—¿Y no sientes curiosidad?
—No —sonrió alegremente Laura.
—Deberías sentirla. Bertrand Bertrand es el mayor problema de Bernard Bertrand.
—No me da esa impresión —dijo Laura, convencida de que era ella la que se había convertido en el mayor problema de Bernard.
—¿Sabes que el viejo Bertrand quería que Bernard hiciera carrera en la política? —le preguntó Paul a Laura.
—No —dijo Laura y se encogió de hombros.
—En esa familia la carrera política se hereda como si fuera un terreno. Bertrand Bertrand contaba con que su hijo se presentara un día como candidato a diputado en su lugar. Pero Bernard tenía veinte años cuando oyó en las noticias de la radio la siguiente frase: «En la catástrofe aérea sobre el océano Atlántico murieron ciento treinta y nueve pasajeros, de los cuales siete eran niños y cuatro periodistas». Hace ya mucho tiempo que nos hemos acostumbrado a que en noticias como ésta se mencione a los niños como una parte excepcionalmente valiosa de la humanidad. Pero esta vez la locutora añadió también a los periodistas e iluminó de pronto a Bernard con la luz del conocimiento. Comprendió que el político es en la época actual una figura ridícula y decidió convertirse en periodista. La casualidad quiso que yo tuviera en aquella época un seminario en la facultad de derecho y que él asistiese. Así se llevó a cabo la traición a la carrera política y la traición al padre. ¡Esto sí te lo habrá contado Bernard!
—Sí —dijo Laura—. ¡Te adora!
En ese momento entró un negro con una cesta de flores. Laura le hizo señas. El negro mostró unos hermosos dientes blancos y Laura cogió de su cesto un ramillete de cinco claveles medio mustios; se lo dio a Paul:
—Toda mi felicidad te la debo a ti.
Paul metió la mano en el cesto y sacó otro ramillete de claveles.
—¡Hoy la agasajada eres tú, no yo! —Y le dio las flores a Laura.
—Sí, hoy la agasajada es Laura —dijo Agnes y sacó del cesto un tercer ramillete de claveles.
Laura tenía los ojos húmedos y decía: «Me siento tan bien, me siento tan bien con vosotros», y después se levantó. Apretaba contra su pecho los dos ramilletes, de pie junto al negro que se erguía como un rey. Todos los negros parecen reyes: éste recordaba a Otelo en la época en que aún no tenía celos de Desdémona y Laura parecía Desdémona enamorada de su rey. Paul sabía lo que ahora iba a ocurrir. Cuando Laura estaba borracha siempre empezaba a cantar. El deseo de cantar subía desde algún lugar en las profundidades de su cuerpo hacia la garganta con tal intensidad que algunos clientes volvieron con curiosidad los ojos hacia ella.
—¡Laura —susurró Paul—, creo que en este restaurante no sabrán apreciar tu interpretación de Mahler!
Laura apretó contra cada uno de sus pechos un ramillete y le pareció estar en un escenario. Sentía bajo los dedos sus pechos, cuyas glándulas mamarias parecían repletas de notas. Pero los deseos de Paul habían sido siempre una orden para ella. Le obedeció y apenas suspiró: «Tengo unas ganas enormes de hacer algo…».
En ese momento el negro, guiado por el fino instinto de los reyes, cogió del fondo del cesto los dos últimos ramilletes de mustios claveles y con un distinguido gesto se los ofreció. Laura dijo:
—Agnes, Agnes mía, sin ti nunca hubiera venido a París, sin ti no hubiera conocido a Paul, sin Paul no hubiera conocido a Bernard. —Y colocó ante ella en la mesa los cuatro ramilletes.
En otros tiempos había un gran nombre que simbolizaba la fama de un periodista: Ernest Hemingway. Toda su obra, su estilo conciso y concreto, tenía sus raíces en los reportajes que enviaba cuando era joven a un periódico de Kansas City. Ser periodista significaba entonces acercarse más que nadie a la realidad, recorrer todos sus rincones ocultos, ensuciarse las manos con ella. Hemingway estaba orgulloso de que sus libros estuvieran tan abajo, junto a la tierra misma, y al mismo tiempo tan alto, en el cielo del arte.
Pero cuando dice para sus adentros la palabra «periodista» (y esa palabra denomina hoy en Francia incluso a los redactores de radio y televisión y hasta a los fotógrafos de prensa), Bernard no se imagina a Hemingway, y el género en el que ansia destacar no es el reportaje. Más bien sueña con publicar en un semanario influyente artículos ante los que tiemblen todos los colegas de su padre. O entrevistas. ¿Quién es, por lo demás, el periodista más memorable de los últimos tiempos? No es Hemingway, quien escribía sobre sus experiencias en las trincheras del frente; no es Orwell, quien pasó un año de su vida con los pobres de París; no es Egon Erwin Kisch, conocedor de las prostitutas de Praga, sino Oriana Falacci, quien entre 1969 y 1972 publicó en el semanario italiano
L'Europeo
un ciclo de conversaciones con los más famosos políticos de la época. Aquellas conversaciones eran algo más que simples conversaciones; eran duelos. Los poderosos políticos, antes de advertir que se estaban batiendo en condiciones desiguales —porque las preguntas podía hacerlas ella y ellos no— ya se retorcían K.O. sobre la lona del ring.
Aquellos duelos eran el signo de los tiempos: la situación había cambiado. El periodista comprendió que lo de hacer preguntas no era simplemente el método de trabajo de un reportero, que realiza sus investigaciones modestamente con una libreta y un lápiz en la mano, sino un modo de ejercer el poder. Periodista no es aquel que pregunta, sino aquel que tiene el sagrado derecho de preguntar, de preguntarle a quien sea lo que sea. ¿Acaso no tenemos todos ese derecho? ¿Y no es acaso la pregunta un puente de comprensión tendido de hombre a hombre? Quizá. Por eso precisaré mi afirmación: el poder del periodista no está basado en el derecho a preguntar, sino en el derecho a exigir respuestas.
Fíjense bien, por favor, en que Moisés no incluyó entre los diez mandamientos el de «¡No mentirás!». ¡No fue una casualidad! Porque quien dice «¡No mientas!» tiene que decir antes «¡Responde!», y Dios no le dio a nadie el derecho a exigir de otro una respuesta. «¡No mientas!», «¡Di la verdad!», son palabras que un hombre no debería decirle a otro si lo considera un igual. Quizá Dios sea el único en tener derecho a decírselas, pero no tiene ningún motivo para hacerlo porque todo lo sabe y no le hace falta nuestra respuesta.
Entre el que da órdenes y el que tiene que obedecerlas no hay una desigualdad tan radical como entre quien tiene derecho a exigir una respuesta y quien tiene la obligación de responder. Por eso el derecho a exigir una respuesta se otorgaba desde siempre sólo en casos excepcionales. Por ejemplo al juez que investiga un delito. En nuestro siglo se adjudicaron este derecho los Estados fascistas y comunistas, y no en situaciones excepcionales, sino para siempre. Los ciudadanos de esos países saben que en cualquier momento puede producirse una situación en la que serán llamados a responder: qué hicieron ayer; qué piensan en lo más oculto de su alma; de qué hablan cuando se encuentran con A; ¿es cierto que mantienen una relación íntima con B? Precisamente ese imperativo sacralizado «¡Di la verdad!», ese decimoprimer mandamiento, a cuya fuerza no supieron resistir, los convirtió en masas de miserables infantilizados. Claro que a veces aparecía algún C que no quería por nada del mundo decir de qué había hablado con A, y para rebelarse (con frecuencia era la única rebelión posible) decía en lugar de la verdad una mentira. Pero la policía lo sabía y montaba en secreto en su casa micrófonos ocultos. No lo hacía por motivos reprobables, sino para enterarse de la verdad que el mentiroso C escamoteaba. Sencillamente reivindicaba su sagrado derecho a exigir una respuesta.
En los países democráticos, cualquiera le respondería sacando la lengua al policía que se atreviera a preguntarle de qué ha hablado con A y si mantiene relaciones íntimas con B. No obstante, aquí también el gobierno del decimoprimer mandamiento se ejerce con toda energía. ¡Algún mandamiento tiene que gobernar a la gente en nuestro siglo, cuando los Diez Mandamientos de Dios ya casi han caído en el olvido! Toda la estructura moral de nuestra época se apoya en el decimoprimer mandamiento, y el periodista ha comprendido que gracias a una resolución secreta de la historia debe convertirse en su administrador, con lo cual adquirirá un poder con el que no soñaban ni Hemingway ni Orwell.
La primera vez que esto quedó demostrado con total claridad fue cuando los periodistas norteamericanos Cari Bernstein y Bob Woodward descubrieron con sus preguntas el juego sucio del presidente Nixon durante las elecciones y obligaron así al hombre más poderoso del planeta primero a mentir en público, después a reconocer en público que mentía y finalmente a marcharse con la cabeza gacha de la Casa Blanca. Todos aplaudimos, porque se hacía justicia. Paul aplaudía además porque en aquel episodio intuía un gran cambio histórico, un hito, un momento inolvidable en el que se producía un cambio de guardia; aparecía un nuevo poder, el único capaz de destronar al viejo profesional del poder, que hasta entonces era el político. Destronarlo no por las armas o con intrigas, sino mediante la mera fuerza de la pregunta.
«Dime la verdad», dice el periodista y nosotros naturalmente podemos preguntar cuál es el contenido de la palabra verdad para aquel que administra la institución del decimoprimer mandamiento. Para que no haya confusiones, subrayamos que no se trata de la verdad divina por la que murió en la hoguera Jan Hus, ni de la verdad de la ciencia y el libre pensamiento, por la que quemaron a Giordano Bruno. La verdad que corresponde al decimoprimer mandamiento no se refiere ni a la fe ni al pensamiento, es una verdad de la planta baja de la ontología, la verdad puramente positivista de los hechos: qué hizo C ayer; qué es lo que de verdad piensa en lo más profundo de su alma; de qué habla cuando se reúne con A; y ¿mantiene relaciones íntimas con B? No obstante, aunque esté en la planta baja de la ontología, es la verdad de nuestra época y tiene la misma fuerza explosiva que en otros tiempos tuvieron la verdad de Hus o la de Giordano Bruno. «¿Ha tenido relaciones íntimas con B?», pregunta el periodista. C miente y dice que no conoce a B. Pero el periodista sonríe en silencio porque un fotógrafo de su periódico hace ya tiempo que fotografió secretamente a B, desnuda, en brazos de C y sólo de él depende cuándo se hará público el escándalo, incluidas las frases del mentiroso C cuando afirma con cobardía y descaro que no conoce a B.
Empieza la campaña electoral, el político salta del avión al helicóptero, del helicóptero al coche, se esfuerza, suda, engulle su almuerzo a la carrera, grita por el micrófono, pronuncia discursos de dos horas, pero al final, siempre dependerá de Bernstein o de Woodward cuál de las cincuenta mil frases que pronunció llegará a las páginas de los periódicos o será citada en la radio. Por eso el político querrá aparecer en la radio o la televisión en directo, sólo que eso no es posible más que por medio de Oriana Fallacci, que es dueña y señora del programa y que será quien le hará las preguntas. El político querrá aprovechar el momento en que por fin lo ve toda la nación y decir enseguida lo que siente, pero Woodward sólo le va a preguntar por lo que no siente en lo más mínimo, por lo que no quiere ni mencionar. Se encuentra así en la situación clásica del bachiller al que han convocado a la pizarra y que intenta emplear el viejo truco: pondrá cara de responder a la pregunta pero en realidad hablará de lo que para la emisión preparó en su casa. Pero si este truco valía hace tiempo para el profesor, no vale ya para Bernstein, quien le recuerda implacable: «¡No ha respondido a mi pregunta!».
¿A quién le iba a interesar hoy la carrera de político? ¿Quién iba a querer que estuvieran toda la vida convocándolo a la pizarra? Desde luego no el hijo del diputado Bertrand Bertrand.
El político depende del periodista. ¿Pero de quién dependen los periodistas? De los que pagan. Y los que pagan son las agencias publicitarias, que compran de los periódicos el espacio y de la televisión el tiempo para sus anuncios. A primera vista se diría que se dirigirán sin vacilar a todos los periódicos que se venden bien y que pueden por tanto incrementar la venta del producto ofrecido. Pero ésa es una visión ingenua del asunto. Vender el producto no es tan importante como creemos. Basta con fijarse en los países comunistas: no es posible afirmar que los millones de retratos de Lenin que cuelgan por todas partes pueden incrementar el amor por Lenin. Las agencias de publicidad de los partidos comunistas (los llamados departamentos de agitación y propaganda) olvidaron hace ya mucho tiempo el objetivo práctico de su actividad (hacer que el sistema comunista sea amado) y se convirtieron en un fin en sí mismas: crearon su idioma, sus fórmulas, su estética (los directores de estas agencias tenían antes un poder absoluto sobre el arte en sus países), su idea sobre el estilo de vida, que cultivan, difunden e imponen a las pobres naciones.
¿Objetarán ustedes que la publicidad y la propaganda no pueden compararse, porque una está al servicio del comercio y la otra al de la ideología? No entienden ustedes nada. Hace unos cien años, en Rusia, los marxistas perseguidos comenzaron a reunirse en secreto en pequeños círculos para estudiar el
Manifiesto
de Marx; simplificaron el contenido de esta sencilla ideología para difundirla a nuevos círculos cuyos miembros, simplificando aún más esta simplificación de lo sencillo, la transmitieron a otros y éstos a otros, de modo que cuando el marxismo se hizo conocido y poderoso en todo el planeta no quedaba de él más que una colección de seis o siete consignas, tan deficientemente ligadas entre sí que es difícil llamarlas ideología. Y precisamente porque lo que quedó de Marx hace ya tiempo que no constituye un sistema lógico de ideas, sino apenas una serie de imágenes y consignas sugerentes (un obrero que sonríe con un martillo, un hombre negro, uno blanco y uno amarillo que se dan fraternalmente la mano, la paloma de la paz que echa a volar hacia el cielo, etcétera, etcétera), podemos hablar justificadamente de la gradual, general y planetaria transformación de la ideología en imagología.
¡Imajología! ¿Quién inventó primero este magnífico neologismo? ¿Paul o yo? Al fin y al cabo eso no es lo que importa. Lo importante es que esta palabra nos permite finalmente unir bajo un mismo techo lo que tiene tantos nombres: las agencias publicitarias, los asesores de imagen de los hombres de Estado, los diseñadores que proyectan las formas de los coches y de los aparatos de gimnasia, los creadores de moda, los peluqueros y las estrellas del
show business
, que dictan la norma de belleza física a la que obedecen todas las ramas de la imagología.