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Authors: H. G. Wells

Tags: #ciencia ficción

La máquina del tiempo (18 page)

El Viajero a través del Tiempo dejó la lámpara sobre el banco y recorrió con su mano la barra averiada.

—Ahora está muy bien —dijo—. El relato que les he hecho era cierto. Siento haberles traído aquí, al frío.

Cogió la lámpara y, en medio de un silencio absoluto, volvimos a la sala de fumar.

Nos acompañó al vestíbulo y ayudó al Director a ponerse el gabán. El Doctor le miraba a la cara, y, con cierta vacilación, le dijo que debía alterarle el trabajo excesivo, lo cual le hizo reír a carcajadas. Lo recuerdo de pie en el umbral, gritándonos buenas noches.

Tomé un taxi con el Director del periódico. Creía éste que el relato era una «brillante mentira». Por mi parte, me sentía incapaz de llegar a una conclusión. ¡Aquel relato era tan fantástico e increíble, y la manera de narrarlo tan creíble y serena! Permanecí desvelado la mayor parte de la noche pensando en aquello. Decidí volver al día siguiente y ver de nuevo al Viajero a través del Tiempo. Me dijeron que se encontraba en el laboratorio, y como me consideraban de toda confianza en la casa, fui a buscarle. El laboratorio, sin embargo, estaba vacío. Fijé la mirada un momento en la Máquina del Tiempo, alargué la mano y moví la palanca. A lo cual la masa rechoncha y sólida de aspecto osciló como una rama sacudida por el viento. Su inestabilidad me sobrecogió grandemente, y tuve el extraño recuerdo de los días de mi infancia cuando me prohibían tocar las cosas. Volví por el corredor. Me encontré al Viajero a través del Tiempo en la sala de fumar. Venía de la casa. Llevaba un pequeño aparato fotográfico debajo de un brazo y un saco de viaje debajo del otro. Se echó a reír al verme y me ofreció su codo para que lo estrechase, ya que no podía tenderme su mano.

—Estoy atrozmente ocupado —dijo— con esa cosa de allí.

—Pero ¿no es broma? —dije—. ¿Viajó usted realmente a través del tiempo?

—Así es real y verdaderamente.

Clavó francamente sus ojos en los míos. Vaciló. Su mirada vagó por la habitación.

—Necesito sólo media hora —continuó—. Sé por qué ha venido usted y es sumamente amable por su parte. Aquí hay unas revistas. Si quiere usted quedarse a comer, le probaré que viajé a través del tiempo a mi antojo, con muestras y todo. ¿Me perdona usted que le deje ahora?

Accedí, comprendiendo apenas entonces toda la importancia de sus palabras; y haciéndome unas señas con la cabeza se marchó por el corredor. Oí la puerta cerrarse de golpe, me senté en un sillón y cogí un diario. ¿Qué iba a hacer hasta la hora de comer? Luego, de pronto, recordé por un anuncio que estaba citado con Richardson, el editor, a las dos. Consulté mi reloj y vi que no podía eludir aquel compromiso. Me levanté y fui por el pasadizo a decírselo al Viajero a través del Tiempo.

Cuando así el picaporte oí una exclamación, extrañamente interrumpida al final, y un golpe seco, seguido de un choque. Una ráfaga de aire arremolinóse a mi alrededor cuando abría la puerta, y sonó dentro un ruido de cristales rotos cayendo sobre el suelo. El Viajero a través del Tiempo no estaba allí. Me pareció ver durante un momento una forma fantasmal, confusa, sentada en una masa remolineante —negra y cobriza—, una forma tan transparente que el banco de detrás con sus hojas de dibujos era absolutamente claro; pero aquel fantasma se desvaneció mientras me frotaba los ojos. La Máquina del Tiempo había partido. Salvo un rastro de polvo en movimiento, el extremo más alejado del laboratorio estaba vacío. Una de las hojas de la ventana acababa, al parecer, de ser arrancada.

Sentí un asombro irrazonable. Comprendí que algo extraño había ocurrido, y durante un momento no pude percibir de qué cosa rara se trataba. Mientras permanecía allí, mirando aturdido, se abrió la puerta del jardín, y apareció el criado.

Nos miramos. Después volvieron las ideas a mi mente.

—¿Ha salido su amo... por ahí? —dije.

—No, señor. Nadie ha salido por ahí. Esperaba encontrarle aquí.

Ante esto, comprendí. A riesgo de disgustar a Richardson, me quedé allí, esperando la vuelta del Viajero a través del Tiempo; esperando el segundo relato, quizá más extraño aún, y las muestras y las fotografías que traería él consigo. Pero empiezo ahora a temer que habré de esperar toda la vida. El Viajero a través del Tiempo desapareció hace tres años. Y, como todo el Mundo sabe, no ha regresado nunca.

Epílogo

No puede uno escoger, sino hacerse preguntas. ¿Regresará alguna vez? Puede que se haya deslizado en el pasado y caído entre los salvajes y cabelludos bebedores de sangre de la Edad de Piedra sin pulimentar; en los abismos del mar cretáceo; o entre los grotescos saurios, los inmensos animales reptadores de la época jurásica. Puede estar ahora —si se me permite emplear la frase— vagando sobre algún arrecife de coral Oolítico
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, frecuentado por los plesiosaurios, o cerca de los solitarios lagos salinos de la Edad Triásica. ¿O marchó hacia el futuro, hacia las edades próximas, en las cuales los hombres son hombres todavía, pero en las que los enigmas de nuestro tiempo están aclarados y sus problemas fastidiosos resueltos? Hacia la virilidad de la raza: pues yo, por mi parte, no puedo creer que estos días recientes de tímida experimentación de teorías incompletas y de discordias mutuas sean realmente la época culminante del hombre. Digo, por mi propia parte. Él, lo sé —porque la cuestión había sido discutida entre nosotros mucho antes de ser construida la Máquina del Tiempo—, no pensaba alegremente acerca del Progreso de la Humanidad, y veía tan sólo en el creciente acopio de civilización una necia acumulación que debía inevitablemente venirse abajo al final y destrozar a sus artífices. Si esto es así, no nos queda sino vivir como si no lo fuera. Pero, para mí, el porvenir aparece aún obscuro y vacío; es una gran ignorancia, iluminada en algunos sitios casuales por el recuerdo de su relato. Y tengo, para consuelo mío, dos extrañas flores blancas —encogidas ahora, ennegrecidas, aplastadas y frágiles— para atestiguar que aun cuando la inteligencia y la fuerza habían desaparecido, la gratitud y una mutua ternura aún se alojaban en el corazón del hombre.

Apéndice

Consideraciones generales

En mayo de 1938 millones de norteamericanos fueron presa del terror; una emisora de radio transmitió noticias que sobrecogieron sus ánimos: los marcianos habían invadido la Tierra y estaban aniquilando el planeta, abrasando pueblos, reduciendo a escombros ciudades enteras y exterminando todo tipo de fuerzas que osaban hacerles frente. El fin del Mundo parecía haber llegado. Durante ocho horas la emisora voceó angustiosamente el parte de guerra de aquella invasión y miles y miles de radioescuchas desalojaron a toda prisa sus hogares intentando distanciarse por todos los medios de aquella amenaza. La policía hubo de trabajar lo suyo para convencer a los asustados ciudadanos, que bloqueaban en su fuga caminos y carreteras, de que habían sido víctimas de un engaño. Ningún marciano de enorme cabeza había bajado a visitarnos. Aquella emisora que sembró el terror estaba retransmitiendo un espacio sobre ese tema. El talento de un joven director de programas especiales, Orson Welles, y el poder de las palabras fueron las causas de aquel pánico colectivo que ha pasado a la historia. Si gran parte del mérito de que aquella ficción se hiciese realidad corresponde a quien la puso en antena, no menores merecimientos recaen en el creador de la idea original y autor de la novela
La guerra de los mundos
, que fue la base del programa. Su nombre era el de Herbert George Wells, escritor de aquella historia cuyas palabras invadieron el Mundo.

Entorno social e histórico

Cuando el pequeño periódico local del pueblecillo de Bromley, situado en el condado inglés de Kent y a no mucha distancia de Londres, informó a su reducido y vecinal círculo de lectores sobre el feliz nacimiento en la tarde del 22 de septiembre de 1866 del niño Herbert George Wells, nada hacía prever que aquel sonrosado recién nacido sería uno de los testigos más lúcidos y afamados de su tiempo.

La época victoriana

La Inglaterra de aquel entonces atravesaba una de sus etapas históricas más características: la llamada época victoriana. Esta se corresponde con la dilatada permanencia en el trono británico de la reina Victoria, que, habiendo sido coronada en 1837, sostendría tal símbolo de realeza hasta su fallecimiento en 1901.

Los aconteceres sociopolíticos más destacados de la sociedad inglesa durante aquellos años fueron los siguientes:

• Continuación del desarrollo económico que, habiéndose iniciado en el siglo anterior con la denominada primera revolución industrial, sufrirá una aceleración tan acentuada en los últimos treinta años, que algunos autores hablan de una segunda revolución industrial, en la que el carbón será acompañado, en cuanto fuente de energía, por el petróleo y la electricidad.

• Expansión colonial de los países europeos, que, llevados por la necesidad de encontrar materias primas: algodón, caucho, madera, etc., se reparten el continente africano y el sur de Asia.

• Como consecuencia de la concentración de la población en las zonas fabriles, las ciudades crecen de forma intensiva y aparecen las primeras formaciones políticas del proletariado organizado en sindicatos —
Trade Unions
— y partidos de ideología socialista de carácter reformista.

Por otra parte y durante los años de la época victoriana en que vivió H. G. Wells, deberán destacarse dos fenómenos que tiñeron con relieves muy especiales la vida inglesa en aquel tiempo: el maquinismo y la moral victoriana.

• El maquinismo nace como efecto del espectacular avance de la ciencia y de la técnica, que permitió la aparición sucesiva de toda una serie de instrumentos hasta componer una especie de catálogo de maravillas científicas: el teléfono, el micrófono, el alumbrado eléctrico, el gramófono, el motor de gasolina, la máquina de escribir, la máquina de segar, el cine, etc.. Las máquinas parecen ocupar el lugar de los dioses, así como en el paisaje las chimeneas de las fábricas ocultan las tradicionales torres de campanario y el prestigio de los clérigos y humanistas se eclipsa ante el de los nuevos sacerdotes: los científicos, algunos de los cuales sentarán en este tiempo los pilares del Mundo contemporáneo como es el caso de Darwin, con su
Teoría sobre la evolución del hombre y las especies
; Pasteur, que dio al traste con la creencia inmemorial en la generación espontánea de los gérmenes, o Mendeleyev, que al publicar su
Tabla Periódica de los Elementos
creó las bases de la química moderna.

• La moral victoriana es un fenómeno sociológico que está correlacionado con la prosperidad material de la burguesía durante aquel tiempo y que provocó el que los valores éticos de este grupo social se convirtiesen en la única escala de valores aceptable socialmente: el autoritarismo patriarcal en la familia; la condena hipócrita de cualquier hecho relacionado con el sexo; la gazmoñería en las costumbres; la huida de cualquier referencia a lo desagradable de la vida y en general la defensa del orden establecido basándose en un respeto falso eran las claves de aquella vida social que se resistió duramente a aceptar cualquier tipo de cambio o innovación que alterase alguno de aquellos valores.

Europa de las guerras

Cuando H. G. Wells falleció en 1946 había sido testigo de las dos catástrofes bélicas mayores que ha presenciado el Mundo: la primera y segunda guerras mundiales. En 1914 y 1939 el Mundo fue escenario de unos enfrentamientos cuya causa última descansaba en las rivalidades nacionalistas que se habían forjado en los últimos años del siglo XIX. Aquellas guerras demostraron que las máquinas, creadas para la paz, podían fácilmente transformarse en herramienta de violencia y que el crecimiento económico tenía que ser reordenado para evitar tanto la explotación desmesurada de los trabajadores como la competencia salvaje de unos países con otros en su afán de encontrar materias primas baratas o acaparar mercados donde vender sus productos.

De entre los acontecimientos que jalonaron aquel tiempo y de los que el autor de
La máquina del tiempo
fue sin duda atento y estudioso espectador deben tenerse en cuenta la Revolución rusa de 1917, que supuso la toma del poder político y económico por el proletariado y por tanto la esperanza para muchos, desencantados más tarde, de que la utopía comunista podía ser una realidad; la gran crisis económica de 1929, que terminó con las ilusiones de quienes confiaban en un progreso continuo del bienestar general, y la publicación de los trabajos de Albert Einstein, sobre los que se fundamentaría la producción de la bomba atómica, cuya primera explosión tuvo lugar el mismo año
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en que murió nuestro autor y que encierra en su dualidad —átomos para la guerra/átomos para la paz— toda la tragedia de la aventura científica y social de nuestros tiempos.

El entorno cultural

Los hombres no son seres que vivan aislados sino seres sociales que nacen, se desarrollan y crean sumergidos en una sociedad determinada que delimita sus posibilidades. Pensamos a partir de lo que otros han pensado antes o piensan con nosotros, actuamos en una realidad social que nos encontramos hecha y que o bien aceptamos o bien intentamos con nuestra actividad variar. Elegimos nuestras ideas entre las ideas que nuestro tiempo ofrece. Somos a la vez herederos de un tiempo y creadores de un porvenir. Mal comprenderíamos la obra de H. G. Wells si no indicásemos, aunque sea brevemente, cuáles fueron los referentes literarios con los que hubo de convivir y entre los que tuvo que elegir.

Cuando H. G. Wells inició su obra literaria, el panorama de la novela inglesa estaba dominado por los continuadores de lo que se llama la gran época de la novela, aquella que forjaron novelistas como los franceses Balzac, Flaubert, o Zola, los ingleses Dickens, Jane Austen, o las hermanas Brönte, los norteamericanos Hawthorne y Melville, o los españoles Pérez Galdós y Valera. Los autores más cercanos a su época dentro de su país eran Thomas Hardy, George Meredith, y George Eliot, que continuaban cultivando la novela realista.

La generación literaria de nuestro escritor (entendiendo por generación un conjunto de escritores que comienzan a publicar en fechas semejantes) está a caballo temporalmente entre uno y otro siglo y literariamente entre la novela tradicional y la novela moderna. Algunos de los novelistas de su generación nos parecen hoy continuadores de la novela clásica decimonónica: Rudyard Kipling o John Galsworthy, mientras que otros parecen anunciar ya la novela contemporánea: Henry James, Joseph Conrad.

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