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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

La muerte de la familia (15 page)

Un joven que en la primera entrevista que tuvimos me anunció que era «homosexual» (calificación de la que extraía cierta seguridad de autodefinición) me dio a leer una carta que le había escrito su madre. La carta hablaba de la aceleración de su corazón (había sido hospitalizada en diversas ocasiones debido a ataques
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cardíacos) al visitar el lago de Ginebra, del cual su hijo le había dicho que era el «lugar de su alma». Mientras leía la carta, que sin duda era una carta amorosa rezumante de pasión, sentí que cambiaba mi relación con el joven en el sentido que yo me transformaba en su madre más de lo que lo era su madre interna. El tono de mi voz cambió, se hizo más agudo con la distintiva cualidad Urmutter, mientras que la de él se masculinizaba. Habíamos inventado a sus padres, pero la diferencia estribaba en que, leyendo la carta de su madre, sentí la progresiva expulsión de su madre internalizada insertándose en mí, ya no como construcción teórica sino como experiencia auténtica.

Se quedó a solas con la tenue aparición de su padre. Poco a poco comprobó en las sesiones siguientes que sentía temor del temor de su padre por el amor (de éste) hacia él. Ello se concretó en su fantasía en una ecuación sexual-agresiva en la cual era fornicado-asaltado-masculinizado por una penetración orgásmica del «hombre» durante una deseada sesión de LSD conmigo.

La naturaleza ilusoria del deseo de este hombre se aclaró rápidamente, pero en general los psiquiatras se detienen en el mismo nivel de aspiración, y es entonces cuando empieza la violencia del tratamiento psiquiátrico. El «otro», que contiene la locura de la comunidad, debe ser reducido al silencio bajo el disfraz de la «atención» o hasta mediante una «conversión» antipaulina. Un esclarecedor fragmento de esta historia de horror es el diagnóstico y tratamiento de «homosexuales» mediante el método de aversión. A los hombres, que según deploran los psiquiatras, se quejan de tener deseos homosexuales, les ponen en el pene un artefacto que mide la fuerza de erección por el volumen sanguíneo del pene. Se les pone delante una serie de fotografías de hombres y mujeres desnudos. Cuando reaccionan ante los hombres desnudos aumentando la erección, reciben una descarga eléctrica; cuando responden al desnudo femenino reciben como «recompensa» el no recibir la descarga. Se ha calculado que alrededor del setenta por ciento de los hombres homosexuales se «convierten» tras esa experiencia. Pero hay una absoluta reserva con respecto a la actitud del investigador sobre su propia homosexualidad, sobre la reacción que en cualquier persona provoca el dolor de una descarga eléctrica y, sobre todo, con respecto a la calidad de los desnudos fotográficos. Lo único que parece interesar es la sumisión final. De nuevo, el criterio del tratamiento psiquiátrico con éxito es la sujeción a los valores dominantes en la sociedad. Cualquier respetable prostituta sería más respetuosa. Pero los psiquiatras no son prostitutas respetables. Debido al tipo de preparación que han recibido, los psiquiatras tienden a convertirse en hombres idénticos vestidos con los mismos trajes a rayas —con los mismos cordones de los zapatos atados con cuidado— con las mismas expresiones de cordialidad y el mismo acento de public school inglesa, o de Europa central, con el mismo torniquete en torno a sus cuellos que el que agarrota los cuellos de sus pacientes, cuellos que son a la vez suyos y de los pollos de granja que están en las carnicerías de la localidad. No tiene nada de sorprendente que Cerletti inventara el tratamiento del «electro-shock» bajo el hechizo de los mataderos de Roma; la inspiración que se deriva de los cambios de personalidad de los cerdos sacrificados a medias es el leitmotiv de los melodramas de la psiquiatría contemporánea.

En determinado momento de los seis primeros meses después del nacimiento, a determinados niños se les puede presentar una situación crítica. Al principio el bebé llora con un llanto semejante al de su madre, pero, por supuesto, ése es el llanto no llorado por la madre. Hay una cierta continuidad de estados entre la madre y el hijo, que se puede perpetuar simbióticamente por tiempo indefinido aun en la vida adulta, dejándonos a muchos situados en una tierra de nadie emocional y en un estado de no llorar la angustia no llorada de otro (la madre). Pero es entonces cuando la madre puede mostrar una instintiva capacidad de separarse de su bebé no haciendo callar automáticamente su llanto. De este modo demuestra una capacidad de contener su propia inquietud y dejar que el niño tenga la que le corresponde. En este caso ella puede percatarse de un cambio en la cualidad del llanto del bebé. Ya no es el llanto de ella, o mejor dicho, de los dos para convertirse en el llanto del bebé. En cierto sentido, los dos reconocerán y recordarán siempre la experiencia, si ésta llega a producirse, y su acontecer histórico se evidenciará indudablemente en la terapia.

En mi opinión esto sucede con poca frecuencia, y debido a que no ocurre nos encontramos con una gran abundancia de espíritu gregario compulsivo. Por ejemplo, las fiestas sociales, que son atomizaciones de personas pero colectivos sociales —el colectivo atomizado es distinto de los grupos de enfrentamiento frente a frente, en los cuales las personas se relacionan entre sí desde posiciones autónomas—.

El ruido que provoca una fiesta social rebasa la suma de las voces que hablan y la caracterización más adecuada que se me ocurre para ese sonido es la desesperación que hay en cada individuo por encontrar su llanto, el llanto del cual los privaron y que no pueden encontrar con otras gentes sino en determinada región desolada «a través» de otra gente. De este modo muchas personas asisten a reuniones en busca de una soledad correcta, pero inevitablemente se pierden por el camino porque no ven clara su necesidad y nunca imaginarían que asisten a la fiesta con el fin de no estar en ella. Así la auténtica soledad se pierde en un frenético aislamiento.

Tal vez fuera posible hablar de una fiesta distinta en el sentido de que la soledad sería más real de manera que la gente pudiera hablar libremente desde las profundidades de un orden interior que no exige nada del otro y que, por tanto, es el don puro del abyssus invocat ábyssum. La gente que fuera a esa fiesta se relacionaría de la siguiente manera: dos personas que acabaran de conocerse empezarían a charlar, pero habría un sentido previo de relación, puesto que una de las dos habría tenido una experiencia importante con un tercero o, en último término, tal vez con algún conocido de ese tercero. Esa «relación previa» no limita la espontaneidad, sino que en realidad condiciona la posibilidad de su surgimiento en la ocasión. No sugiero que se convierta la fiesta en una especie de austera sesión de trabajo, pero sí digo que el trabajo y cierta disciplina son necesarias en esta situación y que el placer que se puede gozar surge de ese trabajo previo. Como opuesto al ideal convencional de «buscando nuevas relaciones» con su inexorable cualidad de desesperación, sugiero un dialéctico retroceso hacia antiguas estructuras de relación que al mismo tiempo penetre en una región nueva. Parte del «trabajo de la fiesta», es innecesario decirlo, incluiría el libre desarrollo de unas abiertas relaciones sexuales, en la forma que sea, con un cuidado atento al derecho de cualquiera a decir que no, sin que ello se interpretase como un rechazo.

Por experiencia significativa entiendo todo acto, por breve que sea, de entrega total de la atención y de escrutación total de una persona en la otra. Ello puede consistir en la contemplación de un cuadro hecho por el otro, en la atenta escucha de una improvisación musical o en la lectura de un manuscrito suyo. O en una relación sexual en la cual se hagan pedazos ciertos tabúes, o en una sesión donde se ingieran drogas como la cannabis, que sirvan para una serena liberación; o en un encuentro terapéutico formal, o en determinada situación en la cual una persona debe cuidar de otra en un momento de angustia o de necesidad corporal.

Una grave limitación de la operatividad de los grupos políticos radicales es que estos actos elementales de comunión son o fragmentarios o simplemente no reconocidos, siendo sustituidos por un complejo multiplicado hasta el infinito de relaciones incestuosas, que evaden los antiguos problemas del incesto en vez de resolverlo, y perpetúan bloqueos sexuales que encubren una furia creciente pero inutilizable. La liberación debe terminar en el campo de batalla pero tiene que empezar en la cama. La cama es el lugar en que nacemos, dormimos, soñamos y hacemos el amor. Las armas tienen su lugar, por supuesto, pero la cama es tal vez el arma secreta no empleada de la revolución que debemos llevar a cabo.

Después de revolucionarios, locos. En un establecimiento de convalecencia psiquiátrica, que cuesta al gobierno una buena cantidad de dinero, los pacientes que han sido dados de alta por el hospital psiquiátrico son objeto de segregación sexual y la puerta entre las alas masculina y femenina puede abrirse pero sobre ella hay un ojo electrónico. Si se traspone ese umbral después de determinada hora, suena un timbre en el dormitorio del vigilante, que por supuesto está durmiendo (al menos) con su debidamente matrimoniada esposa. Para mucha gente que está hospitalizada como esquizofrénica el principal problema es la presentación mistificada del temor sexual que le han inculcado sus padres, de una forma que caricaturiza el difuso temor sexual que hay en la sociedad burguesa global.

Cuando tuve a mi cargo una unidad para jóvenes a los que se decía esquizofrénicos, dentro de la estructura del National Health Service (Servicio Nacional de la Salud), el pathos de carencia sexual era casi increíble. Un joven fue a Londres a visitar a una prostituta; poco después fue trasladado a una habitación aislada en otro hospital, lo cual fue hábilmente conseguido por sus padres después de pasar con él un fin de semana; condicionándolo para que nunca guardara un secreto consiguieron que les dijera la verdad. George Washington —el hombre que nunca mentía— tiene muchas cuentas que rendir. En lo que concierne a las familias, una de las experiencias principales de la terapia tiene que ser la adquisición de una adecuada capacidad de mentir, porque quien dice la mentira adecuada descubre la verdad de un sistema mendaz.

La llamada desegregación sexual de los hospitales psiquiátricos no es más que una nueva mistificación en una especie de prueba clínica que únicamente consigue aumentar el encarcelamiento. En la unidad a la que me he referido, propuse como método para ahorrar dinero al National Health Service que se contratara a uno o dos hombres o mujeres expertas (era un pabellón exclusivamente masculino) para que hicieran de prostitutas sagradas e iniciaran a los jóvenes —pagando, si era necesario, una cantidad adicional por las denominadas perversiones—. La técnica es muy importante en la sexualidad, pero la sexualidad es lo más temido por los servicios psiquiátricos que necesitan a sus locos y que sienten horror de perder su irracional razón de ser. Es así como se multiplican las clínicas de pacientes externos, las variedades de drogas tranquilizantes, los ojos electrónicos literales o metafóricos que, en interés de algún remoto y delirante ideal familiar, controlan destructivamente toda posibilidad extática de experiencia y todo intento de paso hacia la liberación.

La mayor parte de tranquilizantes hacen a la gente gorda e impotente pero indudablemente mansa. En realidad los pacientes se convierten en el sistemáticamente degradado otro yo del psiquiatra.

Bajo la sencillez de la sentencia de Wordsworth que «la poesía es la emoción rememorada en la calma», subyace una verdad no carente de importancia. La memoria supone un desmembramiento analítico de ciertas zonas de la experiencia y el reconocimiento posterior de ciertos modos del desmembramiento, que es la operación analítica. La disciplina inevitablemente se desliza y con frecuencia queda atrapada por el lenguaje verbal. En el sentido que le dio Freud la represión concierne, en gran medida, a la experiencia que «se arroja» de la mente y que debe encontrar el camino de retorno a la experiencia conocida a través del alambre de púas de las palabras. En cambio la rememoración es un acto esencialmente extraverbal de reunión de nuestra vida en una pieza a través de la experimentación de nuevo de algunos de nuestros momentos experienciales primeros. La disciplina en este caso —y es tan vigorosa aquí como en el caso de la memoria— no es analítica: es la definición de sectores de experiencia y la definición de límites de sectores e interrelaciones que atraviesan y trasponen esos límites; es más bien poética. La tranquilidad es importante, porque significa una verdadera soledad, la soledad de los primeros seis meses a la que me he referido, o sea estar físicamente solo o en compañía de alguien capaz de catalizar el desarrollo pero no de interponerse. El verdadero poeta sabe que las palabras, en su nivel más profundo, son irrelevantes para su experiencia que es la rememoración de sí mismos, asi que en realidad genera una violencia contra el lenguaje que le retuerce la nariz a las palabras y las perfora con un anillo y las conduce hacia la realidad de su experiencia rememorada. Si los poetas son los atletas de lo extraverbal, lo son también muchos esquizofrénicos.

Una gran parte del psicoanálisis tiende a convertirse en un análisis que reduzca las estructuras verbales que existen en el presente a estructuras preverbales que se remontan al tiempo de la propia vida cuando literalmente no podemos hablar, y luego avanzar hacia un presente resuelto. Creo que existe una continuidad extraverbal de la experiencia que sale de puntos del tiempo anteriores a nuestra concepción y nos envía hacia reinos que están más allá de los límites futuros de nuestra vida.

Creo que muchos esquizofrénicos operan durante mucho tiempo en esa continuidad extraverbal. Lo mismo hacen los poetas, pero los poetas hacen una concesión talentuda al mundo metiéndose de nuevo en la Palabra. La disciplina de la poesía, y hablo de la poesis en un sentido amplio que incluye la pintura, la música y otras formas artísticas, no debe consistir en el despliegue de letras sobre el papel, de pinturas sobre la tela, de notas sobre un pentagrama o en técnica instrumental, sino en una operación interior previa que es el trabajo artístico.

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