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Authors: Maurice Maeterlinck

La inteligencia de las flores (9 page)

Entre los Himenópteros, que, en el mundo que estudiamos, representan la clase más intelectual, el genio constructor de nuestra maravillosa abeja doméstica es ciertamente igualado, en otros órdenes de arquitectura, por el de más de una abeja silvestre y solitaria; principalmente por el Megachile Sastre, pequeña mosca de mísera apariencia, que fabrica, para poner sus huevos, alvéolos formados de una multitud de discos y elipses cortados, con una precisión matemática, en las hojas de ciertos árboles.

Por falta de espacio no puedo, y lo siento muchísimo, citar las bellas y claras páginas que J. H. Fabre, con su conciencia habitual, consagra al profundo estudio de ese admirable trabajo; sin embargo, ya que la ocasión se presenta, escuchémosle, aunque no sea más que un instante y sobre un solo detalle:

«Con las piezas ovales, la cuestión cambia de aspecto. ¿Qué guía tiene el Megachile para cortar en bellas elipses la fina tela del robinero? ¿Qué modelo ideal conduce sus tijeras? ¿Qué métrica le dicta las dimensiones? No parece sino que el insecto es un compás viviente, apto para trazar la curva elíptica por cierta flexión del cuerpo, de la misma manera que nuestro brazo traza el círculo girando sobre el apoyo del hombro. Un ciego mecanismo, simple resultado de la organización, parece ser el único agente en su geometría. Esta explicación me tentaría si las piezas ovales de grandes dimensiones no fuesen acompañadas, para colmar sus huecos, de otras piezas mucho menores, pero igualmente ovales. Un compás que, por sí mismo, cambia de radio y modifica el grado de curvatura según las exigencias de un plan, me parece un mecanismo que se presta a muchas dudas. Debe haber algo mejor que eso. Las piezas redondas de la tapa nos lo dicen.

»Si, por la sola flexión inherente a su estructura, la cortadora de hojas llega a recortar óvalos, ¿cómo llega a cortar círculos? Para el nuevo trazado, de configuración y amplitud tan diferentes, ¿admitimos otros rodajes en la máquina? Bien que el nudo de la dificultad no está ahí. Esos círculos se adaptan, casi todos, a la boca del recipiente con una precisión casi rigurosa. Terminada la celdilla, la abeja vuela a centenares de pasos más lejos para hacer la tapa... Se posa sobre la hoja en que ha de recordar la pieza circular. ¿Qué imagen, qué recuerdo tiene del receptáculo que se trata de cubrir? Ninguno; no lo ha visto jamás, pues trabaja bajo tierra, en una profunda obscuridad. A lo sumo puede tener las indicaciones del tacto, no actuales, por cuanto el receptáculo ya no está allí, sino pasadas y sin eficacia en una obra de precisión. Sin embargo, la rodaja a recortar debe ser de un diámetro determinado: demasiado grande, no podría entrar; demasiado estrecha, cerraría mal, ahogaría el huevo bajando hasta la miel. ¿Cómo darle, sin modelo, las justas dimensiones? La abeja no vacila un instante. Con la misma celeridad que emplearía en cortar un lóbulo informe, recorta su disco, y este disco, sin más cuidados, resulta de las dimensiones que el depósito requiere. El que pueda explicar esa geometría que la explique. Para mí es inexplicable, aun admitiendo recuerdos proporcionados por el tacto y la vista...»

Añadamos que el autor ha contado que se necesitaban, para formar las celdillas de un Megachile congénere, el Megachile Sedoso, exactamente mil sesenta y cuatro de esas elipses y de esos discos, que deben ser recogidos y dispuestos en el curso de una existencia que dura algunas semanas...

No nos cansaríamos de coger a manos llenas preciosidades de esos inagotables tesoros. Por haber visto con tanta frecuencia sus telas extendidas por todas partes, creemos, por ejemplo, poseer nociones suficientes sobre el genio y los métodos de nuestras arañas familiares. Pero no es así; las realidades de una observación científica requieren un volumen entero en que se acumulan revelaciones de que no teníamos ninguna idea. Citaré simplemente, al azar, la armoniosa morada con arcadas de la araña Cloto, la asombrosa escapada funicular de los pequeñuelos de nuestra araña de los jardines, la campana de bucear del Argironeta, el verdadero hilo telefónico que pone en comunicación con la tela la pata de la Epeira oculta en su cabaña y le advierte que la agitación de sus lazos proviene de la captura de una presa o de un capricho de la brisa.

Es, pues, imposible, a menos de disponer de páginas ilimitadas, dedicar más de dos palabras a los milagros del instinto maternal, que se confunden con los de la alta industria y forman el centro luminoso de la psicología del insecto. Sería necesario disponer también de varios capítulos para dar una idea sucinta de los ritos nupciales que constituyen los episodios más extraños y fabulosos de esas Mil y Una Noches desconocidas...

En suma, las costumbres conyugales son espantosas, y, al revés de lo que pasa en todos los demás mundos, aquí es la hembra la que, en la pareja, representa la fuerza y la inteligencia al mismo tiempo que la crueldad y la tiranía que, al parecer, son su inevitable consecuencia. Casi todas las bodas concluyen con la muerte violenta o inmediata del esposo. Con frecuencia, la novia se come desde luego a cierto número de pretendientes. El tipo de esas uniones extrañas podría sernos ofrecido por los Escorpiones Languedocianos, que llevan, como es sabido, tenazas de cabrajo y una larga cola provista de un aguijón cuya picadura es en extremo peligrosa. Sirve de preludio a la fiesta un paseo de la pareja, tenazas dentro tenazas; luego, inmóviles, con los dedos siempre cogidos, se contemplan con beatitud, interminablemente, y transcurre el día sobre su éxtasis, y luego la noche, en tanto que permanecen frente a frente, petrificados de admiración. Luego, las frentes se acercan, se tocan, las bocas —si así puede llamarse el monstruoso orificio que se abre entre las tenazas— se unen en una especie de beso; después de lo cual traspasa al macho un aguijón mortal, y la terrible esposa se lo come y saborea con satisfacción.

Pero la Manta, el insecto extático, el de los brazos siempre levantados en actitud de invocación suprema, la horrible Manta Religiosa hace más: se come a sus esposos (porque, insaciable, consume a veces siete u ocho seguidos), mientras éstos la estrechan apasionadamente contra su corazón. Sus inconcebibles besos devoran, no metafóricamente, sino de una manera espantosamente real, al desdichado elegido de su alma o de su estómago. Empieza por la cabeza, baja al tórax y no se detiene hasta las patas posteriores, que considera demasiado coriáceas. Rechaza entonces los infortunados restos, mientras un nuevo amante, que espera el fin del monstruoso festín, avanza heroicamente para sufrir la misma suerte.

J. H. Fabre es verdaderamente el revelador de ese mundo nuevo, porque, por extraña que parezca la confesión en una época en que creemos conocer todo lo que nos rodea, la mayor parte de esos insectos, minuciosamente descriptos en las nomenclaturas, sabiamente clasificadas y bárbaramente bautizadas, casi nunca se los había observado en lo vivo, ni interrogado hasta el fin en todas las fases de sus apariciones evasivas y breves. Ha consagrado a la tarea de sorprender sus pequeños secretos, que son el reverso de los más grandes misterios, cincuenta años de una existencia solitaria, desconocida, pobre, con frecuencia vecina de la miseria; pero iluminada, cada día, por la alegría que aporta una verdad, que es la alegría humana por excelencia. ¡Pequeñas, verdades, se dirá, las que nos ofrecen las costumbres de una araña o de una langosta! No hay ya verdades pequeñas; no hay más que una, cuyo espejo, a nuestros ojos inciertos, parece roto; pero cada fragmento del cual, tanto si refleja la evolución de un astro como el vuelo de una abeja, contiene la ley suprema.

Y esas verdades así descubiertas tenían la suerte de caer en un pensamiento que sabía comprender lo que ellas no pueden decir sino con palabras embozadas, interpretar lo que ellas tienen para callar, y comprender al mismo tiempo la trémula belleza, casi invisible para la mayor parte de los hombres, que resplandece un instante en torno de todo lo que existe, y sobre todo en torno de lo que aun permanece muy cerca de la naturaleza y sale apenas del santuario de los orígenes.

Para que esos largos anales fuesen la abundante y deliciosa obra maestra que son y no el monótono y glacial repertorio de minúsculas descripciones y de actos insignificantes que amenazaban ser, se necesitaban dones diversos y, por decirlo así, enemigos. A la paciencia, a la precisión, a la minucia científica, a la ingeniosidad multiforme y práctica, a la energía de un Darwin en presencia de lo desconocido; a la facultad de expresar lo que es necesario, con orden, claridad y certeza, el venerable solitario de Serignan reúne varias de esas cualidades que no se adquieren, algunas de esas virtudes innatas de buen poeta que hacen de su prosa flexible, suave, segura, despojada de adornos añadidos y sin embargo adornada de atractivos sencillos y como involuntarios, una de las excelentes y duraderas prosas de nuestros tiempos, una de esas prosas que tienen su atmósfera propia, en que se respira con gratitud, con tranquilidad, y que no se encuentra sino en torno de las grandes obras.

Necesitábase, en fin —y no era ésta la menor exigencia del trabajo—, un pensamiento siempre dispuesto a hacer frente a todos los enigmas que, entre esas pequeñas materias, se alzan a cada paso tan desmesurados como los que pueblan los cielos y quizá más imperiosos, más numerosos, más extraños, como si la naturaleza hubiese dado aquí más libre curso a sus últimas voluntades y más fácil salida a sus pensamientos secretos. Está a la altura de todas esas interrogaciones sin límites que nos hacen obstinadamente todos los habitantes de ese mundo mínimo en que los misterios se superponen más compactos, más desconcertadores que en ningún otro. Encuentra y afronta así sucesivamente las terribles cuestiones del instinto y de la inteligencia, del origen de las especies, de la armonía o de los azares del universo, la vida prodigada a los abismos de la muerte; sin contar los problemas no menos vastos, pero más humanos, si cabe decirlo, y que, en lo infinito de los demás, se inscriben al alcance, si no a la disposición, de nuestra inteligencia: la partenogénesis, la prodigiosa geometría de las avispas y de las abejas, la espiral logarítmica del caracol, el sentido antenal, la fuerza milagrosa, que, en el aislamiento absoluto, sin que nada del interior pueda introducirse en él, decupla sobre el terreno el volumen del huevo del Minotauro y nutre, durante siete u ocho meses, con un alimento invisible y espiritual, no la letargia, sino la vida activa del escorpión y de los pequeñuelos de la tarántula y de la araña Cloto. No intenta explicarla por medio de uno de esos sistemas acomodaticios, como el transformismo por ejemplo, el cual, después de todo, se limita a trasladar el plano de las tinieblas, y que, dicho sea de paso, sale bastante mutilado de esas confrontaciones severas con incontestables hechos.

En espera de que un azar o un dios nos iluminen, se trata de guardar en presencia de lo desconocido el gran silencio religioso y atento que reina en absoluto en las mejores almas de hoy. A los que le dicen:

—Ahora que habéis recogido tantos detalles, deberíais hacer suceder la síntesis al análisis, y generalizar, en conjunto, el origen de los instintos.

Él contesta, con la humilde y magnífica lealtad que ilumina toda su obra:

—¿Por qué he removido algunos granos de arena en la orilla, me hallo en estado de conocer los abismos oceánicos? La vida tiene secretos insondables. El saber humano será borrado de los archivos del mundo antes de que hayamos arrancado a un mosquito su último secreto. El éxito es de los que meten ruido, de los afirmativos imperturbables. Sacudamos ese defecto y reconozcamos que, en realidad, no sabemos nada, si hay que conocer a fondo las cosas. Científicamente, la naturaleza es un enigma sin solución definitiva para la curiosidad del hombre. A la hipótesis sucede la hipótesis; los escombros de las teorías se amontonan y la verdad huye siempre. El saber ignorar podría ser la última palabra de la sabiduría.

No hay duda que eso es esperar demasiado poco. En el abismo, en el remolino sin fondo en que giran esos hechos contradictorios que se resuelven en la obscuridad, sabemos apenas tanto como nuestros antepasados de las cavernas; pero, al menos, sabemos que no sabemos nada. Recorremos la negra faz de los enigmas, tratamos de calcular su número, ordenar sus tinieblas, adquirir una idea de su situación y de su extensión. Lo cual ya es algo mientras llega el día de los primeros resplandores; es hacer, en presencia de los misterios, todo lo que hoy puede hacer la inteligencia de buena fe, y es también lo que hace el autor de esa incomparable Ilíada. Los mira atentamente. Consagra su vida a sorprender sus secretos más minuciosos; les prepara en sus pensamientos y en los nuestros el espacio necesario para sus evoluciones. Eleva a su altura la conciencia de su ignorancia y enseña a comprender más profundamente que son incomprensibles.

EL DESPERTAR DEL ALMA

Vendrá un tiempo tal vez, y muchas cosas anuncian que se acerca, llegará un tiempo tal vez en que nuestras almas se percibirán sin mediación de los sentidos. Es indudable que el dominio del alma se extiende de día en día. Está mucho más cerca de nuestro ser visible y toma en todos los actos una parte mucho mayor que hace dos o tres siglos. Diríase que nos acercamos a un período espiritual. Hay en la historia cierto número de períodos análogos, en que el alma, obedeciendo a leyes desconocidas, sale, por decirlo así, a la superficie de la humanidad y manifiesta más directamente su existencia y su poder. Esa existencia y ese poder se revelan de mil maneras inesperadas y diversas. Parece que en esos momentos la humanidad ha estado a punto de levantar un poco la pesada carga de la materia. Reina en ellos una especie de alivio espiritual; y las más duras e inflexibles leyes de la materia ceden acá y allá. Los hombres se encuentran más cerca de sí mismos y más cerca de sus hermanos; se miran y se quieren más gravemente y más íntimamente. Comprenden más profundamente y con más ternura al niño, a la mujer, a los animales, las plantas y las cosas. Las estatuas, las pinturas, los escritos que nos han dejado no son perfectos quizá; pero contienen vivos y cautivos no sé qué poder y qué gracias secretos. Debía haber en las miradas de los seres una fraternidad y esperanzas misteriosas; y en todas partes se encuentran, al lado de las huellas de la vida ordinaria, las huellas ondulantes de otra vida que no se explica.

Lo que sabemos del antiguo Egipto permite suponer que atravesó uno de esos períodos espirituales. En una época muy remota de la historia de la India, el alma debió acercarse a la superficie de la vida hasta un punto que no volvió a alcanzar jamás; y los restos o los recuerdos de su presencia casi inmediata producen todavía en el día extraños fenómenos. Hay otros momentos del mismo género en que el elemento espiritual parece luchar en el fondo de la humanidad como que se ahoga y bracea bajo las aguas de un caudaloso río. Recordad la Persia, por ejemplo, Alejandría y los dos siglos místicos de la Edad Media.

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