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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (33 page)

BOOK: La lanza sagrada
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En cuanto el tren salió de la estación, volvió al suelo y empezó a dudar de sus instintos. Entonces, alguien llamó a la puerta y, de repente, se sintió muy despierto. Mientras se aplastaba contra el suelo, preguntó:

—¿Quién es?

Llamaron otra vez.

Había colocado la maleta en la mesa, atada con una cuerda cuyo extremo sostenía en la mano, para poder tirar de ella y lanzar la maleta contra una silla antes de que cayera al suelo, un sonido que esperaba se pareciese al de un cuerpo al caer en un lugar cerrado. Con la pistola eléctrica bien agarrada en la mano derecha, gritó:

—¡Un segundo!

Levantó la mano hacia el cierre y sintió un momento de pánico. O entraría rápidamente o empezaría a disparar de inmediato. Abrió el endeble pestillo y vio que las balas astillaban la puerta. Dejó escapar un grito que, en teoría, debía ser de dolor por el balazo, aunque, en realidad, era de miedo y sorpresa. Recordó tirar la maleta de la mesa, pero ni siquiera oyó el golpe de la caída. Los cinco tiros estuvieron a punto de derribar la puerta plegable.

Malloy observó cómo la pistola y el silenciador entraban por la puerta abierta. Esperó hasta ver la pierna de Chernoff. El efecto de la pistola eléctrica fue inmediato: la mujer soltó el arma y cayó por las escalerillas. Mientras intentaba sentarse, Malloy fue tras ella y le pegó un puñetazo en la mandíbula. Vio la placa de inspector de policía de Hamburgo, el sombrero y un par de casquillos de bala a su lado. Cogió la placa y empezó a levantar a la mujer. De repente se abrió una puerta y apareció un hombre en pijama que lo miró desde su compartimento, justo debajo del de Malloy.

—¿Qué está pasando? —gritó en alemán.

—¡Asunto policial! —respondió Malloy en alemán, levantando la placa—. ¡Entre en su compartimento!

Se abrió otra puerta, la que estaba al lado de la suya. Un hombre bajó las escaleras poniéndose una bata y mirando a Malloy y la mujer inconsciente que llevaba en brazos.

—¡Vuelva al interior, por favor! —le dijo Malloy enseñándole la placa—. ¡Asunto policial!

Mientras los dos hombres se retiraban, Malloy le retorció el brazo a Chernoff detrás de la espalda y la metió, medio a empujones, medio a rastras, en su compartimento. Una vez dentro, la esposó y la registró en busca de armas. Encontró una navaja de muelle con el mango pegajoso de sangre fresca. Tiró a la mujer encima de la cama y la ató por los tobillos con la cuerda que había usado con la maleta. Antes de que recuperase la consciencia lo bastante para gritar, utilizó la navaja para cortar las sábanas y amordazarla.

Regresó al pasillo y vio a otra espectadora curiosa, así que le enseñó la placa y le ordenó que volviese a su compartimento. Después se acercó a la cabina del camarero. La zona estaba a oscuras, pero, cuando abrió la puerta y encendió la luz, vio al azafato tirado en el suelo. Apagó la luz y regresó a su compartimento. En el exterior, a lo lejos, se veían luces; esperaba que llegasen a una estación dentro de pocos minutos, aunque no acordaba los detalles del horario.

Delante de su compartimento vio casquillos de bala y el sombrero que llevaba puesto Chernoff, pero los dejó donde estaban. Se abrió otra puerta, y se acercó a ella con confianza para enseñarle la placa al hombre.

—¡Vuelva dentro, por favor! ¡Entre!

Sabía que habría más de un móvil llamando a la policía. Miró de nuevo por la ventanilla y vio las luces. Dentro de su habitáculo, comprobó que Chernoff lo miraba con aquellos ojos suyos, tan oscuros y solemnes. Incluso esposada daba miedo, y pensó que lo mejor habría sido matarla. Miró la hora y después el horario: faltaban cuatro minutos para la siguiente parada. Sacó el móvil.

—¿Sí? —oyó decir a Jane, con ruido de gente cenando de fondo, incluso alguna que otra risa.

—Quiero que llames a los alemanes. Diles que Helena

Chernoff está en la City Night Line que va de Dresden a Zúrich. En estos momentos se encuentra esposada y relativamente segura en el compartimento 106 del vagón de primera clase, pero, si no se dan prisa, algún buen samaritano la dejará escapar.

—¿Dónde estás?

—Estamos llegando a Erfurt.

—¿No hay posibilidad de llevarla a Francfort?

—Francfort está a cuatro horas. Tendré suerte si llego a Erfurt. Además, nos vendrá bien un gesto de buena voluntad con los alemanes.

—¿Estás ya en la estación?

—Llegaré en un par de minutos.

—¿Sabes lo que puede decirnos esa dama, T.K.?

—Supongo que, cuando por fin consiguiera hacerla hablar, su información ya no nos serviría de mucho.

—De todos modos, me gustaría probar...

—Haz esa llamada, Jane. Si los alemanes no empiezan a moverse, la perderemos.

C
IUDAD DE
N
UEVA
Y
ORK

D
OMINGO, 9 DE MARZO DE 2008
.

David Carlisle había salido de Hamburgo en un jet privado a las seis de la mañana. Como no había dormido en toda la noche, lo hizo durante el vuelo y llegó al JFK unos cuantos minutos después de las diez de la mañana, hora del este de los Estados Unidos.

En el viaje en limusina desde el aeropuerto miró el teléfono y descubrió que Helena Chernoff había intentado llamarlo. Tenía mucho que hacer en poco tiempo, así que no le devolvió la llamada hasta después de la comida, de camino a la Grand Central Station. Cuando ella le contó que la emboscada en el Das Sternenlicht había fallado, su primera reacción fue, naturalmente, el enfado. Después empezó a pensar en las consecuencias de aquel fallo.

No había tenido más remedio que aceptar los términos de Chernoff para que siguiera a Malloy hasta Dresden. La mujer estaba en lo cierto con la votación: negociaría un acuerdo con Luca a través de un pago en metálico. Mientras su red no se viese expuesta, no sufriría demasiados daños. Lo que no le gustaba era que Helena Chernoff obtuviese el poder de la red de Ohlendorf. Ohlendorf siempre había sido fácil de controlar, su respetabilidad lo hacía invulnerable a la presión. Cuando Chernoff se hiciese con su negocio, convertiría una desigual confederación de delincuentes comunes en algo que quizá Luca y él no podrían controlar. En cualquier caso, no tenía elección. La alternativa era darle tiempo a Malloy para reagruparse.

Después de la llamada a Chernoff fue a reunirse con un informador al que conocía desde hacía tiempo y que, además, resultaba ser un agente del FBI con mucha experiencia. Se cruzaron como si fuesen desconocidos, Carlisle cogió la llave que le daba el hombre y se dirigió a una taquilla. Dentro encontró una ruta marcada desde el JFK a la ciudad, un juego de llaves de motocicleta, un uniforme de agente de la autoridad portuaria y un arma reglamentaria cargada. La dirección donde podía recoger su vehículo estaba escrita encima de la ruta.

Erfurt (Alemania) Lunes, 10 de marzo de 2008.

Malloy encontró un BMW cerca de la estación de Erfurt. Rompió la ventanilla y le hizo el puente. En la primera carretera principal que encontró, puso rumbo al sudeste, en dirección a Francfort; llamó a Jane en cuanto estuvo en la autopista.

—Voy a tener que cambiar de coche en Francfort, solo por si acaso.

Repasaron los detalles y después ella le dijo que lo llamaría. Lo hizo, veinte minutos después, para decirle que podía recoger algo en la estación de tren de Francfort.

—¿Algo sobre Chernoff? —preguntó Malloy.

—Según tengo entendido, pretenden subir al tren en Eisenach. Eso será... dentro de cinco minutos.

—He estado pensando en cómo ha manejado este asunto, Jane.

—Ya no es nuestro un problema, y no me apetece pasarles nuestra información a los alemanes.

—Ese es el tema. Creo que Chernoff quería verse lo menos expuesta posible. Eso significa que subiría al tren en Weimar para bajar en Erfurt, de quince a dieciocho minutos. Si tenía un compañero, la esperaba un vehículo que ya debe de haberse marchado, pero, si iba sola, habrá dejado un coche en Weimar o en Erfurt, y me parece que será en Erfurt.

—Los alemanes lo descubrirán, T.K.

—Ahora mismo no saben de dónde ha salido esa mujer ni qué estaba haciendo. Y ella se pasará toda la noche intentando probar que se han equivocado de persona. Eso nos da una ventaja de unas doce horas antes de que empiecen a buscar su coche, mirando en varios sitios distintos. Anoche perdió a mucha gente, Jane, y debía tener un ordenador encima si estaba rastreando la señal de mi móvil.

—¿Por qué crees que su coche está en Erfurt?

—Porque allí es donde pretendía salir del tren. A estas horas de la noche le costaría encontrar un taxi. Le venía mejor dejar el coche allí que en Weimar.

—Me pongo con ello —respondió Jane algo emocionada. Para ella, los móviles y los portátiles eran tesoros ocultos.

Malloy recogió un todoterreno gubernamental en la estación de Francfort y dejó el coche robado aparcado. Estaba entrando en Mannheim, menos de una hora después, cuando Jane lo llamó.

—¿Ha habido suerte? —le preguntó él.

—Todavía estamos intentando mandar a alguien a Erfurt para que eche un vistazo. No llamo por eso. ¿Recuerdas a Irina Turner?

—¿Te refieres a la secretaria de Jack Farrell? —preguntó Malloy frunciendo el ceño. La «sexcretaria» que Farrell había abandonado en Barcelona.

—Esa misma. Al parecer, aterrizó en Nueva York hace tres horas, junto con dos investigadores de la policía española. Pasaron por inmigración y aduanas, y los recibieron dos agentes del FBI, todo según lo previsto. Nuestra gente iba a llevar a Turner y a los españoles a Manhattan. Es lo último que hemos sabido de ellos.

—¿Me estás diciendo que Irina Turner se quitó de en medio a cuatro agentes y después desapareció?

—O alguien la ayudó. En cualquier caso, me parece que no era tan tonta como creíamos.

—Tengo que meditar sobre ello.

—Eso supuse. Si se te ocurre algo, llámame. No creo que vaya a dormir mucho esta noche.

Z
ÚRICH
(S
UIZA
)

L
UNES, 10 DE MARZO DE 2008
.

Malloy aparcó el todoterreno prestado en la estación de Offenburg y dejó las llaves puestas, según las instrucciones recibidas. Un par de horas después tiró el móvil a un contenedor de basura y cogió un tren que llevaba a Basel, en Suiza. Allí compró un móvil tribanda en una de las tiendas de móviles locales y cogió otro tren a Zúrich justo después de las diez de la mañana. En los Estados Unidos era tarde, pero le tomó la palabra a Jane y llamó a su casa. Al responder, sonaba muy despierta. Malloy le pidió que se buscase un móvil nuevo, que el otro no era seguro. Una vez hubo terminado con los detalles administrativos, Jane le dijo:

—Encontramos el coche de Chernoff, T.K.

—¿Algo interesante?

—Ordenador, móvil, ropa, identidades de reserva, tarjetas de crédito, armas, munición y dinero en efectivo.

—Imagino que no les habrás contado a los alemanes la suerte que hemos tenido.

—Decidí esperar a ver qué nos pueden dar del interrogatorio antes de hacer las paces con ellos.

La siguiente llamada de Malloy fue al capitán Marcus Steiner, de la Stadtpolizei de Zúrich.

—¡Thomas! —respondió Marcus—. ¡Esperaba noticias tuyas!

—Acabo de llegar. Estaba pensando que podríamos quedar a comer en tu bar favorito, ¿sobre las doce? —Suena bien. ¡Allí nos vemos!

Desde la estación de Zúrich, Malloy cogió la salida de Bahnhofstrasse y salió a la calle a una manzana de distancia del hotel Gotthard. Utilizando un correcto alemán suizo, preguntó si tenían habitación para una semana. Al cabo de un momento de consideración, el recepcionista comprobó sus archivos y pareció sentirse, de repente, muy satisfecho consigo mismo, como un hombre que acabase de resolver un rompecabezas de gran dificultad.

—Puedo darle la misma habitación en la que se alojó la última vez, herr Stalder. ¿Le parece bien?

Malloy, que no le había dado ninguno de sus nombres, esbozó una amplia sonrisa.

—¡Estupendo!

Había ido a Zúrich un par de veces el año pasado, pero la última vez que había utilizado el alias de Stalder había sido en el otoño de 2006, en el Gotthard. Siempre procuraba no mezclar sus alias a lo loco dentro de una misma ciudad, y aquel era un ejemplo perfecto de lo que podía salir mal. Un rostro olvidado, un conocido, un amigo de un amigo, un camarero o un recepcionista con una memoria estupenda: un nombre falso en un momento inoportuno y podría perder una tapadera. A veces, eso significaba perder un pasaporte, lo que costaba tiempo y dinero. Otras veces suponía dejar al descubierto redes enteras, lo que podía llegar a costar vidas.

Los suizos eran bastante problemáticos en aquel terreno. La mayoría pasaba muchos años en el mismo trabajo, incluso toda la vida. Por el contrario que en el resto del mundo, los suizos «de verdad» se enorgullecían de ofrecer un buen servicio. Eso incluía recordar a sus clientes habituales y, al parecer, también a los no habituales. Aquel hombre era un suizo de verdad.

Malloy abrió la cartera y encontró algunos euros que le quedaban de Hamburgo. Le entregó un billete de cien al recepcionista, algo menos que una noche de estancia en el Gotthard.

—Le agradezco la consideración —como el empleado no estaba seguro de si se trataba de una propina o de un depósito para la habitación, Malloy añadió—: es para usted, pero hágame un favor.

—Lo que quiera, herr Stalder.

—Procure gastárselo en algo que sea completamente frívolo.

Una vez recompensada su virtud y guardado el billete en el bolsillo, el recepcionista llamó a alguien.

—Encárgate de la recepción durante un momento —le pidió—. Voy a llevar a herr Stalder a su habitación.

Al recepcionista le costó transportar la maleta, pero lo hizo con buena cara. Dentro del ascensor, Malloy le dijo:

—Siento el peso del equipaje, pero esta vez llevo más munición de lo normal.

Herr Hess, el nuevo mejor amigo de Malloy, se rio educadamente.

El misterioso lugar de encuentro con Marcus Steiner era el James Joyce Pub, a un par de manzanas de distancia de la Bahnhofstrasse y quizá a unas seis del Gotthard. Con unos precios pensados para mantener alejada a la chusma, el pub rara vez estaba lleno, pero siempre merecía la pena. Malloy llegó primero y se sentó en uno de los cómodos reservados de la parte de atrás del comedor. Acababa de pedir una cerveza cuando entró Marcus.

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