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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (23 page)

BOOK: La lanza sagrada
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—Todo tiene que ver con los paladines, T.K. —repuso Ethan—. Es lo único que tiene sentido.

—Creo que tienes razón, pero todavía me quedan muchas preguntas por hacerles a Farrell y Ohlendorf.

—Supongo que a Robert Kenyon no le gustaba el cariz que tomaba la cosa y los demás decidieron que perderían demasiado dinero si lo dejaban marchar.

—Lo que me cuesta entender es el timo de los setenta y cinco millones de dólares —dijo Malloy—. Si tenían problemas, ¿por qué metería Kenyon todo su dinero en una inversión dudosa?

—Yo también me lo pregunto —respondió Ethan.

—Háblanos de la gente con la que vamos a trabajar —intervino Kate, porque estaban cerca del lugar en cuestión—. Quiero decir..., ¿saben lo que están haciendo?

—El hombre que encontró a Chernoff es de la Compañía. Lleva en Hamburgo unos veinte años y no nos dará ningún problema; eso sí, si os pregunta algo sobre vosotros aseguraos de no contarle la verdad.

—¿Y los tipos que llevamos detrás?

—Son los dos agentes del departamento de personas desaparecidas del FBI que están buscando a Jack Farrell. Esto les viene un poco grande, pero son polis entrenados, así que imagino que sabrán montar guardia.

—¿Tienen idea de cuántas leyes estamos infringiendo? —preguntó Ethan.

—No tuve ocasión de mencionarles que habíamos secuestrado a un político local, si te refieres a eso.

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(F
RANCIA
)

V
ERANO DE 1932
.

El hotel recibió a una buena cantidad de visitantes aquel verano, incluido un flujo constante de turistas alemanes que se beneficiaban de tarifas reducidas en el Des Marronniers, y recorrían el lugar en busca del santo grial y el oro de los cataros. Bachman, como accionista mayoritario, se quedó gratis con la mejor habitación del hotel, y pasaba mucho tiempo con los demás alemanes. Rahn se unía a ellos de vez en cuando para enseñarles las distintas cuevas y ruinas de los alrededores, pero la mayor parte del tiempo la pasaba cerca del hotel, supervisando al personal.

Elise lo veía con frecuencia, aunque entre ellos no quedaba ni rastro de cordialidad. Eran como escolares que se juran amor eterno en primavera y en verano descubren que se han convertido en desconocidos.

—¿Cómo va tu libro? —le preguntó ella en una de las ocasiones en las que se vieron obligados a hablar.

—Va bien. Algunos problemas, por supuesto, pero nada que no pueda resolverse.

Normalmente, cuando se encontraban preferían mirar hacia otro lado antes que saludarse. No hubo más cartas por debajo de la puerta, ni siquiera cuando Bachman se iba de viaje. No hubo paseos, aunque él la veía salir sola del hotel muchas veces. Ni tampoco hubo conversaciones a última hora de la noche que pudieran haber curado la herida abierta entre los dos. Solo encuentros fortuitos, que siempre les resultaban incómodos.

Bachman le preguntaba a Elise por Rahn siempre que ella lo veía, así que ella era consciente de que su marido tenía espías observándola. Empezó a temer los encuentros con Rahn, ya que sabía que después su marido querría saber sobre ellos. Una noche bajó al bar y se encontró a Rahn hablando con el camarero norteafricano sobre un viaje a España que había hecho unos años antes. Bachman estaba en otra de sus excursiones de día completo. Elise se colocó en el otro extremo de la barra y pidió un brandy cuando el camarero se acercó a ella arrastrando los pies. Mientras se bebía la copa, Rahn terminó su whisky con soda de un trago y salió del bar sin ni siquiera dar señales de haberla visto.

Allí no había nadie más, pero, aun así, Bachman también le preguntó por aquella noche.

—Las cosas no van bien en Berlín —masculló Bachman una mañana, después de regresar de un paseo con otro alemán recién llegado.

—¿Más revueltas?

—No han contado con Hitler —respondió él sacudiendo la cabeza—. No será el nuevo canciller, ¡ni siquiera será alguien relevante!

A Elise no le importaba la noticia, ¿qué más daba quién era canciller? Estaba harta de tanta política.

—Tengo que volar a Berchtesgaden —anunció Bachman dos noches después—. He hablado con Otto, y me ha asegurado que cuidará de ti.

—¡Puedo cuidarme sólita!

—¡Ya sabes a qué me refiero! En cuanto los hombres ven sola a una mujer como tú...

—¿A una mujer como yo? Dime, Dieter, ¿qué clase de mujer soy?

—No quería decir eso. Escucha, solo serán unas semanas. —¿Semanas?

—Hindenburg ha... bueno, hemos tenido otro contratiempo. Voy a reunirme con algunas personas para hablar sobre el tema.

—Quiero volver a Berlín, estoy harta de Francia, Dieter. Llévame contigo.

—Cuando las cosas se calmen y sepa cómo proceder te llevaré a casa, te lo prometo. Por ahora, no es seguro.

—¿Estáis planeando otro golpe?

—No sé lo que haremos.

La semana siguiente a la partida de Bachman todo siguió igual. Después del desayuno, Elise daba un paseo; también le gustaba leer al calor de la tarde. Normalmente tomaba una copa con algunos de los turistas alemanes antes de la cena y, en la cena, siempre se sentaba con una o dos parejas, lo que la obligaba a escuchar historias sobre Hitler y su círculo. Después de la cena ponía la radio un rato y leía un libro. Como Bachman se había ido a organizar Dios sabe qué en Alemania, estaba intranquila. Una noche salió a respirar aire fresco antes de rendirse de nuevo al insomnio y vio a Rahn acercándose por la carretera. Cargaba con bastante equipo, incluidos piolets y cuerdas de alpinismo, un farol y una mochila.

—¿Has estado escalando? —le preguntó.

—No, en Lombrives hay una sima que siempre he querido examinar —respondió, mirando atrás, hacia la oscuridad—, y por fin he reunido el valor suficiente para hacerlo.

—¿Y has encontrado algo?

—Muchos huesos —respondió él, sonriendo—. ¿Va todo bien? —añadió, después de pensárselo un instante. —¿Por qué no iba a ir bien?

—Me refiero en Alemania. He oído que Hindenburg le niega un puesto en el gobierno a Hitler.

—¡Hitler me trae sin cuidado! —«Al igual que mi marido», pensó.

El vaciló, deseando hablar, pero ya no quedaba ni rastro de la reluciente confianza que Elise había reconocido en su sonrisa el año anterior.

—Lo decía porque Dieter parecía inquieto cuando se fue.

—¿Y qué más te da a ti cómo se sienta Dieter?

—Estaba pensando en Alemania. Tal como están las cosas... ¡no puedo evitar preocuparme!

—¡Pues más preocupante es verte dirigir un hotel! —exclamó ella, volviéndose para regresar a la seguridad de su habitación.

Mucho después, alguien llamó a la puerta. Era él, sabía que era él, así que gritó:

—¡Vete! Bachman tiene espías por todas partes.

Él también debía de saberlo, pero se quedó detrás de la puerta cerrada sin moverse. Finalmente, volvió a llamar y ella fue a abrirle. En vez de hablar con ella, se quedó mirando su camisón; de repente, Elise se dio cuenta de que la pálida luz de la lámpara de la mesita de noche hacía que se transparentara.

Cruzó los brazos para taparse el pecho y vio que él bajaba la mirada hasta su vientre. Sintiéndose desnuda, se volvió y fue en busca de una bata. El entró en el cuarto y cerró la puerta, mientras ella se abrigaba.

—¿Qué quieres? —le preguntó Elise; la sorprendió el temor que reflejaba su voz.

—Quería decirte que he dejado de escribir —respondió él, con los hombros hundidos y una expresión menos dura.

—¿Que lo has... dejado? ¿Cuándo?

—El año pasado. Desde que te vi, en realidad. —Sacudió la cabeza con pesar—. Continuar no tenía mucho sentido. Lo que había plasmado en el papel sonaba como algo escrito por otra persona. Escribía para ganarme la aprobación de mis profesores, ¡unos viejos formales y acartonados!

—Tu prosa es muy bella, Otto.

—Escribir un libro no es como redactar una carta.

—¿Por qué no?

—¡Porque no!

—Eres libre para hacer lo que quieras, ¿por qué no escribir una carta larga y preciosa sobre tus cataros? ¡Sabes que son tuyos! ¡Nadie los ama como tú! No escribas para tus profesores. ¡Sus profesores son los mismos ancianos marchitos que se rieron de la Troya de Schliemann hasta que vieron el oro que sacó de sus ruinas! ¡Escribe para la gente que sigue enamorándose! Escribe sobre tus caballeros trovadores y las damas a las que amaban, haz que cobren vida, como solías hacer cuando me contabas sus historias.

—No puedo seguir escribiendo —masculló él—, pero esto... —añadió, haciendo un gesto de tristeza para abarcar la habitación, aunque, en realidad, se refería al hotel—. ¡Esto me está matando! No soy un hombre de negocios, Elise.

—¡Dile a Dieter que quieres dejarlo!

—¡No puedo! Él cree... cree que es un éxito, cosa que no es cierta, y tengo un contrato de arrendamiento a mi nombre durante diez años... —Se quedó mirando a un terrible futuro cercano lleno de preocupaciones laborales—. Es el trabajo más horrendo que he tenido en mi vida, ¡y he tenido todo tipo de trabajos!

—Pero cerrarás en invierno y puedes permitirte quedarte aquí, ¿no? ¡Eso te dará tiempo para escribir! ¡Estarás solo, sin molestias!

El dejó caer la cabeza, como un hombre al que le hubiesen dicho que le quedaban pocos meses de vida.

—Supongo que sabes que Maurice Magre ha publicado otro libro.

—Dieter comentó algo. ¿Y qué?

—¿Lo has visto? —ella sacudió la cabeza—. Es sobre la influencia budista en los cataros. Pura basura, por supuesto, como todo lo que hace...

—¡Tienes que escribir tu libro!

—No cambiará nada —respondió Rahn, sacudiendo la cabeza—. Eran budistas, ¡lo ha dicho el francés! A nadie le importará lo que yo diga.

—No tienes que decir nada. ¡Eres un trovador! ¡Tienes que cantar la historia! Y, si la cantas, los demás nos olvidaremos de nuestros problemas durante unas horas y soñaremos con otros tiempos, con todas esas historias de amor tan arrollado ras que no necesitaban de caricias ni de besos.

—¡Pero quiero que la gente sepa lo que pasó! ¡La cruzada del Vaticano fue un crimen, Elise!

—Fue un crimen hace setecientos años, Otto. Ahora no es más que una historia. Escribe sobre la gente... y sobre la tierra. Eso es lo que amas. Me acuerdo de las primeras cartas que me escribiste cuando regresé a Berlín...

—¿Te acuerdas? —preguntó él sonriendo.

—¿Y tú?

—Intenté describirte el cielo... porque sabía lo terribles que pueden llegar a ser los inviernos en Berlín, lo diferente que se respira en la ciudad. Quería que pensaras en el sol y en el color de este paisaje.

—Es lo más maravilloso que he leído. Podrías empezar un libro con esas palabras. Seamos sinceros, Otto, para ti soy una fantasía.

—¡No!

—¡Lo soy! Lo que amas es este lugar. Si lo amas cuando escribes, tu lenguaje no tendrá nada de acartonado. Escribe igual que lo hiciste el invierno pasado, en tus cartas, ¡y serás el único dueño de Montségur para siempre!

—No eres una fantasía, Elise. Nací para amarte. No puedo dejar de soñar contigo, por mucho que lo intente. Y verte..., solo puedo pensar en tenerte entre mis brazos. ¡Es como si me hubieses hechizado!

—Será mejor que te vayas.

—Antes quiero verte —respondió él, con una sombra de sonrisa en la que resucitó brevemente su confianza de antaño.

—Ya me has visto. ¡Vete! Mañana me enseñarás dónde asesinaron a algún sacerdote cátaro o el lugar en el que un caballero no besó a la mujer que amaba.

—Quítate la bata, deja caer el camisón. Permíteme mirarte, aunque no me dejes tocarte. Llevo amándote un año entero, ¡me lo merezco!

—Sabes que no puedo hacerlo. Soy...

Él se acercó para soltarle la bata e interrumpir su discurso; fue como si activase un interruptor. Una vez abierta la bata, se la bajó por los hombros y cayó junto a sus pies descalzos. Rahn tocó uno de los finos tirantes del camisón, levantándolo con mucha delicadeza por encima de su hombro.

—Es lo más fácil del mundo. ¿Por qué no puedes hacerlo?

Elise quería decirle que porque así lo había decidido, pero, cuando intentó hablar, se dio cuenta de que no podía.

El tirante cayó sobre el brazo. Después, Rahn soltó el otro. Ella se llevó las manos al camisón para sujetárselo.

—No —susurró él, con la voz ronca de deseo—. No hagas eso. Enséñame lo que nunca tendré. Enséñamelo una sola vez y te dejaré en paz para siempre.

Ella empezó a llorar.

Rahn la abrazó y le dijo que lo sentía, que se había portado de manera vergonzosa, que era un monstruo, ¡un auténtico monstruo!

Ella respondió que no lloraba por eso, que lloraba porque aquel momento lo cambiaría todo, porque los dos eran unos auténticos monstruos.

A
LTSTADT
(H
AMBURGO
)

S
ÁBADO-DOMINGO, 8-9 DE MARZO DE 2008
.

—Ya vienen —dijo Chernoff con voz fría, aunque Carlisle sabía que estaba entusiasmada—. Malloy va con dos personas, una de ellas es mujer. Los agentes van detrás.

—¿Y Ohlendorf? —preguntó Carlisle, acercándose a la ventana para mirar las calles a oscuras.

—Si todavía lo tienen, seguro que podemos encontrarlo después.

Kate acercó el morro del coche a una pared al borde del aparcamiento de la BP. Randal puso su todoterreno al lado. Dale Perry había aparcado el Land Rover al otro lado de la calle, así que se acercó andando a ellos cuando empezaron a salir de los vehículos. Dale llevaba chaleco y una automática escondida debajo de un abrigo largo, además de una pistolera con la típica Glock del gobierno.

—¿Somos todos americanos? —preguntó Jim Randal. Seguramente se trataba de una broma, pero le salió como un ladrido.

—Lo bastante para trabajar para el Gobierno —respondió Malloy, mirando a Kate. Los presentó de manera informal, dando los nombres de pila de los dos agentes y de Dale. Ethan y Kate eran el Chico y la Chica. Después de los apretones de manos, Malloy le preguntó a Dale:

—¿Averiguaste en qué piso están?

—Hay cinco personas dentro del edificio, al parecer todos en la cama.

Malloy miró la hora: era casi la una.

—¿Dónde están el resto de los inquilinos?

—La gente duerme en sitios como estos de lunes a jueves, T.K. Tienen casas de verdad en otros lugares. De todos modos, de las cinco personas que hay dentro, solo dos están en el mismo piso, un hombre y una mujer.

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