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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (37 page)

BOOK: La inmortalidad
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El tiempo gramatical de sus sueños obscenos era el futuro: la próxima vez harás esto y aquello, escenificaremos tal y cual situación… Ese futuro gramatical convierte el soñar en una permanente promesa (en una promesa que en el momento de recuperar la sobriedad pierde valor, pero como nunca se olvida vuelve a ser una y otra vez promesa). Por eso tuvo que suceder que una vez la esperara en el vestíbulo del hotel con su amigo M. Subieron los tres a la habitación, bebieron, rieron y después ellos empezaron a desnudarla. Cuando le quitaron el sujetador, se cogió los pechos con las manos, intentando cubrirlos por completo con las palmas. Luego la llevaron (sólo tenía puestas las bragas) hasta el espejo (el cuarteado espejo de la puerta del armario) y ella quedó allí en medio de los dos, con la mano izquierda en el pecho izquierdo y la derecha en el derecho, y se miraba fascinada en el espejo. Rubens se fijó muy bien en que mientras ellos dos la miraban a ella (su cara, sus manos que tapaban los pechos), ella no los veía, observándose como hipnotizada a sí misma.

14

El episodio es un concepto importante de la
Poética
de Aristóteles. A Aristóteles no le gustan los episodios. De todos los acontecimientos, según él, los peores son los acontecimientos episódicos. El episodio no es ni una consecuencia indispensable de lo que antecedía ni la causa de lo que seguiría; se halla fuera de ese encadenamiento causal de acontecimientos que es una historia. Es una simple casualidad estéril, que puede ser suprimida sin que una historia pierda su ligazón comprensible, y no es capaz de dejar una huella duradera en la vida de los personajes. Van ustedes en metro a un encuentro con la mujer de su vida y, un momento antes de la parada en que han de bajar, una joven desconocida, en la que no se habían fijado (ya que iban a encontrarse con la mujer de su vida y no se fijaban en nada más) sufre una indisposición repentina, se desmaya y se va a caer al suelo. Como están a su lado, la sujetan y la tienen entre sus brazos unos segundos hasta que ella abre los ojos. La sientan en un sitio que alguien deja libre para ella y, como en ese momento el tren comienza a frenar, se separan de ella casi con impaciencia para bajar y correr tras la mujer de su vida. En ese mismo momento la joven a la que poco antes tenían entre los brazos ya está olvidada. Esta historia es un típico episodio. La vida está repleta de episodios como un colchón lo está de lana, pero el poeta (según Aristóteles) no es un tapicero y debe eliminar todos los rellenos de la historia, aunque la vida real no se componga precisamente más que de rellenos como éste.

Su encuentro con Bettina fue para Goethe un episodio insignificante; no sólo ocupó cuantitativamente un espacio minúsculo del tiempo de su vida, sino que Goethe intentó por todos los medios que nunca desempeñase el papel de una causa y lo mantuvo cuidadosamente fuera de su biografía. Pero es precisamente aquí donde comprobamos la relatividad del concepto de episodio, una relatividad que Aristóteles no advirtió: nadie puede garantizar que un acontecimiento completamente episódico no lleve almacenado dentro de sí una fuerza que haga que en determinado momento, de forma inesperada, se convierta, pese a todo, en la causa de otros acontecimientos. Cuando digo en determinado momento, puede ser incluso después de la muerte, como sucedió precisamente en el caso del triunfo de Bettina, que se convirtió en una historia de la vida de Goethe cuando Goethe ya no vivía.

Podemos por lo tanto completar la definición que Aristóteles hace del episodio y decir: ningún episodio está
a priori
condenado a seguir siendo para siempre episodio, porque cualquier acontecimiento, aun el más insignificante, esconde dentro de sí la posibilidad de llegar a ser antes o después la causa de otros acontecimientos y convertirse así en una historia o una aventura. Los episodios son como minas. La mayoría nunca explota, pero precisamente el menos llamativo de ellos se convierte un buen día en una historia que resulta funesta. Va por la calle una mujer que desde lejos le mira con una mirada que le parecerá un tanto alocada. Cuando se le acerca, aminora el paso, se detiene y dice: «¿Es usted? ¡Llevo ya tanto tiempo buscándolo!» y le echa los brazos al cuello. Es aquella joven que cayó desmayada en sus brazos cuando iba usted a encontrarse con la mujer de su vida, con la que mientras tanto se casó y tuvo un hijo. Pero la joven que de pronto le encontró en la calle ha decidido enamorarse de su salvador y considerar aquel encuentro casual como una orden del destino. Le llamará cinco veces al día por teléfono, le escribirá cartas, visitará a su esposa y le explicará que lo ama desde hace tanto tiempo que tiene derecho a que sea suyo, hasta el punto de que la mujer de su vida perderá la paciencia, se pondrá tan furiosa que decidirá acostarse con el barrendero y después se marchará de casa con niño y todo. Usted, para escapar de la joven enamorada, que mientras tanto ha trasladado a su piso el contenido de sus armarios, se irá a vivir al otro lado del mar, donde morirá en la desesperación y la miseria. Si nuestras vidas fueran infinitas como la vida de los dioses antiguos, el concepto de episodio perdería sentido, porque en lo infinito cualquier acontecimiento, aun el más insignificante, encontraría su consecuencia y se desarrollaría hasta formar una historia.

La mujer que toca el laúd, con la que bailó cuando tenía él veintisiete años, no había sido para Rubens más que un episodio, un archiepisodio, un episodio total hasta el momento en que, quince años más tarde, se la encontró por casualidad en un parque romano. Entonces el episodio olvidado se convirtió de pronto en una pequeña historia, pero aquella historia siguió siendo en relación con la vida de Rubens una historia completamente episódica. No tenía la menor esperanza de transformarse en parte de lo que podríamos denominar su biografía.

Biografía: cadena de acontecimientos que consideramos importantes para nuestra vida. Pero ¿qué es importante y qué no lo es? En vista de que no lo sabemos (y de que ni siquiera se nos ocurre plantearnos una pregunta tan estúpidamente sencilla) aceptamos como importante lo que consideran importante los demás, por ejemplo el empresario que nos obliga a rellenar unos formularios: fecha de nacimiento, profesión de los padres, estudios, cambios de empleo y lugar de residencia (en mi antigua patria añadían: pertenencia al partido comunista), bodas, divorcios, nacimiento de los hijos, enfermedades graves, éxitos, fracasos. Es terrible pero es así: hemos aprendido a ver nuestra propia vida según la visión que de ella nos dan los formularios burocráticos o policiales. Es ya una pequeña rebelión incluir en nuestra biografía a una mujer que no sea nuestra propia esposa y semejante excepción sólo puede permitirse a condición de que haya desempeñado en nuestra vida un papel especialmente dramático, cosa que Rubens en absoluto podía afirmar de la mujer que toca el laúd. Además, por su aspecto y su comportamiento, la mujer que toca el laúd respondía a la imagen de la mujer-episodio: era elegante pero no llamaba la atención, bella sin deslumbrar, dispuesta a hacer el amor y sin embargo tímida; nunca importunaba a Rubens con confesiones sobre su vida privada, pero tampoco dramatizaba su discreto silencio ni lo convertía en un secreto intranquilizador. Era una verdadera princesa del episodio.

El encuentro de la mujer que toca el laúd con los dos hombres en el gran hotel parisino fue arrebatador. ¿Hicieron entonces el amor los tres juntos? No olvidemos que la mujer que toca el laúd se había convertido para Rubens en «una mujer amada más allá de las fronteras del amor»; el viejo imperativo de frenar el desarrollo de los acontecimientos para que la carga sexual del amor no se agote demasiado rápido (aquel mismo imperativo por culpa del cual, pensaba él, había dejado escapar a su joven esposa) volvió a despertarse. Justo antes de llevarla desnuda a la cama, le hizo una seña al amigo para que abandonara la habitación sin hacer ruido.

Su conversación mientras hacían el amor volvió por lo tanto a transcurrir en el futuro gramatical, como una promesa que nunca se cumpliría: el amigo M desapareció poco tiempo después por completo de su entorno y el arrebatador encuentro de dos hombres y una mujer quedó como un episodio sin continuación. Rubens siguió viendo a la mujer que toca el laúd dos o tres veces al año, cuando se le presentaba la oportunidad de ir a París. Luego sucedió que la ocasión ya no se presentó y casi desapareció de nuevo de su memoria.

15

Pasaron los años y estaba un día sentado con un conocido en una cafetería de una ciudad suiza junto a los Alpes, donde vivía. En la mesa de enfrente vio a una chica que lo miraba. Era guapa, con alargados labios sensuales (que hubiera comparado con la boca de una rana si se pudiera decir que una rana es hermosa) y le pareció que era precisamente la mujer que siempre había deseado. Incluso a una distancia de tres o cuatro metros le agradaba el tacto de su cuerpo y en aquel momento lo prefería a todos los demás cuerpos femeninos. Le miraba tan fijamente, que absorbido por su mirada no sabía lo que le estaba diciendo su acompañante y sólo pensaba con dolor en que dentro de unos minutos, al salir del café, iba a perder para siempre a aquella mujer.

Pero no la perdió porque, cuando pagó los dos cafés y se levantó, se levantó también ella y se dirigió, al igual que los dos hombres, hacia el edificio de enfrente, en el que debía celebrarse un momento más tarde una subasta de cuadros. Al cruzar la calle iba tan cerca de Rubens que era imposible no dirigirle la palabra. Se comportó como si lo esperase, se puso a charlar con él sin tomar en consideración al conocido, que iba junto a ellos, callado y sin saber qué hacer, hacia la sala de subastas. Cuando terminó, volvieron a encontrarse en el mismo café. Como no disponían más que de media hora, se dieron prisa para decirse todo lo que podía decirse. Sólo que al cabo de un rato resultó que no tenían gran cosa que decirse y la media hora duró más de lo que esperaban. La chica era una estudiante australiana, sus antepasados eran, en una cuarta parte, negros (no se apreciaba en sus rasgos, pero cuanto menos se notaba más le gustaba hablar de ello), estudiaba semiología de la pintura con un profesor de Zurich y durante un tiempo se había ganado la vida en Australia bailando semidesnuda en un bar. Todas aquellas informaciones eran interesantes pero al mismo tiempo le resultaban a Rubens tan ajenas (¿por qué bailaba semidesnuda en Australia? ¿por qué estudiaba semiología en Suiza? ¿y qué es la semiología?) que en lugar de despertar su curiosidad lo fatigaban, como un obstáculo que se vería obligado a superar. Por eso se alegró de que la media hora se acabara; en ese momento reapareció su entusiasmo inicial (porque no había dejado de gustarle) y se citó con ella para el día siguiente.

Y entonces todo le salió al revés: se despertó con dolor de cabeza, el cartero le trajo dos cartas desagradables y, durante una conversación telefónica con una institución oficial, una voz femenina impaciente se negó a entender qué era lo que quería. Cuando la estudiante apareció en el umbral de la puerta, sus malos presentimientos se vieron confirmados: ¿por qué se había vestido de una forma completamente distinta a la del día anterior? Llevaba unas enormes zapatillas, encima de las zapatillas se veían unos calcetines gruesos, encima de los calcetines unos pantalones de loneta gris, encima de los pantalones un anorak; hasta más arriba del anorak no pudo con satisfacción descansar finalmente la vista en su boca de rana, que seguía siendo igual de hermosa, pero a condición de olvidarse de todo lo que se veía del cuello para abajo.

Lo grave no era que la ropa que llevaba le quedara mal (no cambiaba en nada el hecho de que era una mujer guapa), lo que le inquietaba era que no la entendía: ¿por qué una mujer que va a una cita con un hombre con el que quiere hacer el amor no se viste para gustarle?, ¿quiere quizás dar a entender que las prendas de vestir son algo externo que no tiene importancia?, ¿o considera su anorak elegante y las enormes zapatillas seductoras?, ¿o simplemente no tiene consideración alguna por el hombre con el que ha quedado?

Quizá para buscar de antemano una disculpa por si el encuentro no respondía a todas las expectativas, él le comunicó que tenía un mal día: tratando de poner un tono de humor, enumeró todas las desgracias que le habían sucedido desde la mañana. Y ella sonrió con sus hermosos labios alargados: «El amor es el remedio contra todos los malos augurios». Le llamó la atención la palabra amor, que había perdido la costumbre de emplear. No sabía en qué sentido la empleaba ella. ¿Se refería al acto físico de hacer el amor? ¿O al sentimiento amoroso? Mientras él reflexionaba sobre esto, ella se desnudó rápidamente en un rincón de la habitación y luego se metió en la cama dejando encima de la silla sus pantalones de loneta y debajo de la silla las enormes zapatillas, dentro de las cuales metió los calcetines gruesos, unas zapatillas que, allí, en la casa de Rubens, detuvieron por un momento su largo peregrinar por las universidades australianas y las ciudades europeas.

Hicieron el amor de un modo increíblemente tranquilo y silencioso. Yo diría que Rubens había vuelto de pronto a la etapa de la mudez atlética, pero la palabra «atlética» no era del todo apropiada porque hacía ya tiempo que había perdido su juvenil orgullo por demostrar su poder físico y sexual; la actividad a la que se entregaron parecía tener más un carácter simbólico que atlético. Sólo que Rubens no tenía la menor idea de lo que debían simbolizar los movimientos que realizaban. ¿Ternura? ¿amor? ¿salud? ¿alegría de vivir? ¿impudicia? ¿amistad? ¿fe en Dios? ¿una oración para que se les concediera una larga vida? (La chica estudiaba semiología de la pintura. ¿No hubiera sido mejor que le revelase algo sobre la semiología del amor físico?) Efectuaba movimientos vacíos y por primera vez era consciente de que no sabía por qué los hacía.

Cuando hicieron una pausa en medio del acto amoroso (Rubens pensó que su profesor de semiología seguramente también hacía una pausa de diez minutos en medio de un seminario de dos horas) la chica pronunció (con la misma voz tranquila, serena) una frase en la que volvió a aparecer la incomprensible palabra «amor»; a Rubens se le ocurrió esta idea: de lo más profundo del universo llegarán a la tierra unos hermosos ejemplares de mujeres, sus cuerpos se parecerán al cuerpo de las mujeres terrícolas, pero serán totalmente perfectos porque el planeta del que provienen no conoce las enfermedades y los cuerpos carecen allí de enfermedades y defectos. Sólo que los hombres terrícolas que se encontrarán con ellas no sabrán de su pasado extraterrestre y por eso no las entenderán en absoluto; nunca sabrán qué efecto tendrá en esas mujeres lo que digan o hagan; nunca sabrán qué sentimientos se ocultan tras sus hermosos rostros. Con mujeres hasta tal punto desconocidas sería imposible hacer el amor, se decía Rubens. Luego rectificó: es posible que nuestra sexualidad esté tan automatizada que al fin y al cabo haga posible el amor físico incluso con mujeres extraterrestres, pero sería un amor al margen de todo tipo de excitación, un acto amoroso convertido en un mero ejercicio físico carente de sentimiento y de impudicia.

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