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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (46 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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»Hemos llegado, señora. Una estancia cómoda y limpia, con un fuego bien provisto y una cama, por si deseas acostarte. ¿Qué te apetece con la comida, vino blanco o tinto?

Hugh recorrió despacio los pasillos y salones de la fortaleza, tomándose tiempo para disfrutar de aquel regreso a un entorno tan familiar. Nada había cambiado. Nada, excepto él. Por eso no había vuelto allí, pese a saber que habría sido bien acogido. No lo habrían entendido y no habría podido explicarse. Los kir tampoco habían comprendido, pero no hacían preguntas.

Muchos miembros de la Hermandad habían acudido a morir allí. Algunos de los más viejos, como el Anciano, volvían para pasar sus últimos años entre aquellos que habían sido su única familia, una familia más leal y más unida que la mayoría.

Otros, más jóvenes, llegaban para recuperarse de sus heridas —gajes del oficio— o a morir de ellas. La mayor parte de las veces, el paciente se recuperaba. Como consecuencia de su larga relación con la muerte, la Hermandad había alcanzado considerables conocimientos en el tratamiento de las heridas de puñal, de espada y de flecha, así como de las mordeduras y zarpazos de dragón, y había descubierto antídotos para ciertos venenos.

La Hermandad contaba entre sus miembros con magos expertos en contrarrestar hechizos formulados por otros magos y en levantar encantamientos de anillos malditos y cosas parecidas. Hugh
la Mano
había adquirido también algunos conocimientos gracias a los monjes kir, cuya labor los llevaba siempre entre los muertos y cuyos magos habían desarrollado hechizos de protección contra el contagio y la contaminación.
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«Podría haber acudido aquí —reflexionó Hugh mientras daba unas chupadas a la pipa, estudiando los lóbregos pasadizos con nostálgico interés—. Pero ¿qué les habría dicho? No estoy enfermo de una herida mortal, sino de una que es inmortal.»

Sacudió la cabeza y apresuró el paso. Ciang le haría preguntas, de todos modos, pero Hugh tenía ahora algunas respuestas y, dado que se encontraba allí por cuestión de negocios, Ciang no insistiría. Al menos, no tal como lo habría hecho si se hubiera presentado allí al principio.

Subió una escalera de caracol y llegó a un pasadizo desierto y en sombras. A cada lado había una serie de puertas cerradas. Al fondo, una de ellas estaba abierta y la luz que surgía de ella se derramaba por el pasillo. Hugh avanzó hacia la luz y se detuvo al llegar al umbral para dar tiempo a que sus ojos se acostumbraran a la claridad después del paseo por el oscuro interior de la fortaleza.

En el interior había tres personas. Dos le resultaron desconocidas: un hombre y un muchacho que no llegaba a los veinte años. A la tercera, Hugh la conocía muy bien. Ella se volvió para darle la bienvenida. Sin alzarse del escritorio tras el cual estaba sentada, ladeó la cabeza y lo miró con unos ojos rasgados y astutos que lo captaban todo y no revelaban nada.

—Entra —dijo—. Y bienvenido.

Hugh limpió de cenizas la pipa golpeándola contra la pared del pasillo y guardó la cachimba en un bolsillo del chaleco de cuero.

—Ciang
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—dijo, penetrando en la estancia. Se detuvo ante ella e hizo una profunda reverencia.

—Hugh
la Mano
.

La mujer le tendió la mano. Hugh posó los labios en ella, un gesto que pareció divertirla.

—¿Besas esta mano vieja y arrugada?

—Con sumo honor, Ciang —respondió Hugh ardientemente. Y era sincero. Ella le sonrió. Ciang era anciana, uno de los seres vivos más ancianos de Ariano, pues era una elfa, y longeva incluso para los de su raza.

Su rostro era una red de arrugas, con la piel tersa sólo sobre los pómulos salientes y la nariz afilada, aguileña, blanca como un pedazo de marfil.

Seguía la costumbre elfa de pintarse los labios, y el rojo fluía entre las arrugas como minúsculos riachuelos de sangre. Su cabeza, desprovista de cabello desde hacía mucho, aparecía siempre absolutamente calva. Ciang le hacía ascos a las pelucas y, en realidad, no las necesitaba puesto que su cráneo era liso y bien formado. Y la elfa era consciente del efecto desconcertante que producía en la gente, del poder de la mirada de sus brillantes ojos azules incrustados en aquel cráneo de color de hueso.

—Una vez, los príncipes se batieron a muerte por el privilegio de besar esta mano, cuando era fina y delicada... —dijo.

—Todavía lo harían, Ciang —aseguró Hugh—. Algunos de ellos estarían sumamente felices de ello.

—Sí, amigo mío, pero no por mi belleza. En cualquier caso, lo que tengo ahora es mejor. No volvería atrás. Siéntate aquí, Hugh, a mi derecha. Serás testigo de la admisión de este joven.

Con un gesto, Ciang le indicó que acercara una silla. Hugh se disponía a hacerlo cuando el joven se apresuró a ayudarlo.

—Per... permitidme, señor —balbució el muchacho, sonrojado.

Levantó una pesada silla de aquella preciada madera tan escasa en Ariano y la colocó donde Ciang había indicado, a su derecha.

—¿Eres..., eres de verdad Hugh
la Mano
? —tartamudeó de nuevo el muchacho, al tiempo que dejaba la silla en su sitio y retrocedía para contemplarlo.

—Lo es, en efecto —respondió Ciang—. Pocos obtienen el honor de la Mano. Quizás algún día la alcances tú, pero, de momento, ahí tienes a quien lo ostenta.

—No..., no puedo creerlo. —El muchacho parecía abrumado—. ¡Pensar que Hugh
la Mano
estará presente en mi investidura! Yo..., yo... —le faltaron las palabras.

Su acompañante, a quien Hugh no reconoció, alargó la mano y dio un tirón de la manga al joven, indicándole que retrocediera hasta su lugar, al extremo del escritorio de Ciang. El joven se retiró con la torpeza de movimientos de la juventud y, en una ocasión, tropezó con sus propios pies.

Hugh no dijo nada y miró a Ciang. La elfa inició una sonrisa en la comisura de los labios, pero se compadeció del joven y contuvo la risa.

—Una digna y apropiada muestra de respeto de un joven a quien lo supera en años —comentó gravemente—. Se llama John Darby. Su padrino es Ernst Twist. Me parece que no os conocíais.

Hugh hizo un gesto de negativa. Ernst lo imitó, le dirigió una mirada a hurtadillas y, con una ligera reverencia, se llevó la mano a la frente en un torpe gesto de respeto, propio de un patán. El hombre parecía un campesino palurdo, vestido con ropas remendadas, un sombrero grasiento y unos zapatos rotos. Pese a ello, no era ningún patán y quienes lo tomaban por tal nunca vivían lo suficiente, probablemente, como para poder lamentarse de su error. Sus manos eran finas, de dedos largos, y evidenciaban que nunca habían hecho trabajos pesados. Y sus ojos fríos, que en ningún momento habían mirado directamente a Hugh, tenían un aire peculiar, un fulgor rojizo que
la Mano
encontró desconcertante.

—Las cicatrices de Twist aún son recientes —dijo Ciang—, pero ya ha progresado de vaina a punta. Llegará a hoja antes de que acabe el año.

Un gran elogio, procediendo de quien lo hacía.
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Hugh observó al individuo con desagrado. Aquél era un asesino que «mataría por un plato de asado», como decía el refrán.
La Mano
adivinó, por una cierta tensión y frialdad en su tono de voz, que Ciang compartía su sensación de desagrado. Sin embargo, la Hermandad necesitaba miembros de todas clases y el dinero de aquél era tan bueno como el de cualquiera. Mientras Ernst Twist se atuviera a las reglas de la Hermandad, el modo en que quebrantara las leyes del hombre y de la naturaleza era asunto suyo, por vil que fuese.

—Twist necesita un socio —continuó Ciang—. Ha presentado a este joven, John Darby, y después de revisar su propuesta he accedido a admitirlo en la Hermandad en las condiciones de costumbre.

Ciang se puso en pie y lo mismo hizo Hugh. La elfa era alta y se sostenía muy erguida. Una ligera caída de hombros era su única concesión a la edad. Su larga túnica, de la seda más fina, estaba tejida con el arco iris de colores y los fantásticos diseños que tanto gustaban a los elfos. Ciang era una presencia regia, hechizadora e impresionante en su majestuosidad.

El joven —sin duda un asesino a sangre fría, ya que no habría conseguido la admisión sin haber dado alguna prueba de su pericia— se encogió, sonrojado y nervioso, casi como si se fuera a marear.

Su acompañante le dio un golpe seco en la espalda al tiempo que murmuraba:

—Ponte erguido. Pórtate como un hombre.

El muchacho tragó saliva, se enderezó, exhaló un profundo suspiro y, con los labios casi blancos, anunció:

—Estoy dispuesto.

Ciang dirigió una mirada de reojo a Hugh y entornó los párpados como diciendo, «en fin, todos hemos sido jóvenes alguna vez». Con uno de sus largos dedos, señaló una caja de madera con incrustaciones de gemas deslumbrantes colocada en el centro del escritorio.

Hugh se inclinó hacia adelante, tomó la caja entre las manos respetuosamente y la colocó al alcance de la elfa. Luego, abrió la tapa. En el interior había una daga de hoja afilada cuya empuñadura de oro tenía la forma de una mano abierta con los dedos juntos. El pulgar extendido formaba la cruz. Ciang extrajo el arma, manejándola con delicadeza. La luz del fuego se reflejó en la hoja, afilada como una cuchilla, y la hizo arder.

—¿Eres diestro o zurdo? —inquirió la elfa.

—Diestro —dijo John Darby. Unas gotas de sudor resbalaban de sus sienes y corrían por sus mejillas.

—Dame tu diestra —ordenó Ciang.

El joven adelantó la mano, con la palma abierta hacia ella.

—Tu padrino puede prestarte ayuda...

—¡No! —dijo el muchacho con un jadeo. Pasándose la lengua por los labios resecos, rechazó el brazo que le ofrecía Twist—. Puedo soportarlo solo.

Ciang expresó su aprobación arqueando una ceja.

—Sostén la mano como es debido —indicó—. Hugh, muéstrale cómo.

Hugh tomó una vela de la repisa de la chimenea, la llevó al escritorio y la depositó en él. El resplandor de la llama brilló en la madera pulimentada, una madera salpicada y teñida de manchas oscuras. El muchacho contempló las manchas, y el color huyó de su rostro.

Ciang esperó.

John Darby apretó los labios y acercó más la mano.

—Estoy preparado —repitió.

La elfa asintió. Levantó la daga por la empuñadura, con la hoja apuntada hacia abajo.

—Coge la hoja como si fuera el mango —ordenó Ciang.

John Darby lo hizo, cerrando la mano en torno al acero con cautela. La empuñadura en forma de mano descansó en la suya, con el pulgar de la cruz paralelo al suyo. Ahora se oía la respiración acelerada del muchacho.

—Aprieta —ordenó Ciang, fría e impasible.

John Darby contuvo el aliento un instante. Casi cerró los ojos, pero reaccionó a tiempo. Con una mirada avergonzada a Hugh, el joven se obligó a mantenerlos abiertos. Tragó saliva y apretó la mano en torno a la hoja de la daga.

De nuevo, contuvo la respiración con un jadeo, pero no emitió otro sonido. Unas gotas de sangre cayeron sobre el escritorio, y un fino reguero del líquido rojo corrió por el antebrazo del muchacho.

—Hugh, la correa —indicó Ciang.

La Mano
llevó la mano a la caja y extrajo una tirilla de suave cuero, de la anchura de un par de dedos humanos. El símbolo de la Hermandad formaba un dibujo a lo largo de la correa. También ésta mostraba manchas oscuras en algunas zonas.

—Dásela al padrino —dijo la elfa.

Hugh entregó la correa a Ernst Twist, quien la tomó en sus manos de largos dedos, unas manos que sin duda estaban manchadas con las mismas salpicaduras oscuras que rociaban el cuero.

—Átalo —ordenó Ciang.

Entretanto, John Darby había permanecido allí plantado, apretando la daga entre su mano. La sangre rezumaba de la empuñadura. Ernst pasó la correa en torno a la mano del joven, la ató con fuerza y dejó libres los extremos de la tirilla. Cogió uno de ellos y lo sostuvo entre sus dedos. Hugh cogió el otro y miró a Ciang. Ella asintió.

Los dos hombres tiraron de los extremos de la correa con energía, y el filo de la daga se hundió más profundamente en la mano del novicio, hasta el hueso. La sangre brotó con más fuerza. John Darby no pudo contener el dolor, y de su garganta surgió un grito agónico, estremecedor. Cerró los ojos, se tambaleó y se apoyó contra la mesa. Después tragó saliva, entre acelerados jadeos, y se irguió de nuevo con la mirada vuelta hacia Ciang. La sangre goteó sobre el escritorio.

La elfa sonrió como si hubiera probado un sorbo de aquella sangre y la hubiese encontrado de su gusto.

—Ahora, repetirás el juramento de la Hermandad.

Así lo hizo el muchacho, evocando entre una bruma de dolor las palabras que había aprendido laboriosamente de memoria. En adelante, las llevaría grabadas en su mente, tan indelebles como las cicatrices de la ceremonia de iniciación en la palma de su mano.

Completado el juramento, John permaneció firme, rechazando con un gesto de cabeza la ayuda de su padrino. Ciang sonrió al muchacho con una mueca que, por un fugaz instante, evocó en el rostro envejecido un asomo de la que debía de haber sido una notable belleza.

La elfa posó sus dedos sobre la mano torturada.

—Lo encuentro aceptable. Quitadle la correa.

Hugh hizo lo que pedía y desató la tira de cuero de la mano ensangrentada de John Darby. El joven abrió ésta lentamente, con esfuerzo, pues tenía los dedos pegajosos y entumecidos. Ciang retiró la daga de la mano temblorosa.

Entonces, cuando todo hubo terminado y la excitación antinatural hubo cedido, llegó la debilidad. John Darby se miró la mano, la carne abierta, el latir de la sangre roja que manaba de sus heridas, y de pronto fue consciente del dolor como no lo había sentido hasta aquel momento. Con una palidez enfermiza en el rostro, se tambaleó, inseguro. En esta ocasión agradeció el brazo de Ernst Twist, que lo sostuvo en pie.

—Puedes sentarlo —dijo Ciang.

Dándose la vuelta, entregó la daga ensangrentada a Hugh, quien tomó el arma y la lavó en un cuenco de agua traído a propósito para tal fin. Cuando hubo terminado, secó la daga minuciosamente con un paño blanco y limpio y se la devolvió a la anciana elfa. Ciang guardó el arma ceremonial y la cinta de cuero en la caja y devolvió ésta a su lugar en el centro del escritorio. La sangre derramada sobre éste impregnaría la madera, mezclando la del joven Darby con la de incontables otros que se habían sometido a la misma ceremonia.

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