Sí, sargento. Algo fue mal, terriblemente mal. Fuimos sorprendidos por algunos centinelas. Esos monstruos avanzaron hacia nosotros, y sus hombres… Bueno, a sus hombres les entró el pánico. Todo salió mal. Yo pude detenerlos con unas granadas y escapar. Le he traído lo que necesitaban. Lo único que lamento es no haber podido hacer más…
Gracias, sargento. Sí, señor. Lo único que le pido es que me deje participar en esto. He venido desde el norte para ayudar a mi país, y haré lo que haga falta, como lo he hecho esta noche.
Mientras se acercaba en cuclillas hacia el vehículo oruga, Koldo sonrió. ¿Quién podría negarle nada al héroe de la jornada? Había estado cerca de las líneas enemigas y había vuelto con la proverbial máquina Enigma, con los planos del bunker de Hitler, con la Piedra Filosofal, los putos documentos secretos con las claves del asesinato de JFK.
¿Quién le negaría nada a un héroe?
Ninguno de los presentes había visto nada parecido en toda su vida. Era como si la realidad se hubiera distorsionado, pues donde antes había edificios, ahora existía una especie de agujero negro, tan oscuro y cimbreante, que casi hacía daño mirarlo.
Compuesto como estaba por decenas de miles de criaturas, sus formas básicas se encontraban en constante movimiento. Si no estuvieran sobrecogidos por el terror, verlos evolucionar por todas partes hubiera resultado fascinante: desmontaban con febril rapidez las fachadas y se deshacían de todo el contenido de los hogares humanos pasándose los muebles de uno a otro. Si uno se concentraba sólo en cosas como muebles, le daba la impresión de que éstos literalmente volaban sobre una mancha de brea hasta desaparecer por las calles adyacentes. Las estructuras humanas alrededor de aquel círculo oscuro estaban siendo desmontadas.
—Qué… coño… es eso… —exclamó Sapkowski.
Estaban agazapados junto a una de las ventanas de uno de los corredores de servicio del sexto piso, desde donde tenían una visión privilegiada de lo que estaba ocurriendo. Toda esa zona estaba sumida en penumbras, lo que garantizaba que no pudieran ser vistos desde el exterior, pero no podían evitar permanecer agachados.
—Dios mío —dijo la doctora Lynn.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Había esperado poder salir de allí con todos los pacientes; quizá no ese día, y tal vez tampoco al día siguiente, pero sí en algún momento del futuro inmediato. Sin embargo, todo le decía que estaban en una especie de epicentro, en el ojo del huracán.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Helm.
Era el único que había conectado el pequeño sistema de visión nocturna PVS-14 integrado en su casco y estaba mirando a través de él, intentando averiguar algo más.
—A ver qué tenemos —dijo Sapkowski.
Estaba ya ajustando la mira telescópica de su rifle. No podía mascar chicle mientras usaba la mira, así que tenía la costumbre de pegarlo en el cañón, cosa que hizo. Gramps siempre sospechó que era una especie de superstición; los soldados veteranos solían estar cargados de ellas.
—Nada bueno, seguro —dijo Helm.
A través de la mirilla, observó que había una enorme cantidad de criaturas que no estaban en movimiento, formando una especie de muro que parecía describir una circunferencia.
Dempsey estaba allí también. Pensaba que aquello no se parecía a nada que hubieran visto en el cuartel. Les habían enseñado vídeos y les habían mostrado esquemas con la anatomía de los bichos. Les habían dado consejos e instrucciones; les habían advertido sobre la velocidad media a la que podían correr aquellos seres, sobre sus blindajes corporales que aguantaban el impacto de una bala de calibre medio y muchas otras cosas, pero nadie les comentó nada parecido a aquello.
—Esto es algo nuevo —dijo entonces. Era casi lo primero que decía desde el incidente de Gramps.
—Es una pesadilla —confirmó Sapkowski. Los monstruos estaban sacando tierra y rocas del interior de la circunferencia amurallada, como si estuvieran socavando el interior—. Parece un puto hormiguero —dijo entonces—, si es que alguna vez he visto alguno.
Frank, a su lado, asintió enérgicamente. Él había tenido la misma sensación cuando vio todos aquellos monstruos moviéndose alrededor de la estructura oscura.
—Quiero decir que es algo nuevo de veras —continuó diciendo Dempsey—. Puede ser importante. Tenemos que informar de esto.
—No veo cómo.
—¿Alguien tiene bengalas? —preguntó.
—¡F-Frank tiene bengalas! —exclamó el anciano de color. Había abierto mucho los ojos y su boca formaba un círculo perfecto—. F-Frank tiene, d-de la f-fiesta de fin de a-año. Be-bengalas rojas, muy b-bonitas.
—¿Para qué quieren bengalas? —preguntó la doctora.
—Para marcar nuestra posición al resto de nuestra división —dijo Dempsey—. Podemos lanzarlas desde el tejado.
—Espera, chico… —soltó Sapkowski—. Si lanzas esas bengalas, ¿quién no te dice que esos bichos se lanzarán sobre nosotros? Sería una bonita forma de indicarles dónde estamos.
Dempsey sacudió la cabeza.
—Mira lo que pasó antes. No nos siguieron a través de la ciudad, y no entraron en el edificio a pesar de que las luces estaban encendidas. No les importamos una mierda, a menos que les importunemos, como pasó en el río. Parece que sólo querían la ciudad despejada para hacer lo que sea que estén haciendo, pero no parece que tengan ningún interés en cazar a los pequeños humanos por las calles de la ciudad.
Sapkowski pensó unos instantes.
—Eso es mucho suponer, tío. Es demasiado arriesgado. Tenemos gente que no puede valerse por sí misma en este hospital. ¿Vas a decidir por ellos?
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —explotó Dempsey.
—¿Están ustedes tres solos? —preguntó la doctora. Había estado atando hilos por la conversación que estaban teniendo y cada vez le gustaba menos lo que oía.
—Lo estamos —contestó Dempsey.
Ella apretó los labios; su cara de decepción era más que evidente.
—Me gustaría poder echar un vistazo a lo que sea que estén haciendo allí dentro —exclamó Helm, que seguía mirando con la visión nocturna—. Parece que han sacado un montón de tierra. Es… una especie de agujero…
Sapkowski estudió de nuevo la situación con ayuda de la mira telescópica. Acababa de descubrir que, por el otro lado, un par de tubos negros idénticos a los que habían visto en el río, grandes y gruesos, se asomaban a los bordes del hormiguero.
—Chicos, hay transportes, como los del río —anunció.
—¿Dónde? —preguntó Helm.
—A las nueve de la estructura del pozo. ¿Lo ves?
Llovía aún con intensidad, y eso dificultaba la visión, pero tanto Helm como Dempsey los vieron, grandes y ominosos. Se movían como el cuerpo de un gusano repulsivo e imposible.
—Qué puto asco —exclamó Sapkowski—. Es la hostia de asqueroso.
—Entonces… —dijo Helm, pensativo—. ¿Tenemos razón? ¿Es una especie de… hormiguero?
Dempsey se puso repentinamente de pie, lo que hizo que la doctora se sobresaltara un poco.
—Bengalas, joder. ¡Lancemos esas bengalas!
Resultaron ser bengalas rojas. En un entorno militar, las bengalas rojas se utilizaban como señal de socorro, lo cual resultaba apropiado. Además, funcionaban de una forma muy similar a las que empleaban habitualmente; bengalas comunes de mano, con una cadena que sobresalía a un lado. Con la lluvia cayendo con fuerza a su alrededor y emplazado de pie en el pequeño helipuerto de la azotea, Sapkowski alargó la mano y tiró de la cuerda que sobresalía por uno de los extremos, poniendo especial cuidado en señalar hacia el cielo.
El tubo empezó a hacer un ruido siseante, y por fin, su carga salió despedida hacia arriba, envuelta en una lluvia de chispas crepitantes. La explosión de luz ascendió con rapidez y explotó en el cielo, quedando suspendida como una estrella inusualmente luminosa. Irradiaba una luz rojiza que la lluvia hacía parecer aún más intensa.
La doctora Lynn y el resto de los soldados esperaban junto a la puerta. Frank miraba la luz con la misma expresión que pondría un niño pequeño el día de su cumpleaños y, después de unos instantes, batió palmas.
—¿Qué pasará si vienen a buscarles? —preguntó la doctora, elevando la voz para hacerse oír por encima del ensordecedor ruido de la lluvia.
—¡No la entiendo! —chilló Dempsey—. ¿A qué se refiere?
—¿De cuánto tiempo dispondremos? —gritó ella.
—¡No mucho! —explicó Dempsey—. ¡Estamos demasiado cerca de ellos! ¡Si se sienten amenazados, derribarán el helicóptero!
La doctora abrió mucho los ojos.
—¿Pueden hacer eso, desde ahí abajo?
Dempsey negó con la cabeza.
—¡Ni se lo imagina!
—¿Qué pasará con mis pacientes? ¡Necesitaremos tiempo para traerlos hasta aquí!
Helm agachó la cabeza, y Dempsey supo inmediatamente lo que significaba ese gesto. Apretó los dientes. Ese gesto quería decir que, probablemente, los dejarían allí, como al resto de sus compañeros. Como al propio Gramps. La ciudad había caído, de todas formas, y ya había muerto demasiada gente. ¿Qué importancia tenía un montón de civiles tan enfermos como para no valerse siquiera por ellos mismos? Nadie arriesgaría una mierda por salvar a unos cuantos moribundos.
Pero eso no iba a pasar.
Dempsey no estaba interesado en salir corriendo en ningún helicóptero militar. Lo que quería era informar de la extraña construcción para que Inteligencia pudiera sacar sus conclusiones. Quería que les tiraran encima tantas bombas que, cuando todo acabase, nadie pudiera encontrar ni una sola pinza completa. Quería que la ciudad se llenase de patas retorcidas. Quería que las próximas diez generaciones de niños pudieran encontrar todavía pequeños trozos de armadura entre el polvo de un descampado.
Mientras Helm hablaba del color de las bengalas con Frank, Dempsey se acercó con disimulo a la doctora, la cogió del brazo y se la llevó un par de pasos más allá.
—Doctora, nadie va a recoger a sus pacientes —soltó.
—¿Qué? —graznó ella. Le miraba como si acabara de cerrar su mano sobre su pecho.
—Baje la voz… —pidió Dempsey—. Créame. Nadie sacará de aquí a sus cochambrosos pacientes, a menos que alguno de ellos sea el hijo de un congresista o algún pez gordo podrido de pasta.
—Pero… —exclamó ella, frunciendo mucho el ceño.
—Lo que vamos a hacer —continuó diciendo Dempsey— es llevarlos por las calles de la ciudad. Créame, sé que puede ser peligroso, pero quedarse aquí sólo retrasará lo inevitable. Ya ha visto ese agujero. Si en unas horas no tenemos a un ejército de esos bichos saliendo de él, no me imagino qué otra cosa se proponen. Sea lo que sea, no es bueno.
Ella le miró. Quiso protestar, quiso golpearle con los puños en su pecho revestido con un costoso chaleco antibalas y quiso gritar, pero en el fondo sabía que tenía razón. Lentamente, a pesar de sentirse como si estuviera firmando una sentencia de muerte para todos los pacientes que estaban a su cargo, asintió.
—Bien. ¿Por qué no empieza por prepararlo todo? Camillas con ruedas, lo que sea. ¿Hay más salidas aparte de la principal?
—Sí —dijo ella, al borde de las lágrimas.
—Llévelos allí. Es posible que pueda encontrar algún transporte. Habrá que moverse muy rápido. No todos podrán ir recostados, tendrá que ser muy dura admitiendo la realidad de la situación para cada paciente, ¿me comprende?
—Sí —repitió la doctora. Y entonces, inesperadamente, se dio la vuelta y se deslizó al interior del edificio.
Dempsey la vio alejarse y desaparecer escaleras abajo, caminando deprisa. Era una mujer joven; sospechaba que podría estar entre los treinta y los treinta y cinco, y era hermosa. En sus ojos se adivinaba fuerza, coraje y dulzura a un tiempo, y Dempsey tuvo un fugaz pensamiento:
Vaya, ahí va una mujer que me podría interesar si no estuviésemos a punto de morir
. En condiciones normales, ese pensamiento hubiera bastado para hacerle aflojar sus esfínteres, pero de una forma extraña, estaba tan decidido a hacer todo lo que tenía que hacer, que se sentía relajado. Era una especie de ejercicio de expiación. Por sus compañeros caídos. Por Gramps.
Helm gritaba algo.
—¡Sapkowski, vuelve aquí!
Sapkowski parecía un asesino de película barata, parado bajo la lluvia en mitad del helipuerto con los pies ligeramente separados y las manos caídas a ambos lados de su cuerpo.
—¡O cagas, o baja de la taza! —le gritó Helm.
Y Dempsey, con los ojos circundados por una tenue sombra de aflicción, esbozó una sonrisa.
Algunas cosas no cambiaban nunca.
Sapkowski se negó a bajar. Continuó escrutando el cielo con la lluvia empapándole tan por completo, que cuando caminaba notaba el agua en el interior de las botas haciendo un ruido jabonoso.
Se preguntaba si alguien habría visto la bengala: con la lluvia, la visibilidad estaba dramáticamente reducida, como si una espesa capa de niebla los rodease. Era casi como estar en el escenario de un estudio cinematográfico; uno tenía la sensación de que un par de calles más allá, no había nada.
Por fin, se decidió a lanzar una segunda bengala.
Como la otra vez, la luz ascendió en el aire y estalló con una explosión de color. La luz roja quedó suspendida en el aire, lanzando vaharadas de humo alrededor. En mitad de la lluvia y la oscuridad de la noche, tenía un aspecto irreal, como si alguien hubiera colgado una luz roja en el cielo.
Pero, a pesar de ello, no hubo ningún indicio de que nadie estuviese atento a la señal.
La doctora Lynn estaba volviendo loco a todo el mundo. Los residentes y el resto del personal sanitario no vieron con buenos ojos el plan de la doctora y los soldados; preferían quedarse allí y esperar a que las cosas mejoraran. Lynn hubiera preferido no hacerlo, pero se vio obligada a llevarles hasta la parte trasera del hospital y enseñarles lo que habían descubierto.
La visión de aquellos monstruos entregados febrilmente a la tarea de desmontar los edificios bastó para que algunos de los internos más jóvenes sufrieran ataques de pánico. Otros se desanimaron tanto que se apoyaron contra la pared y se dejaron caer hasta quedar sentados en el suelo. Era como abrir la última puerta del laberinto, marcada con la palabra «SALIDA», y encontrarse de cara al Minotauro con un hacha ensangrentada en las manos.
Sin embargo, poco después todos cooperaban, con más o menos entusiasmo, en la tarea de organizar de nuevo a los pacientes. Curiosamente, a medida que la posibilidad de escapar del hospital se hacía más y más real, se sentían más animados.