Ahora no podía hacer otra cosa que esperar. Empezó a ordenar su escritorio e inmediatamente se asombró de que pudiera en semejante momento dedicarse a tan insignificante actividad. ¿Qué le importa que el escritorio esté ordenado o no? ¿Y por qué hacía un momento le había dado a un desconocido, en la calle, su tarjeta de visita? Pero era incapaz de detenerse: ordenaba los libros que había en un costado del escritorio, arrugaba sobres de viejas cartas y los tiraba a la papelera. Era consciente de que es precisamente así como actúan las personas cuando sucede una desgracia: como sonámbulas. La inercia de lo cotidiano procura mantenerlas en los rieles de la vida. Miró el reloj. Ya había perdido por culpa de los neumáticos pinchados casi media hora. Date prisa, date prisa, le decía para sus adentros a Bernard, que Brigitte no me encuentre, que pueda ir solo a ver a Agnes y que llegue a tiempo.
Pero no tuvo suerte. Brigitte volvió justo antes de que llegara Bernard. Los dos amigos se abrazaron, Bernard se volvió a marchar a su casa, y Paul y Brigitte subieron al coche de ella. Conducía él e iba todo lo rápido de que era capaz.
Veía la figura de una mujer de pie en medio del camino, de una mujer intensamente iluminada por un potente reflector, con los brazos extendidos como si bailase; era como la aparición de una bailarina que estirara el telón al final de una obra, porque luego ya no habría nada y, de toda la representación anterior, de pronto olvidada, sólo quedaba aquella última imagen. Después ya sólo hubo cansancio, un cansancio tan grande, parecido a un pozo profundo, que las enfermeras y los médicos creyeron que estaba inconsciente mientras lo percibía todo y era consciente, con asombrosa claridad, de que se estaba muriendo. Era incluso capaz de sentir cierto asombro por no experimentar nostalgia alguna, lástima alguna, pavor alguno, nada de lo que hasta entonces relacionaba con la idea de muerte.
Luego vio que la enfermera se inclinaba hacia ella y la oyó susurrar: «Su marido ya está en camino. Viene a verla. Su marido».
Agnes sonrió. Pero ¿por qué sonrió? Había recordado algo de la representación olvidada: sí, estaba casada. Y después emergió también el nombre: ¡Paul! Sí, Paul. Paul. Paul. Era la sonrisa del repentino encuentro con una palabra perdida. Como si a uno le muestran el osito al que no ha visto desde hace cincuenta años y lo reconoce.
Paul, decía para sus adentros y sonreía. Aquella sonrisa se le quedó luego en la boca, aunque ya había vuelto a olvidar su motivo. Estaba cansada y cualquier cosa la cansaba. Sobre todo no tenía fuerzas para sostener ni una mirada. Tenía los ojos cerrados para no ver a nadie ni nada. Todo lo que ocurría a su alrededor la molestaba y la importunaba y ella deseaba que no ocurriera nada.
Después volvió a recordar: Paul. ¿Que le decía la enfermera? ¿Que va a venir? El recuerdo de la representación olvidada que era su vida se hizo de pronto más claro. Paul. ¡Va a venir Paul! En ese momento deseó intensa, apasionadamente, que ya no la viera. Estaba cansada, no quería miradas. No quería la mirada de Paul. No quería que la viese morir. Tenía que darse prisa en morir.
Y por última vez se repitió la situación básica de su vida: huye y alguien la persigue. Paul la persigue. Y ahora ella ya no lleva en la mano objeto alguno. Ni cepillo, ni peine, ni cinta. Está desarmada. Está desnuda, vestida sólo con una especie de sudario blanco de hospital. Ha llegado a la recta final en la que ya no hay nada que la ayude, en la que sólo puede confiar en la velocidad de su carrera. ¿Quién será más rápido, Paul o ella? ¿Su muerte o la llegada de él?
El cansancio se hizo aún más profundo y ella tenía la sensación de que se alejaba con rapidez, como si alguien tirase de su cama hacia atrás. Abrió los ojos y vio a la enfermera con su bata blanca. ¿Qué cara tendría? Ya no la distinguió. Y le vinieron a la mente las palabras: «No, allá no hay rostros».
Cuando se acercó con Brigitte a la cama vio el cuerpo con la cabeza cubierta por la sábana. La mujer de la blusa blanca le dijo: «Murió hace un cuarto de hora».
La brevedad del tiempo que lo separaba de cuando aún estaba viva exacerbó su desesperación. Se le había escapado por quince minutos. Se le escapaba por quince minutos la posibilidad de llenar de sentido su vida, que quedaba así de pronto interrumpida, insensatamente truncada. Le dio la impresión de que en los veinticinco años que habían vivido juntos nunca había sido suya, nunca la había tenido; y que para culminar y terminar la historia de su amor le faltaba el último beso; el último beso para apresarla aún viva con su boca, para mantenerla en su boca.
La mujer de la blusa blanca corrió la sábana. Vio la cara que le era familiar, pálida, hermosa y sin embargo completamente distinta: sus labios, aunque con la misma mesura, formaban una línea que nunca había visto. Su cara tenía una expresión que no entendía. No era capaz de inclinarse hacia ella y besarla.
Brigitte, a su lado, se echó a llorar, con la cabeza escondida en el pecho de él y estremecida por los sollozos.
Volvió a mirar a Agnes: aquella curiosa sonrisa que nunca le había visto, aquella sonrisa en la cara que tenía los párpados cerrados, no le pertenecía a él, le pertenecía a alguien a quien no conocía y decía algo que no entendía.
La mujer de la blusa blanca cogió a Paul con fuerza del brazo; él estaba a punto de desmayarse.
El cuadrante
Cuando el niño nace, empieza a chupar el pecho de su mamá. Cuando su mamá le quita el pecho, se chupa el pulgar.
Una vez Rubens le preguntó a una mujer: «¿Por qué deja que su hijo se chupe el dedo? ¡Ya tiene diez años!». Ella se enfadó: «¿Pretende que se lo prohíba? ¡Eso prolonga su relación con el pecho materno! ¿Quiere que le produzca un trauma?».
Así que el niño se chupó el dedo hasta que a los trece años llegó el momento de cambiarlo armónicamente por el cigarrillo.
Cuando más tarde Rubens le hizo el amor a la madre que defendía el derecho de su vástago a chuparse el dedo, le puso a ella en la boca durante el coito su propio pulgar y, moviendo lentamente la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha, ella le chupó el pulgar. Tenía los ojos cerrados y soñaba que le hacían el amor dos hombres.
Esta pequeña historia le facilitó a Rubens un dato importante, porque descubrió así el modo de poner a prueba a las mujeres: les metía el pulgar en la boca y analizaba su reacción. Las que lo chupaban se sentían sin duda atraídas por el amor colectivo. Las que permanecían impasibles al pulgar eran irremisiblemente sordas a las tentaciones perversas.
Una de las mujeres en las que descubrió tendencias orgiásticas mediante la «prueba del pulgar» le quería de verdad Después de hacer el amor cogió su pulgar y lo beso con torpeza, lo cual quería decir: ahora quiero que tu pulgar se convierta de nuevo en pulgar y, después de todo lo que he imaginado, estoy feliz de estar aquí contigo, los dos solos.
Las transformaciones del pulgar o de cómo se mueven las manecillas en el cuadrante de la vida.
En el cuadrante, las manecillas dan vueltas en círculos. También el zodíaco, tal como lo dibuja un astrólogo, tiene aspecto de cuadrante. El horóscopo es un reloj. Creamos o no en los pronósticos de la astrología, el horóscopo es una metáfora de la vida que contiene una gran sabiduría.
¿Cómo dibuja el astrólogo un horóscopo? Traza un círculo, la imagen de la esfera celeste, y lo divide en doce partes que representan los diversos signos: Capricornio, tauro, géminis, etcétera. En este círculo-zodíaco dibuja luego los signos gráficos del sol, la luna y los siete planetas, exactamente en el sitio en que estaban las estrellas en el momento del nacimiento del interesado. Es como si dibujase en el cuadrante de un reloj, regularmente dividido en doce horas, nueve cifras más, irregularmente ubicadas. En el cuadrante giran nueve manecillas: son nuevamente el sol, la luna y los planetas, pero tal como se mueven realmente por el universo durante su vida. Cada uno de los planetas-manecillas establece permanentemente nuevas relaciones con los planetas-cifras, los signos inmóviles del horóscopo del interesado.
La irrepetible irregularidad con la que se agruparon las estrellas en el cuadrante del zodíaco en el momento del nacimiento de una persona, éste es el tema permanente de su vida, su definición algebraica, las huellas dactilares de su personalidad; las estrellas inmovilizadas en su horóscopo forman, una en relación con otra, ángulos cuyo valor expresado en grados tiene distinto significado (negativo, positivo, neutro): imagínense que su amorosa Venus tiene una relación tensa con su agresivo Marte; que Sol, que representa su personalidad, se ve fortalecido por la conjunción con el enérgico y aventurero Urano; que la sexualidad simbolizada por Luna va unida al soñador Neptuno y así en adelante. Pero a lo largo de su recorrido, las manecillas móviles de las estrellas tocarán los puntos fijos del horóscopo y pondrán en juego (debilitarán, favorecerán, harán peligrar) diversos elementos de su tema vital. Y eso es la vida: no se parece a una novela picaresca en la que el protagonista se ve sorprendido, de capítulo en capítulo, por acontecimientos siempre novedosos que no tienen denominador común alguno. Se parece a la composición que los músicos llaman
variaciones sobre un mismo tema
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Urano recorre el cielo con relativa lentitud. Tarda siete años en atravesar un signo. Supongamos que está hoy en una situación dramática con respecto al inmóvil Sol de su horóscopo (pongamos por caso en un ángulo de 90 grados): atraviesan ustedes una época difícil: al cabo de veintiún años esa situación se repetirá (Urano formará un ángulo de 180 grados con respecto a su Sol, lo cual tiene un significado igualmente infausto), pero sólo será una repetición aparente, porque en el mismo momento en que su Sol se vea afectado por Urano, Saturno estará en el cielo en tan armónica relación con su Venus que la tormenta pasará junto a ustedes como de puntillas. Será como si volvieran a tener la misma enfermedad pero la pasarán en un sanatorio fantástico donde, en lugar de ser atendidos por enfermeras impacientes, lo serán por ángeles.
Dicen que la astrología nos hace fatalistas: ¡no te librarás de tu destino! A mi juicio, la astrología (me refiero a la astrología como metáfora de la vida) nos dice algo mucho más sutil: ¡no te librarás de tu tema vital! De ello se desprende, por ejemplo, que es una pura ilusión pretender empezar en medio de la vida una «nueva vida» que no se parezca a la anterior, empezar, como suele decirse, desde cero. Su vida estará siempre construida del mismo material, de los mismos ladrillos, de los mismos problemas, y lo que en un primer momento les parece una «nueva vida» resultará muy pronto ser una simple variación de la anterior.
El horóscopo se parece a un reloj y el reloj es una escuela de finitud: en cuanto una manecilla describe un círculo y regresa al punto del que partió, se cierra una fase. En el cuadrante del horóscopo giran nueve manecillas a diversas velocidades y a cada momento una fase se cierra y otra comienza. Cuando la persona es joven, no es capaz de percibir el tiempo como círculo, sino como camino que conduce directamente hacia delante, hacia paisajes permanentemente cambiantes; todavía no intuye que su vida sólo contiene un tema; lo comprende en el momento en que su vida comienza a componer sus primeras variaciones.
Rubens tenía unos catorce años cuando lo detuvo por la calle una niña que tendría la mitad de su edad y le preguntó: «Por favor, señor, ¿puede decirme la hora?». Era la primera vez que una desconocida le trataba de usted y le decía señor. Le embargó la felicidad y le pareció que ante él se abría una nueva etapa de su vida. Luego se olvidó de aquel episodio y no volvió a recordarlo hasta que una guapa señora le dijera: «Cuando usted era joven, ¿también pensaba que…?». Era la primera vez que alguien se refería a su juventud como algo pasado. En aquel momento se le presentó la imagen de la niña olvidada que una vez le había preguntado la hora y comprendió que aquellas dos figuras femeninas estaban relacionadas. Eran dos figuras carentes en sí mismas de significado, encontradas por casualidad, y sin embargo cuando las relacionaba aparecían como dos acontecimientos significativos en el cuadrante de su vida.
Lo diré de otro modo: imaginemos que el cuadrante de la vida de Rubens está situado en un enorme reloj medieval, por ejemplo en aquél a cuyo lado pasé durante veinte años por la plaza de la Ciudad Vieja, en Praga. El reloj da la hora y encima del cuadrante se abre una ventanita: sale por ella una marioneta, una niña de siete años que pregunta la hora. Y más tarde, cuando la misma lentísima manecilla llega al cabo de muchos años a un nuevo número, las campanas comienzan a sonar, vuelve a abrirse la ventanita y sale la marioneta de una mujer joven que pregunta: «Y cuando usted era joven…».
Cuando era muy joven no se atrevía a confiarle a ninguna mujer sus fantasías eróticas. Creía que tenía que transformar toda la energía amatoria, sin excepción, en un rendimiento físico asombroso dentro del cuerpo de la mujer. Sus jóvenes compañeras eran, por lo demás, de la misma opinión. Recuerda vagamente a una de ellas, llamémosla A, que se arqueó en pleno acto amoroso sobre los codos y los pies, formó con su cuerpo un puente sobre el que se tambaleó y estuvo a punto de caerse de la cama. Aquel gesto deportivo estaba lleno de significados apasionados por los que Rubens le estaba agradecido. Atravesaba su
primera etapa
: la de la
mudez atlética
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Esa mudez la fue perdiendo gradualmente; le pareció un gran atrevimiento referirse por primera vez en voz alta ante una chica a alguna de las partes sexuales de su cuerpo. Pero el atrevimiento no fue tan grande como le parecía, porque la expresión escogida era un tierno diminutivo o una perífrasis poética. Sin embargo se quedó maravillado de su atrevimiento (y sorprendido de que la chica no le hubiera hecho callar) y comenzó a inventar las más complicadas metáforas para poder hablar, mediante un recurso poético, del acto sexual. Esa fue la
segunda etapa
: la de las
metáforas
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En aquella época salía con una chica llamada B. Tras la habitual introducción verbal (llena de metáforas) hicieron el amor. Cuando ella estaba a punto de gozar, le dijo de pronto una frase en la que se refería a su propio órgano sexual con una expresión unívoca y no metafórica. Esa era la primera vez que oía aquella palabra en boca de una mujer (lo cual representa también, por cierto, uno de los instantes gloriosos del cuadrante). Sorprendido, deslumbrado, comprendió que en aquel término brutal había más encanto y fuerza explosiva que en todas las metáforas que jamás se hayan inventado.