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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (43 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—Por la sensación del viento en la cara —respondió Hugh con una sonrisa. Se deslizó hacia adelante en el asiento, alargó los brazos por ambos costados del cuerpo de Iridal y tomó las riendas de sus manos—. Tú, limítate a invocar la tormenta.

—¿Es preciso que hagas eso? —inquirió ella, incómoda ante la avasalladora proximidad del hombre, cuyo cuerpo se apretaba contra el suyo y cuyos firmes brazos la rodeaban—. Dime qué dirección quieres tomar y yo me encargaré de guiar al dragón.

—No —contestó Hugh—. Yo me guío por el tacto; la mayor parte del tiempo, ni siquiera soy consciente de que lo hago. Apóyate en mí y estarás más protegida de la lluvia. Y relájate, señora. Esta noche nos espera una larga travesía. Duerme, si puedes. Donde vamos, el sueño será un lujo que pocas noches podremos permitirnos.

Iridal permaneció tensa y rígida unos momentos más; luego, con un suspiro, apoyó la espalda contra el pecho del hombre. Él se movió ligeramente para que la mujer se acomodara mejor y la ciñó con más fuerza entre sus brazos.

Asió las riendas con mano firme y experimentada. El dragón, al notar el cambio de conductor, se tranquilizó y su vuelo se hizo más uniforme. Iridal pronunció en voz baja el hechizo, cuyas palabras arrancaron grandes nubes del lejano Firmamento y las hicieron descender hasta envolver a montura y jinetes en un velo de bruma húmedo e impenetrable. No tardó en empezar a llover.

—No puedo mantener el hechizo mucho tiempo —anunció ella, notando cómo el sueño la vencía por momentos. La lluvia le azotaba el rostro con suavidad y la mujer se acurrucó aún más entre los brazos de Hugh.

—No será preciso que lo hagas.

Triano no era amigo de incomodidades, reflexionó Hugh. Seguro que no los perseguiría bajo una tormenta como aquélla. Sobre todo, cuando creía saber adonde se dirigían.

—Temes que alguien nos siga, ¿verdad? —apuntó Iridal.

—Digamos, simplemente, que no me gusta correr riesgos —repuso su acompañante.

Volaron en la noche bajo la tormenta, sumidos en un silencio tan cálido y confortable que ninguno de los dos quiso perturbarlo. Iridal podría haber insistido en sus preguntas, pues sabía que era muy improbable que los monjes kir trataran de seguirlos. ¿A quién, pues, temía Hugh?

Sin embargo, no dijo nada. Había prometido no hacerlo y se proponía cumplir su palabra. De hecho, se alegraba de que Hugh le hubiera exigido aquella condición. Iridal no quería preguntar nada. No quería saber nada.

Se llevó la mano al pecho y la posó sobre el amuleto de la pluma que llevaba oculto bajo la ropa y que la ponía en contacto mental con su hijo. Hugh no sabía nada al respecto y ella no pensaba contárselo. Estaba segura de que lo desaprobaría; probablemente, se enfurecería si se enteraba. Pero Iridal no estaba dispuesta a romper aquel vínculo con su pequeño, perdido hacía tanto tiempo y, ahora, milagrosamente reencontrado. Hugh tenía sus secretos, se dijo. Ella también guardaría los suyos.

Apoyada entre los brazos del hombre, agradeciendo su fuerza y su presencia acogedora, Iridal borró de su mente el pasado, con sus amargas penas y sus auto recriminaciones aún más acerbas, y el futuro con sus peligros ineludibles. Borró de su mente ambas cosas con la misma facilidad con que había entregado las riendas del dragón para que fuera otro quien lo guiara. Llegaría un día en que necesitaría cogerlas de nuevo con sus propias manos, en que tal vez incluso tendría que pelear para nacerse con ellas. Pero, hasta entonces, no había nada malo en seguir el consejo de Hugh de relajarse y dormir.

Hugh notó que Iridal dormía sin necesidad de verla. La lluvia que empapaba la oscuridad era una tupida cortina que impedía el paso del leve resplandor de la coralita y hacía que el suelo y el cielo se fundieran sin solución de continuidad. Tomando las riendas con una sola mano, empleó la otra para cubrir a la mujer con su capa, formando una especie de tienda de campaña bajo la cual mantenerla seca y caliente.

En su mente, las palabras de Triano se repetían una y otra vez, sin descanso:

«Sólo tenías una cosa que te hacía destacar entre los asesinos de tu ralea, Hugh
la Mano
.

»El honor... El honor... El honor...»

—¿Hablaste con él, Triano? ¿Lo reconociste?

—Sí, Majestad.

Stephen se frotó el mentón entre la barba.

—Hugh
la Mano
vive y ha estado vivo todo este tiempo. Iridal nos mintió.

—No se le puede reprochar que lo hiciera, señor —reflexionó su mago y consejero.

—¡Qué estúpidos hemos sido al creerla! ¡Un hombre con la piel azul! Y que el estúpido de Alfred partió en busca del muchacho. ¡Pero si Alfred sería incapaz de encontrarse a sí mismo, en la oscuridad! ¡Esa misteriarca intrigante nos engañó desde el principio!

—No estoy tan seguro, Majestad —respondió Triano, pensativo—. Alfred siempre se guardaba más, mucho más, de lo que dejaba saber. Y, respecto al hombre de la piel azul, yo mismo he encontrado interesantes referencias en los libros que los misteriarcas trajeron consigo...

—Todo eso que me cuentas, ¿tiene algo que ver con Bane o con Hugh
la Mano
? —inquirió Stephen, irritado.

—No, señor —dijo el consejero—. Pero puede resultar importante más adelante.

—Entonces, ya lo trataremos cuando llegue el momento.
¿La Mano
hará lo que le has dicho?

—No estoy seguro, señor. Ojalá lo estuviera —se apresuró a añadir al observar la expresión de profundo disgusto de Stephen—. Tuvimos poco tiempo para hablar. ¡Y su rostro, Majestad...! El resplandor de la coralita sólo me permitió verlo unos instantes, afortunadamente. No habría podido contemplarlo mucho rato. Observé en él maldad, astucia, desesperación...

—¡Por supuesto! Al fin y al cabo, ese hombre es un asesino.

—Pero esa maldad, señor, era la mía. —Triano bajó la cabeza y fijó la vista en algunos de los libros esparcidos sobre el escritorio de su estudio.

—Y la mía también, por extensión... —murmuró el rey.

—Yo no he dicho tal cosa, señor...

—¡No es preciso que lo hagas, maldita sea! —Exclamó Stephen y, tras un profundo suspiro, añadió—: Pongo a los antepasados por testigos, Triano, de que esto me gusta tan poco como a ti. Nadie se alegró tanto como yo al saber que Bane había sobrevivido y que no era responsable del asesinato de un chiquillo de apenas diez años. Si creí a Iridal, fue porque quería creerla. Y mira adonde nos ha llevado eso: a un peligro mucho más grave. Pero, ¿tenía alguna alternativa, Triano? —Stephen descargó el puño sobre la mesa—. ¿Qué respondes?

—Ninguna, señor.

Stephen asintió. Luego, volviendo a la conversación, insistió con brusquedad

—Entonces,
¿la Mano
cumplirá su encargo?

—No lo sé, señor. Y, si lo hace, será mejor que tomemos todas las precauciones posibles. «Quizá me guste demasiado matar», fueron sus palabras. «Quizá no sea capaz de controlarme.»

Stephen se volvió, pálido y demacrado. Levantó las manos, las miró fijamente y se las frotó.

—No te inquietes por eso. Una vez terminado el trabajo, eliminaremos al sicario. Tratándose de
la Mano
, al menos podremos considerarlo un acto justificado. Ese hombre ya lleva mucho tiempo burlando el hacha del verdugo. Supongo que los seguiste a la salida del monasterio. ¿Adonde han ido, Triano?

—Verás, señor. Hugh es muy hábil para burlar persecuciones. El cielo estaba despejado, pero de pronto descargó una tormenta. Mi dragón perdió el rastro y yo me quedé calado hasta los huesos. Me pareció mejor regresar al monasterio e interrogar a los monjes kir que han dado cobijo a
la Mano
.

—¿Y qué has sacado en limpio? Tal vez ellos conocían las intenciones de nuestro hombre.

—Si es así, señor, no me las revelaron —respondió Triano con una mueca de pesadumbre—. El abad estaba furioso por alguna razón que ignoro. Se limitó a decir que ya tenía suficiente de magos y hechiceros y me cerró la puerta en las narices.

—¿Y tú no hiciste nada?

—Sólo soy un mago de la Tercera Casa —dijo el consejero humildemente—. Los hechiceros kir pertenecen al mismo nivel que yo y no me pareció adecuado ni oportuno un enfrentamiento. De nada serviría ofender a los monjes, señor.

Stephen lo miró con gesto ceñudo.

—Supongo que tienes razón, pero ahora hemos perdido el rastro de
la Mano
y de la dama Iridal.

—Ya te advertí que podías esperar tal cosa, Majestad. Y, en cualquier caso, iba a suceder de todos modos. Estoy bastante seguro de saber adonde se han dirigido y, desde luego, yo nunca me atrevería a seguirlos ahí. Ni creo que puedas encontrar a muchos dispuestos a hacerlo.

—¿Qué lugar es ése? ¿Los Siete Misterios?
{52}

—No, señor. Es otro lugar más conocido y, si acaso, más temible, pues sus peligros son reales. Hugh
la Mano
está camino de Skurvash, Majestad.

CAPÍTULO 25

SKURVASH,

ISLAS VOLKARAN

REINO MEDIO

Hugh despertó de su sueño a Iridal mientras aún estaban en el aire y el fatigado dragón buscaba con impaciencia un lugar donde posarse. Los Señores de la Noche ya habían retirado sus capas oscuras, y el Firmamento empezaba a iluminarse con los primeros rayos de Solarus. Iridal volvió en sí, admirada de haber dormido tanto y tan profundamente.

—¿Dónde estamos? —preguntó mientras contemplaba con satisfacción, medio adormilada todavía, la isla que emergía de las sombras de la noche y las aldeas, como piezas de un juego para niños desde aquella altura, que recibían la caricia del amanecer. Las chimeneas empezaban a humear. Sobre un acantilado, el punto mas elevado de la isla, una fortaleza construida del preciado granito tan escaso en Ariano extendía la sombra de sus torres macizas sobre la tierra.

—En Skurvash —respondió Hugh
la Mano
. Con un tirón de las bridas, desvió al dragón de lo que sin duda era un activo puerto comercial y lo dirigió hacia el lado boscoso de la ciudad, donde se podía posar más discretamente, ya que no en secreto.

Iridal ya estaba despierta del todo, como si le hubieran echado encima una jofaina de agua fría. Permaneció callada y pensativa hasta que, por fin, dijo en voz baja:

—Supongo que esto es necesario...

—Ya has oído hablar de este lugar, ¿verdad?

—Nada bueno.

—Y, posiblemente, los rumores se quedan cortos. Pero tú pretendes ir a Aristagón, señora. ¿Cómo piensas hacerlo? ¿Pidiendo a los elfos que tengan la bondad de permitirte una breve visita?

—Claro que no —respondió ella con frialdad, ofendida—. Pero...

—Nada de peros. Nada de preguntas. Harás sólo lo que yo diga, ¿recuerdas?

A Hugh le dolían todos los músculos del cuerpo, desacostumbrados a los rigores del vuelo. Echó de menos su pipa y un buen vaso de vino. Más de uno.

—Nuestras vidas correrán peligro cada minuto que pasemos en esta tierra, señora. Guarda silencio y déjame hablar a mí. Sigue mis instrucciones y, por el bien de ambos, no hagas ningún acto de magia. Ni siquiera hacer desaparecer un barl. Si descubren que eres una misteriarca, estamos perdidos.

El dragón había localizado un lugar adecuado para posarse, un paraje despejado cerca de la costa. Hugh dio rienda suelta a la criatura alada y la dejó descender en espiral.

—No me llames señora. Sólo Iridal —dijo ella con suavidad.

—¿Siempre permites que la gente a tu servicio te llame por el nombre?

La mujer suspiró.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Hugh?

—No prometo contestarla.

—Dices que no deben saber que soy una misteriarca. ¿A quién te refieres?

—A los gobernantes de Skurvash.

—El gobernante es el rey Stephen.

Hugh soltó una risotada, breve y áspera.

—En Skurvash, no. Bien, es cierto que ha prometido presentarse aquí para hacer limpieza, pero sabe que no puede. No conseguiría reunir las fuerzas necesarias. No hay en todo Volkaran y Ulyndia un solo barón que no tenga vinculación con este lugar, aunque no encontrarías uno solo que se atreviera a reconocerlo. Ni siquiera los elfos, cuando dominaban casi todo el resto del Reino Medio, llegaron nunca a conquistar Skurvash.

Iridal contempló la isla a sus pies. Salvo la fortaleza, de aspecto formidable, tenía poco más que destacar. En su mayor parte, estaba cubierta por ese arbusto ralo conocido como la «mata del enano», así llamado porque recuerda vagamente la barba pelirroja de los enanos y porque, una vez enraizada en la coralita, es casi imposible de arrancar. Una pequeña ciudad llena de desniveles colgaba de una pronunciada pendiente junto a la orilla, agarrándose al terreno con la misma tenacidad que los arbustos. Una única carretera partía de la ciudad, entre bosques de árboles hargast, y ascendía la ladera de la montaña hasta la fortaleza.

—¿Sabes si los elfos la sitiaron? Da la impresión de que una fortaleza como ésa podría resistir mucho tiempo...

—¡Bah! —Hugh flexionó los brazos con una mueca y probó a relajar los músculos acalambrados del cuello y de los hombros—. Los elfos no atacaron. La guerra es algo maravilloso, señora, hasta que empieza a tocarle a uno el bolsillo.

—¿Insinúas que estos humanos comercian con los elfos?

Iridal parecía perpleja. Hugh se encogió de hombros.

—A los gobernantes de Skurvash no les importa si el cliente tiene los ojos más o menos rasgados. Lo único que les interesa es el brillo de su dinero.

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