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Authors: Maurice Maeterlinck

La inteligencia de las flores (13 page)

Nos es posible multiplicar estas relaciones. En la vida de todo hombre ha habido un día en que el cielo se abrió de por sí y, casi siempre, de ese instante data la verdadera personalidad espiritual de un ser. Fue en ese instante cuando se formó sin duda la invisible y eterna fisonomía que mostramos sin saberlo a los ángeles y a las almas. Mas para la mayor parte de los hombres el cielo no se abre así más que por casualidad. No escogieron el rostro por el cual los ángeles los reconocen en el infinito y no saben ennoblecer y purificar sus facciones. Sólo nacieron de una alegría, de una tristeza, de un terror o de un pensamiento accidental.

Nacemos verdaderamente el día en que por primera vez sentimos profundamente que hay algo grave e inesperado en la vida. Unos observan de pronto que no se encuentran solos bajo la bóveda celeste. Otros, dando un beso o vertiendo unas lágrimas, caen bruscamente en la cuenta de que «la fuente de todo lo que hay de mejor y de santo desde el universo hasta Dios está oculta detrás de una noche llena de estrellas demasiado lejanas»; un tercero vio extenderse una mano divina entre su alegría y su felicidad, y otro comprendió que los muertos tienen razón. Otro tuvo piedad, otro admiró y otro tuvo miedo. Con frecuencia no se necesita casi nada; una palabra, un gesto, una pequeña cosa que ni siquiera es un pensamiento. «Antes te quería como a un hermano, dijo un héroe de Shakespeare ante un acto que admira; antes te quería como a un hermano; pero ahora te respeto como a un alma.» Es probable que aquel día vino un ser al mundo.

Podemos nacer por consiguiente más de una vez; y a cada uno de esos nacimientos nos acercamos un poco a nuestro Dios. Pero casi todos nos contentamos con esperar que un acontecimiento lleno de una luz irresistible penetre violentamente en nuestras tinieblas y nos ilumine a pesar nuestro. Esperamos no sé qué feliz coincidencia, en que los ojos de nuestra alma se hallan por casualidad abiertos en el momento en que nos sucede algo de extraordinario. Pero hay luz en todo lo que nos acontece; y los hombres más grandes no fueron tales sino porque tenían la costumbre de abrir los ojos a todas las luces. ¿Es pues necesario que vuestra madre agonice en vuestros brazos, que vuestros hijos perezcan en un naufragio y que vos mismo paséis al lado de la muerte para adquirir por fin el conocimiento de que estáis en un mundo incomprensible donde os encontráis para siempre, y en que un Dios que no se ve permanece eternamente solo con sus criaturas? ¿Es pues necesario que vuestra prometida perezca en un incendio o que desaparezca a vuestros ojos en las verdes profundidades del Océano para que vislumbréis un instante que los últimos límites del reino del amor van quizá más allá de las llamas casi invisibles de Mira, de Altair y de la Cabellera de Berenice? Si hubieseis abierto los ojos ¿no hubierais podido ver en un beso lo que hoy observáis en una catástrofe? ¿Es necesario que el dolor despierte así a lanzadas los recuerdos divinos que duermen en nuestras almas? El sabio no tiene necesidad de esas sacudidas. Mira una lágrima, el gesto de una virgen, una gota de agua que cae; escucha su pensamiento que pasa, estrecha la mano de un hermano, se acerca a unos labios, con los ojos abiertos y con el alma abierta también. En ello puede ver sin cesar lo que no vislumbrasteis más que un instante; y una sonrisa le dará a conocer fácilmente lo que una tempestad y la mano misma de la muerte han debido revelaros.

Porque, ¿qué es en el fondo todo lo que se llama «Sabiduría», «Virtud», «Heroísmo» y «las horas sublimes, y los grandes momentos» de la vida, sino los momentos en que uno ha salido más o menos de sí mismo y en que ha podido detenerse, siquiera un minuto, en el umbral de una de las puertas eternas, desde donde se ve que el más pequeño grito, el pensamiento más pálido y el gesto más débil no caen en la nada; o bien que, si caen en ella, esta caída misma es tan inmensa que basta para dar un carácter augusto a nuestra vida? ¿Por qué esperáis que el firmamento se abra al estruendo del rayo? Hay que estar atento a los minutos felices en que se abre en silencio; y se abre sin cesar. Buscáis a Dios en vuestra vida, y decís que Dios no parece. Pero ¿qué vida no tiene millares de horas parecidas a la hora de ese drama en que todos esperan la intervención divina, y en que nadie la ve hasta que un pensamiento invisible que ha trastornado la conciencia de un moribundo se manifiesta de pronto, y un anciano exclama sollozando de alegría y de espanto: «¿Dios? ¡Pero aquí está!...»

¿Es siempre preciso que nos avisen y que no podamos caer de rodillas si alguien no nos dice que Dios pasa? Si habéis amado profundamente, nadie ha tenido que haceros observar que vuestra alma era algo tan grande como los mundos; que los astros, las flores, las olas de la noche y las del mar no eran solitarios, que nada concluía y que todo empezaba en el umbral de las apariencias; y que hasta los labios que besabais pertenecían a un ser mucho más elevado, mucho más bello, mucho más puro que aquel que vuestros brazos estrechaban. Visteis entonces lo que no se ve en la vida sin embriaguez. Pero ¿no se puede vivir como si se amase siempre? Los héroes y los santos no hicieron otra cosa. ¡Ah! verdaderamente, esperamos demasiado en la existencia, como los ciegos de la leyenda que habían hecho un largo viaje para ir a escuchar a su Dios. Estaban sentados en las gradas, y cuando alguien les preguntaba qué hacían en el atrio del santuario, contestaban meneando la cabeza: «Estamos esperando, y Dios no ha dicho todavía una palabra.» Pero no habían visto que las puertas de bronce del templo estaban cerradas y no sabían que la voz de su Dios llenaba el edificio. Nuestro Dios no cesa un instante de hablar; pero nadie piensa en entreabrir las puertas. Y sin embargo, si se quisiese poner atención, no sería difícil escuchar, a propósito de todo acto, la palabra que Dios debe decir.

Vivimos todos en lo sublime. ¿En qué queréis que vivamos? No hay otro lugar de la vida. Lo que nos falta, no son las ocasiones de vivir en el cielo, sino la atención y el recogimiento; y un poco de embriaguez de alma. Si no tenéis más que una pequeña habitación, ¿creéis que Dios no está allí también, y que es imposible llevar en ella una vida algo elevada? Si os quejáis de que vivís solo, de que no sucede nada, de que nadie os quiere, de que no queréis a nadie, ¿creéis que las palabras no engañan, que es posible vivir solo, que el amor es algo que se sabe, algo que se ve, y que los acontecimientos se pesan como el oro y la plata de los rescates? ¿Acaso un pensamiento vivo —elevado o pobre, poco importa; desde el momento que procede de vuestra alma es grande para vos—, acaso un alto deseo o simplemente un momento de atención solemne en la vida no pueden entrar en una pequeña habitación? Y si no amáis o no sois amado, y sin embargo podéis ver con cierta fuerza que mil cosas son bellas, que el alma es grande y que la vida es grave casi indeciblemente, ¿no vale tanto como si os amasen o como si amaseis? Y si el mismo cielo os está oculto, «el gran cielo estrellado, como dice el poeta, ¿no se extiende a pesar de todo sobre vuestra alma bajo la forma de la muerte?...»

Todo lo que nos acontece es divinamente grande y nos encontramos siempre en el centro de un gran mundo. Pero sería necesario acostumbrarnos a vivir como un ángel que acaba de nacer, como una mujer que ama o como un hombre que va a morir. Si supieseis que vais a morir esta noche o simplemente que vais a alejaros para siempre, ¿veríais por última vez a los seres y las cosas como los habéis visto hasta hoy? ¿Y no amaríais como nunca habéis amado? ¿Sería la bondad o la maldad de las apariencias lo que se agrandaría en torno vuestro? ¿Sería la belleza o la fealdad de las almas lo que tendríais el don de percibir? ¿Es que todo, hasta el mal mismo y los sufrimientos, no se transforma entonces en un amor lleno de lágrimas dulcísimas? ¿Es que cada ocasión de perdonar, como ha dicho un sabio, no quita algo a la amargura de la partida o de la muerte? Y sin embargo, en esas claridades de la tristeza y de la muerte, ¿se dan los últimos pasos hacia la verdad o hacia el error?

¿Son los vivos o los moribundos los que saben vivir y tienen razón? ¡Ah! ¡Felices los que han pensado, los que han hablado, los que han obrado de modo que puedan recibir la aprobación de los que van a morir o de aquellos a quienes un gran dolor ha vuelto clarividentes! No hay recompensa más dulce para el sabio a quien nadie escuchaba en la vida. Si habéis vivido en la belleza obscura, no os inquietéis. Una hora de suprema justicia acaba siempre por sonar en el corazón de todo hombre; y la desgracia abre los ojos que no se abrían nunca. ¿Quién sabe si no pasáis en este momento sobre el alma de un moribundo como la sombra del que ya conocía la verdad? ¿No es quizá sobre el lecho de los agonizantes donde se teje la verdadera y la más preciosa corona del sabio, del héroe y de todos los que han sabido vivir gravemente en las altas, puras y discretas tristezas de la vida según el alma?

«La muerte, dice Lavater, no embellece solamente nuestra forma inanimada; sino que hasta la sola idea de la muerte da una forma más bella a la vida misma.» Todo pensamiento infinito como la muerte embellece nuestra vida. Pero no hay que caer en el error. Todo hombre tiene nobles pensamientos que pasan como aves blancas sobre su corazón. ¡Ah!, ésos no cuentan, son extraños cuya presencia causa sorpresa y que se apartan con un gesto importunado. No tienen tiempo de tomar contacto con nuestra vida. Para que nuestra alma se vuelva grave y profunda como la de los ángeles, no basta entrever un instante el universo en la sombra de la muerte o de la eternidad, en la luz de la alegría o en las llamas de la belleza y del amor. Todo ser ha tenido movimientos de esos que no han dejado en él más que un puñado de cenizas inútiles. No basta una casualidad; es necesaria una costumbre. Hay que aprender a vivir en la belleza y en la gravedad habituales. En la vida, los seres más bajos distinguen perfectamente cuál es la cosa noble y bella que debería hacerse; pero esa cosa noble y bella no tiene bastante fuerza en ellos. Esa fuerza invisible y abstracta es lo que debemos procurar aumentar de antemano. Y esa fuerza no aumenta sino en quienes han adquirido la costumbre de sentarse más a menudo que los demás en las cimas en que la vida penetra en el alma y desde donde se ve que todo acto y todo pensamiento está infaliblemente ligado con alguna cosa grande e inmortal.

Mirad a los hombres y las cosas según la forma y el deseo de vuestra vista interior; pero no olvidéis jamás que la sombra que proyectan al pasar por encima de la colina o por encima del muro no es más que la imagen pasajera de una sombra más poderosa que se extiende como el ala de un cisne imperecedero sobre toda alma que se acerca a su alma. No creáis que semejantes pensamientos sean simplemente adornos, ni que ejerzan influencia alguna en la vida de los que los admiten. Importa menos transformar nuestra vida que percibirla, pues se transforma por sí misma desde el momento que ha sido vista. Esos pensamientos de que hablo forman el tesoro secreto del heroísmo, y el día en que la vida nos obliga a abrir ese tesoro, quedamos sorprendidos al no encontrar en él más fuerzas que las que nos impulsan a la belleza perfecta. Entonces, basta que muera un gran rey para recordar «que el mundo no acaba a las puertas de las casas»; y la cosa más pequeña basta para ennoblecer un alma cada noche.

Pero no os bastará pensar que Dios es grande y que os movéis en su luz, para vivir en la belleza y en las fecundas profundidades en que vivieron los héroes. Es posible que recordéis mañana y tarde que las manos de todas las potencias invisibles se agitan como un toldo de innumerables pliegues sobre vuestra cabeza, sin que percibáis nunca el menor gesto de esas manos. Hay que estar eficazmente atentos; y vale más velar en la plaza pública que dormirse en el templo.

Hay belleza y grandeza en todo, puesto que basta una circunstancia inesperada para hacérnosla ver. La mayor parte de los hombres lo saben, pero por más que lo sepan, sólo bajo el látigo de la fortuna o de la muerte rondan el muro de la existencia en busca de grietas por donde llegar hasta Dios. No ignoran que hay grietas eternas en las pobres paredes de una cabaña y que los más pequeños cristales no quitan una línea o una estrella a la inmensidad de los espacios celestes. Pero no basta poseer una verdad, es necesario que la verdad nos posea.

Y sin embargo, estamos en un mundo en que los menores acontecimientos asumen sin esfuerzo una belleza cada vez más pura y cada vez más elevada. Nada se mezcla tan fácilmente como la tierra y el cielo; y si habéis mirado las estrellas antes de abrazar a vuestra amante, no la abrazaréis de la misma manera que si hubieseis mirado las paredes de vuestro cuarto. Tened por seguro que el día en que os detuvisteis siguiendo un rayo de luz a través de una de las rendijas de la puerta de la vida, hicisteis algo tan grande como si hubieseis curado las heridas de un enemigo, pues en aquel momento ya no teníais enemigo.

Hay que vivir en acecho de nuestro Dios, porque Dios se oculta; pero sus ardides, una vez conocidos, ¡son tan risueños y sencillos! La menor cosa nos revela entonces su presencia, ¡y la grandeza de nuestra vida depende de tan poco! Así es que se encuentra, en las obras poéticas, un verso que, acá y acullá, en medio de los humildes acontecimientos de nuestros días ordinarios, parece entreabrir de pronto alguna cosa enorme. No se ha pronunciado ninguna palabra solemne y diríase que no se ha evocado nada; y sin embargo, ¿por qué una faz infalible nos ha hecho seña detrás de las lágrimas de un anciano? ¿Por qué toda una noche poblada de ángeles se extiende en torno de la sonrisa de un niño? ¿Y por qué, a propósito de una palabra balbuceada por un alma que canta trabajando en otra cosa, nos hemos dicho de pronto, reteniendo un instante nuestra respiración: «Esta es la casa de Dios, y aquí está una de las entradas del cielo»?

Es porque esos poetas estaban más atentos que nosotros «a la sombra interminable...» En el fondo, la poesía suprema no es más que eso, y no tiene más objeto que mantener abiertos «los grandes caminos que conducen de lo que se ve a lo que no se ve». Pero es también el fin supremo de la vida, y es mucho más fácil de alcanzar en la vida que en los más nobles poemas, puesto que los poemas han tenido que abandonar las dos grandes alas de silencio. No hay días pequeños. Es necesario que esta idea descienda a nuestra vida y que en ella se transforme en substancia. No se trata de estar tristes. Pequeñas alegrías, pequeñas sonrisas y grandes lágrimas, todo ocupa el mismo puesto en el espacio y en el tiempo. Podéis jugar en la vida tan inocentemente «como un niño en torno del lecho de un muerto» y los llantos no son indispensables. Las sonrisas, como las lágrimas, abren las puertas del otro mundo. Id, venid, salid; encontraréis lo necesario en las tinieblas, pero no olvidéis nunca que estáis cerca de las puertas.

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