi consulta por sus padres; llevaba encima una placa que decía: «Es malo comer personas». Hacía muecas, gesticulaba, y no podía (o, quizá, lo que es, más importante, no quería) sentarse y participar en la conversación. Su madre, como se puede suponer, estaba metida en una especie de orgía devoradora, consumiéndola a través de la orientación exclusiva de su «mente» y de su «cuerpo» para el «bienestar» del chico: lo protegía de amistades vulgares en el colegio, de un director demasiado duro que olfateaba la presencia de un «malo». Pero la causa de ello era que su marido la dejaba morir de hambre en términos que trascendían lo sexual. El marido, profesor en una universidad al oeste de Londres, no podía portarse de otra manera, porque a su vez carecía de cualquier clase de relación real con los otros por la burocracia académica que le mediaba la situación de hambre en el primer mundo, difícilmente reconocida por la administración universitaria pero denunciada con creciente vehemencia por los estudiantes más radicales y con efectos también crecientes. Después de unas cuantas sesiones terapéuticas, en que recibió una ración adecuada (pues a veces hablar es absorber), la paciente tendió cada vez menos a «devorar» a su hijo. Éste volvió a la escuela e hizo sus primeras amistades con otros chicos. Un mes más tarde volví a verlo y ya no llevaba estigmas psiquiátricos sino una placa con la leyenda: «Cómeme, soy delicioso». El «problema clínico» estaba resuelto. Detrás de todo esto no hay más que política.

Un monje tibetano, entregado a un largo, solitario, meditativo retiro, comenzó a tener alucinaciones de una araña. Cada día la araña aparecía más grande, hasta que por último su tamaño fue como el del hombre y su apariencia amenazadora. En este punto el monje pidió consejo a su gurú y recibió esta respuesta: «La próxima vez que se aparezca la araña, dibuja una cruz en su vientre y luego, tras reflexionar, coge un cuchillo y clávalo en medio de esa cruz». Al día siguiente, el monje vio la araña, dibujó la cruz y luego meditó. En el preciso instante en que se disponía a clavar el cuchillo, miró hacia abajo y, con asombro, vio la marca dibujada con tiza sobre su propio ombligo. Es evidente que distinguir entre el adversario interno y el externo es, literalmente, una cuestión de vida o muerte.

Las familias tienen que ver con lo interior y con lo exterior.

Tienen que ver con la vida o la muerte o la evasión ignominiosa.

Una forma muy corriente de actuar las estructuras familiares internalizadas (no comprendidas o sólo de modo fragmentario) son las manifestaciones políticas en las que el grupo organizador está desprovisto de ese tipo de visión de la realidad que está en ellos mismos. Éste es el caso de manifestantes que resultan heridos innecesariamente, porque proyectan sobre la policía, sin saberlo, aspectos negativos, punitivos, poderosos, de sus padres. Ello origina un ataque «desde la retaguardia», ya que no sólo se defienden del policía que está «ahí fuera», sino también del ataque interno del policía que está en sus cabezas. Las gentes más vulnerables a estos ataques bilaterales suelen ser olfateadas por policías y jueces, y es significativo que esos manifestantes que reciben los golpes más duros, sean también quienes reciben las sentencias más severas de los tribunales. No es necesario decir que el objetivo revolucionario queda olvidado.

Si debemos seguir considerando la paranoia como un estado enfermizo lo es en este sentido: creo que el único lugar donde se puede hallar como problema social es en las mentes de los policías, los administradores de la ley y el consenso de los políticos de los países imperialistas. Estas desgraciadas personas materializan los superegos proyectados por todos nosotros, hasta tal punto que las internalizaciones de las partes autopunitivas de nuestras mentes los desposeen de todo tipo de existencia humana propia. Cualquier compasión que nosotros sintamos por ellos no debe embotar la efectividad de la fuerza de nuestra cólera frente a la persecución real que, sin saberlo, encarnan y que se dirige contra el tercer mundo, dividido en Asia, Africa y América, y contra el no reconocido ni autorreconocedor tercer mundo que vive en el corazón del primer mundo. Más adelante definiré ese secreto tercer mundo; por el momento basta con decir que es negro (sea cual fuere su color real), hippy, y que se orienta hacia la toma local del poder en fábricas, universidades, escuelas. Está desprovisto no de educación sino por la educación, vulnera las leyes contra los estupefacientes y muchas veces se sale con la suya, y sabe cómo quemar los automóviles y hacer bombas que a veces funcionan. Con frecuencia se ve degradado por un diagnóstico de «omnipotencia infantil», según sugirió un colega psiquiatra al referirse a los guardias rojos de la revolución cultural.

La cuestión palpitante es, sin embargo, si esa supuesta categoría «psicopatológica» podrá ahora eludir los diagnósticos «amateur» de la familia y de algunos de sus colegas psiquiátricos, todos ellos tan imbuidos de la aterrada arque-ideología de los perros guardianes de la burguesía, que querrían eludir toda realidad como los falderos. Si aquellos individuos, estigmatizados de esa manera, consiguen evitar tal posibilidad invalidadora, quizá descubran cómo utilizar de un modo social revolucionario sus «aberraciones», en vez de dejarse degradar por una neurosis privada, que siempre refuerza «el sistema» y se embarca con él en juegos interminables y sin alegría.

A través de estas consideraciones, se comienza a oír la nota grave, resonante, de una posibilidad que se afirma a sí misma, quizás amedrentada, pero sin duda alarmante en sus intenciones: la posibilidad de una desestructuración de la familia a partir de una comprensión profunda de la destructividad de esa institución. Una desestructuración que será radical precisamente porque finalmente lleva hacia ella y porque exige una revolución en la sociedad global. Ahora es necesario que hagamos una diferenciación de modo permanente entre formas y posibilidades pre y posrevolucionarias. En términos concretos, lo único que podemos hacer en un contexto prerrevolucionario reside en proponer algunos prototipos aislados, que sólo se desarrollarán socialmente de modo masivo dentro de un contexto posrevolucionario.

Vamos a recapitular los factores que operan dentro de la familia, a menudo con efectos letales y siempre con consecuencias entontecedoras en lo humano. Posteriormente analizaremos las posibilidades de darles la vuelta.

Primero nos encontramos con la estrecha imbricación entre las personas, que se basa en el sentimiento de lo incompleto del ser de cada cual. Un ejemplo clásico es el de la madre que se siente personalmente incompleta (debido a una compleja serie de razones, entre las que habitualmente se encuentra, en un punto central, la relación con su propia madre y la carencia general de la efectividad social extrafamiliar de la mujer). Así, en el sistema coloidal conjunto de la familia, absorbe a su hijo para que se convierta en ese pedazo de sí misma que le falta (que su madre le «enseñó» que le faltaba) y el pedazo que realmente le falta (el factor objetivo de su insuficiencia social). El hijo, aunque consiga abandonar el hogar y casarse, tal vez nunca llegue a ser más completo que ella, porque durante los años críticos de su «formación» fue como un apéndice de su cuerpo (su pene) y de su mente, el pene mental de ella o la eficiencia social que está socialmente prescrita. En la forma más extrema de esa simbiosis, el hijo puede tener sólo una salida, la de entregarse a una serie de actos que le procuren ser llamado esquizofrénico (alrededor del uno por ciento de la población es hospitalizada en un momento dado bajo ese marbete) y el traslado a la réplica de la familia que es el hospital para enfermos mentales. Tal vez la única forma de que las personas, íntimamente imbricadas las unas con las otras en el seno familiar y en las réplicas de la familia que son las instituciones sociales, puedan desplegarse gracias al calor del amor. La ironía del asunto consiste en que el amor sólo toma la temperatura adecuada para efectuar ese despliegue, una vez atravesada esa región —habitualmente considerada como ártica— del respeto total por la propia autonomía y del de cada una de las personas conocidas.

En segundo lugar, la familia se especializa en la formación de papeles para sus miembros más que en preparar las condiciones para la libre asunción de su identidad. No me refiero a la identidad en el congelado sentido esencialista, sino en el libremente cambiante, incierto, pero altamente activo sentido de ser uno quien es. Característicamente la familia adoctrina a los hijos en el deseado deseo de convertirse en determinado tipo de hijo o hija (luego marido, esposa, madre, padre) donándoles una «libertad», minuciosamente establecida, para desplazarse por los estrechos intersticios de una rígida trama de relaciones. En lugar de la temida posibilidad de que actuemos desde un centro de nosotros mismos, libremente elegido e inventado, de que estemos autocentrados en buen sentido, nos enseñan la sumisión o a asumir un modo excéntrico de estar en el mundo. Aquí excéntrico significa ser normal, estar situado de modo normal fuera del propio centro, que de esta manera se convierte en una olvidada región desde la cual sólo nos llegan los llamamientos de nuestros sueños, articulados en un lenguaje que hemos olvidado igualmente.

La mayor parte de nuestro empleo consciente del lenguaje no es más que un facsímil, pálido y chillón, de las extrañas lenguas que más profundamente resuenan en nuestros sueños y modos prerreflexivos de conciencia («inconsciente»).

Ser una persona normalmente excéntrica, bien educada, quiere decir que uno vive todo el tiempo en relación con los otros, y así es como este sistema falazmente escindido se origina en la adoctrinación familiar, de manera que funcionamos constantemente en los grupos sociales de la vida ulterior como una cara u otra de una dualidad. Esencialmente, se trata de una colusión que recae sobre el parámetro rechazo/aceptación de la propia libertad. Uno rechaza determinadas posibilidades propias y deposita en el otro esas posibilidades rechazadas, el cual, a su vez, deposita en uno posibilidades de un tipo opuesto. En la familia hay metida una antítesis entre «los que crían» (padres) y «los que reciben la crianza» (los hijos). Toda posibilidad de que los hijos «críen» a los padres está fuera de lugar. El «deber» socialmente impuesto de los padres elimina finalmente toda alegría que pueda mover la división de papeles. Esta estructura obligacional es trasladada posteriormente a los restantes sistemas institucionales, donde después ingresa la persona criada en la familia (por supuesto incluyo a las familias adoptivas y a los orfanatos, que se ajustan al mismo modelo). Una de las escenas más tristes que conozco es la de un niño de seis o siete años, que juega a la escuela, con pupitres y lecciones preparadas, bajo la mirada de los padres, exactamente tal como se hace en las escuelas primarias. ¿Cómo impedir esa abdicación y hacer impedir que el niño o la niña nos revelen su secreta sabiduría, que hacemos olvidar porque olvidamos que la hemos olvidado?

Other books

Pleasure by Jacquelyn Frank
Gone to Green by Judy Christie
The Matiushin Case by Oleg Pavlov, Andrew Bromfield
The Diamond Secret by Ruth Wind
Beneath the Honeysuckle Vine by McClure, Marcia Lynn


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024