Si al hombre no le ha sido dado vivir con su ser amado y supeditarlo todo al amor, queda aún otro modo de escapar al Creador: irse a un convento. Agnes recuerda una frase de
La Cartuja de Parma
de Stendhal: «Fabricio se marchó; se retiró a la Cartuja de Parma». En ningún sitio de la novela aparece antes una cartuja y sin embargo esta única frase en la última página es tan importante que por ella le puso Stendhal el título a su novela; porque el verdadero objetivo de todas las aventuras de Fabricio era la cartuja; un lugar retirado del mundo y de la gente.
Al convento se iban en otros tiempos las personas que no estaban de acuerdo con el mundo y no consideraban como propias las penas y las alegrías mundanas. Pero nuestro siglo se niega a reconocerle a la gente el derecho a no estar de acuerdo con el mundo y por eso los conventos a los que podía huir Fabricio ya no se encuentran. Ya no hay sitios retirados del mundo y de la gente. De un sitio como aquél sólo queda el recuerdo, el ideal del convento, el sueño del convento. La cartuja. Se retiró a la Cartuja de Parma. La visión del convento. En pos de esa visión hace ya siete años que Agnes viaja a Suiza. En pos de la cartuja de los caminos apartados del mundo.
Agnes se acordó de un momento particular que había vivido aquella misma tarde, cuando fue por última vez a vagar por el campo. Llegó a un arroyo y se tumbó en la hierba. Llevaba ya bastante tiempo allí y tenía la sensación de que la corriente penetraba dentro de ella y arrastraba consigo todos sus dolores y su suciedad: su yo. Un momento particular, inolvidable: olvidaba el yo, perdía el yo, estaba sin yo; y en eso consistía la felicidad.
Al acordarse de aquel momento se le ocurre a Agnes una idea, confusa, huidiza, y sin embargo tan importante (quizá la más importante de todas) que trata de apresarla para sí misma mediante palabras:
Lo que de la vida es insoportable, no es
ser
, sino
ser su yo
. El Creador y su computadora dejaron sueltos en el mundo a miles de millones de yos con sus vidas. Pero además de esa enorme cantidad de vidas es posible imaginar un ser más fundamental, que estaba ahí antes aún de que el Creador comenzara a crear, un ser sobre el que no tenía y no tiene influencia. Cuando estaba hoy tumbada en la hierba y penetraba dentro de ella el canto monótono del arroyo, que arrastraba consigo a su yo, la suciedad del yo, participaba de este ser fundamental que se manifestaba en la voz del tiempo que transcurría y en el azul del cielo; ahora sabe que no hay nada más bello.
La carretera hacia la cual se desvió desde la autopista es silenciosa y brillan sobre ella las lejanas, enormemente lejanas estrellas. Agnes se dice:
Vivir, en eso no hay felicidad alguna. Vivir: llevar por el mundo a su dolorido yo.
Pero ser, ser es felicidad. Ser: convertirse en fuente, en recipiente de piedra sobre el que cae el universo como una lluvia tibia.
Siguió caminando durante mucho tiempo, le dolían las piernas, trastabilló y finalmente se sentó sobre el asfalto, exactamente en medio del carril derecho de la carretera. Tenía la cabeza escondida entre los hombros, tocaba las rodillas con la nariz y la espalda doblada le quemaba, consciente de que estaba expuesta al metal, a la chapa, al choque.
Tenía el pecho encogido, su pobre pecho estrecho en el que ardía la amarga llama del yo dolorido que no la dejaba pensar más que en sí misma. Ansiaba un choque que la destrozara y ahogara esa llama.
Cuando oyó que se aproximaba el coche, se encogió aún más, el ruido se hizo insoportable, pero en lugar del golpe que esperaba, la alcanzó sólo un fuerte golpe de viento desde la derecha, que hizo girar su cuerpo sentado. Se oyó el chirrido de unos frenos, luego el terrible estruendo de un choque; no vio nada, porque tenía los ojos cerrados y la cara apretada contra las rodillas, sólo se maravilló de seguir viva y de seguir sentada como antes.
Volvió a oír el sonido de un motor que se acercaba; esta vez cayó al suelo, el ruido del choque sonó muy cerca y tras él oyó un grito, un grito indescriptible, un grito tremendo que le hizo pegar un salto. Estaba de pie en medio de la carretera vacía; a una distancia de unos doscientos metros veía llamas y desde otro sitio, más cercano, se elevaba de la cuneta hacia el cielo oscuro aquel mismo indescriptible, tremendo grito.
El grito era tan acuciante, tan imponente, que el mundo a su alrededor, el mundo que se le había ido de las manos, se volvió real, de colores, cegador, ruidoso.
Estaba en medio de la carretera y se sentía de pronto grande, poderosa, fuerte; el mundo, aquel mundo perdido que se negaba a oírla, volvía a ella con el grito y aquello era tan hermoso y tan tremendo que ella también sintió ganas de gritar, pero no pudo, su voz estaba ahogada en su garganta y no era capaz de reavivarla.
Se encontró en medio de la cegadora luz de un tercer coche. Quiso saltar hacia un lado, pero no supo hacia cuál; oyó el chirrido de unos frenos, el coche pasó a su lado y sonó el ruido de un choque. En ese momento el grito que tenía en la garganta por fin se despertó. Desde la cuneta, siempre desde el mismo sitio, no había dejado de oírse el alarido de dolor y ella ahora le respondía.
Después se volvió y escapó. Escapó gritando, fascinada porque su débil voz era capaz de emitir semejante grito. Allí donde la carretera se unía a la autopista había un teléfono en un poste. Lo descolgó:
—¡Oiga! ¡Oiga!
Por fin al otro lado se oyó una voz.
—¡Ha ocurrido una desgracia! —La voz le pedía que dijera el sitio, pero ella no sabía dónde estaba, así que colgó y corrió de vuelta hacia la ciudad de la que había salido por la tarde.
Hace sólo unas horas me insistía en que los neumáticos hay que pincharlos manteniendo un orden estricto: primero el delantero derecho, después el delantero izquierdo, después el trasero derecho, después los cuatro. Pero aquello era sólo una teoría para impresionar al público ecologista y a su amigo demasiado crédulo. En realidad Avenarius actuaba sin el menor sistema. Corría por la calle y cuando le venía en gana, sacaba el cuchillo y pinchaba el neumático más cercano.
Mientras estábamos en el restaurante me explicaba que hay que volver a meter el cuchillo debajo de la chaqueta cada vez que se emplea, dejarlo colgado del correaje y seguir corriendo con las manos libres. En primer lugar porque así se corre mejor, y además por motivos de seguridad: no es conveniente exponerse al riesgo de que alguien te vea con el cuchillo en la mano. La acción de pinchar debe ser brusca y breve, no debe durar más de unos cuantos segundos.
La desgracia fue que Avenarius, que en la teoría era un dogmático, en la práctica se comportaba con negligencia, sin método y con una peligrosa tendencia a la comodidad. Acabó de pinchar en una calle desierta dos neumáticos de un coche (en lugar de los cuatro), se irguió y continuó corriendo con el cuchillo en la mano, contra todas las reglas de seguridad. El siguiente coche hacia el que se dirigía estaba en la esquina. Extendió el brazo cuando se hallaba aún a una distancia de cuatro o cinco pasos (o sea nuevamente contra las reglas: demasiado pronto) y en ese momento oyó junto a su oreja derecha un grito. Lo miraba una mujer petrificada de miedo. Debía de haber doblado la esquina precisamente en el momento en que toda la atención de Avenarius estaba fija en el blanco elegido junto a la acera. Se alzaban el uno frente al otro y, como él también se había quedado paralizado por el susto, su brazo permanecía extendido e inmóvil. La mujer era incapaz de separar los ojos del cuchillo desenvainado y volvió a gritar. Avenarius volvió entonces en sí y colocó el cuchillo en el correaje, bajo la chaqueta. Para tranquilizar a la mujer, le sonrió y le preguntó: «¿Podría decirme qué hora es?». Como si aquella pregunta le hubiera producido a la mujer un pavor aún mayor que el cuchillo, dio un tercer grito espantoso.
En ese momento se aproximaban a ellos, cruzando la calle, unos caminantes nocturnos y Avenarius cometió un error fatal. Si hubiera vuelto a sacar el cuchillo y hubiera empezado a agitarlo furiosamente, la mujer se habría recuperado de su parálisis y habría emprendido la huida, arrastrando consigo a todos los que casualmente pasaban por allí. Pero a él se le ocurrió comportarse como si nada hubiera pasado y repitió con voz amable: «¿Podría decirme qué hora es?».
Cuando la mujer vio que se acercaba alguien y que Avenarius no tenía intención de hacerle daño, emitió un cuarto grito espantoso y luego le acusó ante todos los que podían oírla: «¡Me amenazó con un cuchillo! ¡Me quería violar!».
Con un movimiento que expresaba su absoluta inocencia, Avenarius abrió los brazos: «Lo único que quería», dijo, «era saber la hora».
Del pequeño grupo que se había formado se separó un hombre pequeño vestido de uniforme, un policía. Preguntó qué pasaba. La mujer repitió que Avenarius había intentado violarla.
El pequeño policía se acercó tímidamente a Avenarius, que con su mayestática altura extendió el brazo y dijo con voz potente: «¡Soy el profesor Avenarius!».
Aquellas palabras y la dignidad con la que fueron pronunciadas impresionaron al guardia; parecía que iba a pedir a los curiosos que se dispersaran y dejar marchar a Avenarius.
Pero la mujer, al perder el miedo, se volvió agresiva: «¡Aunque fuera usted el profesor Kapilarius!», gritó. «¡Me amenazó con un cuchillo!».
De la puerta de una casa, a un par de metros de distancia, salió un hombre. Andaba de un modo peculiar, como sonámbulo, y se detuvo en el momento en que Avenarius explicaba con voz firme: «Lo único que hice fue preguntarle la hora a esta señora».
La mujer, como si sintiese que Avenarius se ganaba con su dignidad la simpatía del público, comenzó a gritarle al policía: «¡Tiene un cuchillo debajo de la chaqueta! ¡Lo ha escondido bajo la chaqueta! ¡Un cuchillo enorme! ¡Regístrelo!».
El policía se encogió de hombros y le dijo a Avenarius casi como pidiéndole disculpas: «¿Sería tan amable de desabrocharse la chaqueta?».
Avenarius permaneció inmóvil durante un momento. Luego comprendió que lo único que podía hacer era obedecer. Se desabrochó lentamente la chaqueta y la abrió de tal modo que todos pudieron ver el ingenioso sistema de correas que rodeaba su pecho y el terrorífico cuchillo de cocina que colgaba de ellas.
El círculo de personas que lo rodeaba resolló de estupor, mientras el sonámbulo se acercaba a Avenarius y le decía: «Soy abogado. Si necesita mi ayuda, ésta es mi tarjeta. Sólo quiero decirle, una cosa. No tiene obligación de responder a las preguntas. Puede exigir desde el comienzo la presencia de un abogado».
Avenarius aceptó la tarjeta y la metió en el bolsillo. El guardia lo cogió del brazo y se dirigió a los presentes: «¡Circulen! ¡Circulen!».
Avenarius no ofreció resistencia. Comprendió que estaba detenido. Después de que todos vieran el gran cuchillo de cocina que colgaba sobre su barriga, ya no recibió la menor manifestación de simpatía por parte de nadie. Se volvió hacia el hombre que había dicho que era abogado y le había dado su tarjeta de visita. Pero ya se alejaba y no miraba hacia atrás: se dirigió hacia uno de los coches aparcados y metió la llave en la cerradura. Avenarius llegó a ver aún cómo el hombre se separaba del coche y se ponía en cuclillas junto a las ruedas.
En ese momento el policía apretó con fuerza su brazo y lo llevó a un lado.
El hombre que estaba junto al coche suspiró «¡Dios mío!» y todo su cuerpo comenzó a estremecerse en llanto.
Subió llorando a casa y se precipitó hacia el teléfono. Llamó al servicio de taxis. En el auricular una voz extraordinariamente suave decía: «Taxi, París. Un momento, por favor, atenderemos ahora mismo su llamada…», luego se oyó una música en el auricular, un alegre canto de voces femeninas, y un sonido de percusión; al cabo de un largo rato la música se interrumpió y volvió a hablarle la voz suave, pidiéndole que esperara otro momento más. Tenía ganas de gritar que no podía esperar porque su mujer se estaba muriendo, pero sabía que gritar no tenía sentido porque la voz que le hablaba estaba grabada en una cinta y nadie hubiera oído sus protestas. Después volvió a sonar la música, las voces femeninas que cantaban, gritos, percusión y al cabo de un buen rato oyó una voz femenina real a la que reconoció de inmediato, porque no era suave, sino muy desagradable e impaciente. Cuando dijo que necesitaba un taxi que lo llevara a varios cientos de kilómetros de París, la voz le rechazó de inmediato y cuando intentó explicar que necesitaba ese taxi desesperadamente, volvió a su oído la alegre música, la percusión, el canto de las voces femeninas y al cabo de un largo rato la suave voz de la cinta magnetofónica le invitó a esperar pacientemente.
Colgó el teléfono y marcó el número de su asistente. Pero en lugar del asistente, al otro lado sonó una voz grabada: una voz graciosa, coqueta, deformada por la sonrisa: «Me complace que por fin os hayáis acordado de mí. No sabéis cuánto lamento no poder hablar con vosotros, pero si me dejáis vuestro número de teléfono estaré encantado de llamaros en cuanto pueda…».
«Idiota», dijo y colgó.
¿Por que no está Brigitte en casa? Ya debería haber vuelto a casa hace tiempo, se repitió por centésima vez y fue a ver si estaba en su habitación, aunque era imposible que no la hubiera oído entrar.
¿A quién más podía dirigirse? ¿A Laura? Seguro que ella le prestaría el coche de buena gana, pero insistiría en ir con él; y eso era precisamente lo que no estaba dispuesto a aceptar: Agnes se había peleado con su hermana y Paul no quería hacer nada contra su voluntad.
Después se acordó de Bernard. Los motivos por los que había dejado de relacionarse con él le parecían de pronto ridículamente insignificantes. Marcó su número. Bernard estaba en casa.
Le explicó lo que había pasado y le pidió que le prestara el coche.
«Salgo inmediatamente para tu casa», dijo Bernard y a Paul le inundó en ese momento un gran amor por su antiguo amigo. Tenía ganas de abrazarlo y llorar sobre su pecho.
En realidad, se alegraba de que Brigitte no estuviera en casa. Deseaba que no llegara, para poder ir solo a ver a Agnes. De pronto todo había desaparecido, la cuñada, la hija, todo el mundo, sólo quedaban él y Agnes; no quería que estuviera un tercero con ellos. Estaba seguro de que Agnes se estaba muriendo. Si su estado no hubiera sido trágico no le habrían llamado de un hospital rural en medio de la noche. En lo único en que pensaba ahora era en encontrarla aún con vida. Poder besarla todavía. Estaba loco de ganas de besarla. Ansiaba un beso final, un último beso en el que retener como en una red su rostro que pronto desaparecería y del que sólo le quedaría el recuerdo.