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Authors: H. G. Wells

Tags: #ciencia ficción

La máquina del tiempo (13 page)

El enemigo al que yo temía tal vez les sorprenda a ustedes. Era la obscuridad de la Luna nueva. Weena me había inculcado eso en la cabeza haciendo algunas observaciones, al principio incomprensibles, acerca de las Noches Obscuras. No era un problema muy difícil de adivinar lo que iba a significar la llegada de las Noches Obscuras. La Luna estaba en menguante: cada noche era más largo el período de obscuridad. Y ahora comprendí hasta cierto grado, cuando menos, la razón del miedo de los pequeños habitantes del Mundo Superior a las tinieblas. Me pregunté vagamente qué perversas infamias podían ser las que los Morlocks realizaban durante la Luna nueva.

Estaba casi seguro de que mi segunda hipótesis era totalmente falsa. La gente del Mundo Superior podía haber sido antaño la favorecida aristocracia y los Morlocks sus servidores mecánicos; pero aquello había acabado hacía largo tiempo. Las dos especies que habían resultado de la evolución humana declinaban o habían llegado ya a unas relaciones completamente nuevas. Los Eloi, como los reyes carlovingios
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, habían llegado a ser simplemente unas lindas inutilidades. Poseían todavía la Tierra por consentimiento tácito, desde que los Morlocks, subterráneos hacía innumerables generaciones, habían llegado a encontrar intolerable la superficie iluminada por el Sol. Y los Morlocks confeccionaban sus vestidos, infería yo, y subvenían a sus necesidades habituales, quizá a causa de la supervivencia de un viejo hábito de servidumbre. Lo hacían como un caballo encabritado agita sus patas, o como un hombre se divierte en matar animales por deporte: porque unas antiguas y fenecidas necesidades lo habían inculcado en su organismo. Pero, evidentemente, el antiguo orden estaba ya en parte invertido. La Némesis
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de los delicados hombrecillos se acercaba de prisa. Hacía edades, hacía miles de generaciones, el hombre había privado a su hermano el hombre de la comodidad y de la luz del Sol. ¡Y ahora aquel hermano volvía cambiado! Ya los Eloi habían empezado a aprender una vieja lección otra vez. Trababan de nuevo conocimiento con el Miedo. Y de pronto me vino a la mente el recuerdo de la carne que había visto en el mundo subterráneo. Parece extraño cómo aquel recuerdo me obsesionó; no lo despertó, por decirlo así, el curso de mis meditaciones, sino que surgió casi como una interrogación desde fuera. Intenté recordar la forma de aquello. Tenía yo una vaga sensación de algo familiar, pero no pude decir lo que era en aquel momento.

Sin embargo, por impotentes que fuesen los pequeños seres en presencia de su misterioso Miedo, yo estaba constituido de un modo diferente. Venía de esta edad nuestra, de esta prístina y madura raza humana, en la que el Miedo no paraliza y el misterio ha perdido sus terrores. Yo, al menos, me defendería por mí mismo. Sin dilación, decidí fabricarme unas armas y un albergue fortificado donde poder dormir. Con aquel refugio como base, podría hacer frente a aquel extraño Mundo con algo de la confianza que había perdido al darme cuenta de la clase de seres a que iba a estar expuesto noche tras noche. Sentí que no podría dormir de nuevo hasta que mi lecho estuviese a salvo de ellos. Me estremecí de horror al pensar cómo me habían examinado ya.

Vagué durante la tarde a lo largo del valle del Támesis, pero no pude encontrar nada que se ofreciese a mi mente como inaccesible. Todos los edificios y todos los árboles parecían fácilmente practicables para unos trepadores tan hábiles como debían ser los Morlocks, a juzgar por sus pozos. Entonces los altos pináculos del Palacio de Porcelana Verde y el bruñido fulgor de sus muros resurgieron en mi memoria; y al anochecer, llevando a Weena como una niña sobre mi hombro, subí a la colina, hacia el sudoeste. Había calculado la distancia en unas siete u ocho millas, pero debía estar cerca de las dieciocho. Había yo visto el palacio por primera vez en una tarde húmeda, en que las distancias disminuyen engañosamente. Además, perdí el tacón de una de mis botas, y un clavo penetraba a través de la suela —eran unas botas viejas, cómodas, que usaba en casa—, por lo que cojeaba. Y fue ya largo rato después de ponerse el Sol cuando llegué a la vista del palacio, que se recortaba en negro sobre el amarillo pálido del cielo.

Weena se mostró contentísima cuando empecé a llevarla, pero pasado un rato quiso que la dejase en el suelo, para correr a mi lado, precipitándose a veces a coger flores que introducía en mis bolsillos. Estas habían extrañado siempre a Weena, pero al final pensó que debían ser una rara clase de búcaros para adornos florales. ¡Y esto me recuerda...! Al cambiar de chaqueta he encontrado...

El Viajero a través del Tiempo se interrumpió, metió la mano en el bolsillo y colocó silenciosamente sobre la mesita dos flores marchitas, que no dejaban de parecerse a grandes malvas blancas. Luego prosiguió su relato.

Cuando la quietud del anochecer se difundía sobre el Mundo y avanzábamos más allá de la cima de la colina hacia Wimbledon, Weena se sintió cansada y quiso volver a la casa de piedra gris. Pero le señalé los distantes pináculos del Palacio de Porcelana Verde, y me las ingenié para hacerle comprender que íbamos a buscar allí un refugio contra su miedo ¿Conocen ustedes esa gran inmovilidad que cae sobre las cosas antes de anochecer? La brisa misma se detiene en los árboles. Para mí hay siempre un aire de expectación en esa quietud del anochecer. El cielo era claro remoto y despejado, salvo algunas fajas horizontales al fondo, hacia poniente. Bueno, aquella noche la expectación tomó el color de mis temores. En aquella obscura calma mis sentidos parecían agudizados de un modo sobrenatural. Imaginé que sentía incluso la tierra hueca bajo mis pies: y que podía, realmente, casi ver a través de ella a los Morlocks en su hormiguero, yendo de aquí para allá en espera de la obscuridad. En mi excitación me figuré que recibieron mi invasión de sus madrigueras como una declaración de guerra. ¿Y por qué habían cogido mi Máquina del Tiempo?

Así pues, seguimos en aquella ciudad, y el crepúsculo se adensó en la noche. El azul claro de la distancia palideció, y una tras otra aparecieron las estrellas. La tierra se tornó gris obscura y los árboles negros. Los temores de Weena y su fatiga aumentaron. La cogí en mis brazos, le hablé y la acaricié. Luego, como la obscuridad aumentaba, me rodeó ella el cuello con sus brazos, y cerrando los ojos, apoyó apretadamente su cara contra mi hombro. Así descendimos una larga pendiente hasta el valle y allí, en la obscuridad, me metí casi en un pequeño río. Lo vadeé y ascendí al lado opuesto del valle, más allá de muchos edificios-dormitorios y de una estatua —un Fauno o una figura por el estilo— sin cabeza. Allí también había acacias. Hasta entonces no había visto nada de los Morlocks, pero la noche se hallaba en su comienzo y las horas de obscuridad anteriores a la salida de la Luna nueva no habían llegado aún.

Desde la cumbre de la cercana colina vi un bosque espeso que se extendía, amplio y negro, ante mí. Esto me hizo vacilar. No podía ver el final, ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Sintiéndome cansado —el pie en especial me dolía mucho— bajé cuidadosamente a Weena de mi hombro al detenerme, y me senté sobre la hierba. No podía ya ver el Palacio de Porcelana Verde, y dudaba sobre la dirección a seguir. Escudriñé la espesura del bosque y pensé en lo que podía ocultar. Bajo aquella densa maraña de ramas no debían verse las estrellas. Aunque no existiese allí ningún peligro emboscado —un peligro sobre el cual no quería yo dar rienda suelta a la imaginación—, habría, sin embargo, raíces en que tropezar y troncos contra los cuales chocar. Estaba rendido, además, después de las excitaciones del día; por eso decidí no afrontar aquello, y pasar en cambio la noche al aire libre en la colina.

Me alegró ver que Weena estaba profundamente dormida. La envolví con cuidado en mi chaqueta, y me senté junto a ella para esperar la salida de la Luna. La ladera estaba tranquila y desierta, pero de la negrura del bosque venía de vez en cuando una agitación de seres vivos. Sobre mí brillaban las estrellas, pues la noche era muy clara. Experimentaba cierta sensación de amistoso bienestar con su centelleo. Sin embargo, todas las vetustas constelaciones habían desaparecido del cielo; su lento movimiento, que es imperceptible durante centenares de vidas humanas, las había, desde hacía largo tiempo, reordenado en grupos desconocidos. Pero la Vía Láctea, me parecía, era aún la misma banderola harapienta de polvo de estrellas de antaño. Por la parte sur (según pude apreciar) había una estrella roja muy brillante, nueva para mí; parecía aún más espléndida que nuestra propia y verde Sirio
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. Y entre todos aquellos puntos de luz centelleante, brillaba un planeta benévola y constantemente como la cara de un antiguo amigo.

Contemplando aquellas estrellas disminuyeron mis propias inquietudes y todas las seriedades de la vida terrenal. Pensé en su insondable distancia, y en el curso lento e inevitable de sus movimientos desde el desconocido pasado hacia el desconocido futuro. Pensé en el gran ciclo precesional
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que describe el eje de la Tierra. Sólo cuarenta veces se había realizado aquella silenciosa revolución durante todos los años que había yo atravesado. Y durante aquellas escasas revoluciones todas las actividades, todas las tradiciones las complejas organizaciones, las naciones, lenguas, literaturas, aspiraciones, hasta el simple recuerdo del Hombre tal como yo lo conocía, habían sido barridas de la existencia. En lugar de ello quedaban aquellas ágiles criaturas que habían olvidado a sus antepasados, y los seres blancuzcos que me aterraban.. Pensé entonces en el Gran Miedo que separaba a las dos especies, y por primera vez, con un estremecimiento repentino, comprendí claramente de dónde procedía la carne que había yo visto. ¡Sin embargo, era demasiado horrible! Contemplé a la pequeña Weena durmiendo junto a mí, su cara blanca y radiante bajo las estrellas, e inmediatamente deseché aquel pensamiento.

Durante aquella larga noche aparté de mi mente lo mejor que pude a los Morlocks, y entretuve el tiempo intentando imaginar que, podía encontrar las huellas de las viejas constelaciones en la nueva confusión. El cielo seguía muy claro, aparte de algunas nubes como brumosas. Sin duda me adormecí a ratos. Luego, al transcurrir mi velada, se difundió una débil claridad por el cielo, al este, como reflejo de un fuego incoloro, Y salió la Luna nueva, delgada, puntiaguda y blanca. E inmediatamente detrás, alcanzándola e inundándola, llegó el alba, pálida al principio, y luego rosada y ardiente. Ningún Morlock se había acercado a nosotros. Realmente, no había yo visto ninguno en la colina aquella noche. Y con la confianza que aportaba el día renovado, me pareció casi que mi miedo había sido irrazonable. Me levanté, y vi que mi pie calzado con la bota sin tacón estaba hinchado por el tobillo y muy dolorido bajo el talón; de modo que me senté, me quité las botas, y las arrojé lejos.

Desperté a Weena y nos adentramos en el bosque, ahora verde y agradable, en lugar de negro y aborrecible. Encontramos algunas frutas con las cuales rompimos nuestro ayuno. Pronto encontramos a otros delicados Eloi, riendo y danzando al Sol como si no existiera en la Naturaleza esa cosa que es la noche. Y entonces pensé otra vez en la carne que había visto. Estaba ahora seguro de lo que era aquello, y desde el fondo de mi corazón me apiadé de aquel último y débil arroyuelo del gran río de la Humanidad. Evidentemente, en cierto momento del Largo Pasado de la decadencia humana, el alimento de los Morlocks había escaseado. Quizá habían subsistido con ratas y con inmundicias parecidas. Aun ahora el hombre es mucho menos delicado y exclusivo para su alimentación que lo era antes; mucho menos que cualquier mono. Su prejuicio contra la carne humana no es un instinto hondamente arraigado. ¡Así pues, aquellos inhumanos hijos de los hombres...! Intenté considerar la cosa con un espíritu científico. Después de todo, eran menos humanos y estaban más alejados que nuestros caníbales antepasados de hace tres o cuatro mil años. Y la inteligencia que hubiera hecho de ese estado de cosas un tormento había desaparecido. ¿Por qué inquietarme? Aquellos Eloi eran simplemente ganado para cebar, que, como las hormigas, los Morlocks preservaban y consumían, y a cuya cría tal vez atendían. ¡Y allí estaba Weena bailando a mi lado!

Intenté entonces protegerme a mí mismo del horror que me invadía, considerando aquello como un castigo riguroso del egoísmo humano. El hombre se había contentado con vivir fácil y placenteramente a expensas del trabajo de sus hermanos, había tomado la Necesidad como consigna y disculpa, y en la plenitud del tiempo la Necesidad se había vuelto contra él. Intenté incluso una especie de desprecio a lo Carlyle
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de esta mísera aristocracia en decadencia. Pero esta actitud mental resultaba imposible. Por grande que hubiera sido su degeneración intelectual, los Eloi habían conservado en demasía la forma humana para no tener derecho a mi simpatía y hacerme compartir a la fuerza su degradación y su miedo.

Tenía yo en aquel momento ideas muy vagas sobre el camino que seguir. La primera de ellas era asegurarme algún sitio para refugio, y fabricarme yo mismo las armas de metal o de piedra que pudiera idear. Esta necesidad era inmediata. En segundo lugar, esperaba proporcionarme algún medio de hacer fuego, teniendo así el arma de una antorcha en la mano, porque yo sabía que nada sería más eficaz que eso contra aquellos Morlocks. Luego, tenía que idear algún artefacto para romper las puertas de bronce que había bajo la Esfinge Blanca. Se me ocurrió hacer una especie de ariete. Estaba persuadido de que si podía abrir aquellas puertas y tener delante una llama descubriría la Máquina del Tiempo y me escaparía. No podía imaginar que los Morlocks fuesen lo suficientemente fuertes para transportarla lejos. Estaba resuelto a llevar a Weena conmigo a nuestra propia época. Y dando vueltas a estos planes en mi cabeza proseguí mi camino hacia el edificio que mi fantasía había escogido para morada nuestra.

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