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Authors: Nicole Krauss

Tags: #Romántico

La historia del amor (31 page)

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La carta llegó por correo, sin remite. Mi nombre, Alma Singer, estaba escrito a máquina en el sobre. Las únicas cartas que yo había recibido eran las de Misha, pero él no escribía a máquina. La abrí. Eran sólo dos líneas: «Querida Alma: El sábado a las 4 te espero en los bancos que hay frente a la entrada del zoo de Central Park. Creo que ya sabes quién soy. Tuyo afectísimo, Leopold Gursky».

No sé cuánto rato llevo sentado en este banco. Casi ha anochecido ya, pero cuando aún había luz podía admirar las estatuas. Un oso, un hipopótamo, una figura de pezuña hendida que me ha parecido una cabra. Al venir pasé junto a una fuente. La pila estaba seca. Miré si había monedas en el fondo. Pero sólo vi hojas secas. Ahora están en todas partes, caen y caen, convirtiendo el mundo otra vez en tierra. A veces se me olvida que el mundo no lleva la misma pauta que yo. Que las cosas no están muriendo o que si mueren renacerán con sol y el estímulo habitual. A veces pienso: Yo soy más viejo que ese árbol, más viejo que este banco, más viejo que la lluvia. Y sin embargo. No soy más viejo que la lluvia. Hace años que cae y seguirá cayendo cuando yo me vaya.

He leído la carta otra vez. «Creo que ya sabes quién soy», dice.

Pero yo no conozco a ningún Leopold Gursky.

Estoy decidido a seguir esperando sin moverme de aquí. No tengo nada más que hacer en esta vida. Me escocerán las posaderas, pero podría ser peor. Si me entra sed, no será un crimen que me arrodille y me ponga a lamer la hierba. No estaría mal que mis pies echaran raíces y mis manos criaran musgo. Hasta podría quitarme los zapatos para acelerar el proceso. Sentir la tierra mojada entre los dedos de los pies como cuando era niño. Echar hojas por los dedos de las manos. Quizá un niño trepe por mí. Ése al que antes he visto echar piedras a la pila vacía; no me ha parecido muy mayor para subirse a los árboles. Pero se lo veía muy serio para su edad. Quizá creía que no estaba hecho para este mundo. Me hubiera gustado decirle: «¿Y quién, si no tú?».

Quizá sea de Misha. Muy propio de él hacer una cosa así. El sábado voy al parque y en el banco está él. Hace dos meses de aquella tarde, en su cuarto, cuando sus padres gritaban al otro lado de la pared. Le diría lo mucho que lo he echado de menos.

Gursky… suena a ruso.

Quizá sea de Misha.

Pero probablemente no.

A ratos no pensaba en nada y a ratos pensaba en mi vida. Por lo menos, me he ganado la vida. ¿Qué clase de vida? Una vida. He vivido. No ha sido fácil. Y sin embargo. He descubierto que es poco lo que no se puede soportar.

Si no es de Misha, quizá sea del hombre de las gafas oscuras de los Archivos Municipales de la calle Chambers 31, el que me llamó señorita Carne de Conejo.

No le pregunté el nombre, pero él sabe el mío y mi dirección, porque tuve que rellenar un formulario. Quizá haya encontrado algo, una carpeta o un certificado. O quizá imagina que tengo más de quince años.

Hubo un tiempo en el que vivía en el bosque, o en los bosques, en plural. Comía gusanos. Comía insectos. Comía todo lo que podía meterme en la boca. A veces me ponía enfermo. Tenía el estómago destrozado, pero necesitaba tragar. Bebía el agua de los charcos. La nieve. Todo lo que encontraba. A veces me colaba en los silos para patatas excavados en las afueras de los pueblos. Eran un buen escondite, porque allí no hacía tanto frío en el invierno. Pero había ratas. Pensar que llegué a comer ratas, sí, ratas crudas. Por lo visto, tenía muchas ganas de vivir. Y había una sola razón: ella.

La verdad es que ella me dijo que no podía quererme. Cuando me dijo adiós, me decía adiós para siempre.

Y sin embargo.

Me obligué a mí mismo a olvidar. No sé por qué. Aún me lo pregunto. Pero eso hice.

O quizá sea de aquel judío viejo que trabajaba en la Oficina de Empadronamiento de la calle Centre.

Tenía cara de llamarse Leopold Gursky. Quizá sepa algo de Alma Moritz, o de Isaac, o de
La historia del amor
.

Recuerdo el día en que descubrí que podía inducirme a mí mismo a ver cosas que no existen. Tenía diez años y volvía de la escuela. Unos chicos de la clase corrían gritando y riendo. Yo quería ser como ellos. Y sin embargo. No podía.

Siempre me había sentido diferente, y la diferencia dolía. Entonces, al doblar la esquina, lo vi. Un elefante enorme, solo en medio de la plaza. Yo sabía que me lo estaba imaginando. Y sin embargo. Quería creer.

De modo que lo intenté.

Y descubrí que podía.

O quizá la carta sea del portero del número 450 de la calle Cincuenta y dos Este. Quizá preguntó a Isaac por
La historia del amor
. Quizá Isaac le preguntó mi nombre. Quizá, antes de morir, dedujo quién era yo y dio algo al portero para que me lo entregara.

Después del día en que vi el elefante, me hice ver y creer más cosas. Era un juego al que jugaba conmigo mismo. Cuando contaba a Alma lo que veía, ella se reía y decía que le encantaba mi imaginación. Por ella, yo convertía las piedras en brillantes, los zapatos en espejos, convertía el cristal en agua, le ponía alas y le sacaba pájaros de las orejas y ella se encontraba las plumas en los bolsillos, ordené a una pera que se convirtiera en piña, a una piña que se convirtiera en bombilla, a una bombilla que se convirtiera en la luna y a la luna que se convirtiera en una moneda que yo echaba al aire jugándome su amor, pero sabiendo que no podía perder, porque los dos lados eran cara.

Y ahora, al final de mi vida, apenas distingo la diferencia entre lo que es real y lo que yo creo. Por ejemplo, esta carta que tengo en la mano, puedo palparla con los dedos. El papel es suave, menos en los dobleces. Puedo desdoblarla y volver a doblarla. Tan cierto como que estoy aquí sentado, esta carta existe.

Y sin embargo.

El corazón me dice que mi mano está vacía.

O quizá la carta sea del propio Isaac, escrita poco antes de morir. Quizá Leopold Gursky sea otro personaje del libro. Quizá tenía algo que decirme. Y ahora ya es tarde. Mañana, cuando yo vaya al parque, el banco estará vacío.

Hay muchas maneras de estar vivo pero sólo hay una manera de estar muerto.

Asumí la postura. Pensé: Por lo menos, aquí me encontrarán antes de que apeste el edificio de arriba abajo. Cuando murió la señora Freid y no la encontraron hasta pasados tres días, a todos los vecinos nos metieron un papel por debajo de la puerta que ponía: «Mantengan abiertas las ventanas durante todo el día. Firmado: la Administración». Así pues, todos disfrutamos de aire puro por cortesía de la señora Freid, que tuvo una vida muy larga, con muchas peripecias extrañas que no hubiera podido ni soñar cuando era niña, y terminó con una visita a la tienda de comestibles para comprar una caja de galletas que aún no había abierto cuando se echó en la cama para descansar y se le paró el corazón.

Así que pensé: Vale más esperarla al aire libre. El tiempo se puso feo, el aire refrescó, las hojas se dispersaban. A ratos pensaba en mi vida y a ratos no pensaba en nada. De vez en cuando, obedeciendo a un impulso, hacía un examen rápido. No a la pregunta ¿sientes las piernas? No a la pregunta ¿sientes las posaderas? Sí a la pregunta ¿te late el corazón?

Y sin embargo.

Me armé de paciencia. Debía de haber otros, en otros bancos. La muerte andaba muy atareada. Mucha gente a la que atender. Para que no pensara que fingía, saqué la tarjeta que llevo siempre en el bolsillo y me la prendí de la chaqueta con un imperdible.

Mil cosas pueden cambiarte la vida. Y, durante unos días, desde el momento en que recibí la carta hasta el momento en que acudí a la cita, todo parecía posible.

Ha pasado un policía. Leyó la tarjeta prendida en mi pecho y me miró. Creí que iba a ponerme un espejo debajo de la nariz, pero sólo me preguntó si me encontraba bien. Le dije que sí, porque ¿qué iba a decirle, la he esperado toda mi vida, ella era todo lo contrario de la muerte… y aquí estoy todavía, esperando?

Por fin llegó el sábado. El único vestido que tenía, el que llevé al Muro de las Lamentaciones, me estaba pequeño. Me puse una falda, metí la carta en el bolsillo y salí de casa.

Ahora que la mía casi ha terminado, puedo decir que, para mí, lo más asombroso de la vida es la capacidad de cambio. Un día eres una persona y al día siguiente te dicen que eres un perro. Al principio se te hace duro, pero luego aprendes a no considerarlo una pérdida. E incluso llega un momento en que sientes euforia al descubrir lo poco que necesitas que permanezca igual para seguir empeñado en ese esfuerzo al que llaman, a falta de una palabra mejor, ser humano.

Salí de la estación del metro y fui hacia Central Park. Pasé por delante del hotel Plaza. Ya era otoño: las hojas se volvían marrones y caían.

Entré en el parque por la calle Cincuenta y nueve y subí por el camino del zoo. Cuando llegué a la entrada, se me cayó el alma a los pies. Había unos veinticinco bancos en hilera. Siete estaban ocupados.

¿Cómo iba a saber quién era él?

Me paseé arriba y abajo por delante de los bancos. Nadie se fijó en mí. Me senté al lado de un hombre. Ni me miró.

Mi reloj marcaba las 4.02. Quizá se había retrasado.

Una vez, estando yo escondido en un silo de patatas, pasaron por delante dos SS. La entrada estaba disimulada por una fina capa de heno. Sus pasos se acercaban, yo los oía hablar como si estuvieran dentro de mis oídos. Uno dijo:

«Mi mujer se acuesta con otro», y su compañero preguntó: «¿Cómo lo sabes?», y el primero respondió: «No lo sé, sólo lo sospecho», a lo que el segundo preguntó: «¿Por qué lo sospechas?», mientras a mí se me paraba el corazón. «Es sólo una impresión», dijo el primero, y yo imaginé la bala que me perforaría el cerebro. «No puedo pensar con claridad —añadió—. He perdido el apetito por completo».

Pasaron quince minutos, veinte. El hombre que estaba a mi lado se levantó y se fue. En su lugar se sentó una mujer que abrió un libro. Del banco de al lado se levantó otra mujer. Dos bancos más allá, una madre mecía a su hijo en el cochecito, al lado de un anciano. Tres bancos más abajo, una pareja se oprimía las manos y reía. Luego vi que se levantaban y se alejaban. La madre se puso en pie y se fue empujando el cochecito. Quedamos la mujer, el anciano y yo.

Pasaron otros veinte minutos. Se hacía tarde. Pensé que quienquiera que fuese ya no vendría. La mujer cerró el libro y se fue. Ya no había nadie más que el anciano y yo. Me levanté, decidida a marcharme. Estaba decepcionada. No sé qué esperaba. Eché a andar. Pasé por delante del anciano. Tenía una tarjeta prendida del pecho con un imperdible. Ponía: «ME LLAMO LEO GURSKY NO TENGO FAMILIA RUEGO LLAMEN AL CEMENTERIO PINELAWN ALLÍ TENGO UNA PARCELA EN LA SECCIÓN JUDÍA GRACIAS POR SU AMABILIDAD».

A causa de aquella esposa que se cansó de esperar a su soldado, yo salvé la vida. Él no tenía más que apartar el heno para descubrir el hoyo. Si no hubiera estado tan preocupado me habría encontrado. Muchas veces me he preguntado qué sería de ella. Me gusta imaginar la primera vez que levantó la cara para besar al desconocido, movida por la atracción que sentía por él, o quizá sólo por el ansia de aliviar su soledad, y aquello vino a ser como una de esas nimiedades que pueden desencadenar un desastre natural en el otro lado del mundo, sólo que fue todo lo contrario de un desastre, fue un acto de gracia por el que, inconscientemente, me salvó, y también esto forma parte de
La historia del amor
.

Me paré delante de él.

Me pareció que ni me veía.

Le dije:

—Me llamo Alma.

Y entonces la vi. Es extraño lo que puede hacer la mente cuando el corazón le da las instrucciones. Estaba distinta de como yo la recordaba. Y sin embargo.

Era la misma. Los ojos: por ellos la reconocí. Pensé: De modo que así te envían al ángel. De la misma edad que ella tenía cuando más te quería.

—Qué casualidad —dije—. Es mi nombre favorito.

Yo dije:

—Me pusieron el nombre de todas las muchachas de un libro que se titula
La historia del amor
.

—Ese libro lo escribí yo —le dije.

Oh, hablo en serio —dije—. Es un libro que existe de verdad.

Le seguí la corriente y dije:

—Yo no podría hablar más en serio.

Yo no sabía qué decir. Era tan viejo… Quizá bromeaba o quizá estaba confuso.

Por decir algo, le pregunté:

—¿Es escritor?

—En cierto modo —dijo él.

Le pregunté qué libros había escrito Él dijo que
La historia del amor
era uno y
Palabras para todas las cosas era otro
.

—Qué extraño —dije—. Quizá haya dos libros titulados
La historia del amor
.

Él no dijo nada. Le brillaban los ojos.

—El libro al que me refiero fue escrito por Zvi Litvinoff. Lo escribió en español. Mi padre lo regaló a mi madre cuando se conocieron. Luego mi padre murió y ella guardó el libro hasta hará unos ocho meses, cuando un hombre le escribió una carta para pedirle que se lo tradujera. Ahora sólo le faltan unos pocos capítulos. En
La historia del amor
al que me refiero hay un capítulo que se titula «La Edad del Silencio» y otro que se titula «Cómo nacieron los sentimientos» y otro…

El hombre más viejo del mundo se echó a reír y luego dijo:

—¿Qué estás diciendo, que también te enamoraste de Zvi? ¿No te bastaba con quererme a mí y después a mí y a Bruno, y después sólo a Bruno y al final ni a Bruno ni a mí?

Yo empezaba a ponerme nerviosa. Quizá estaba loco. O quizá se sentía solo.

Anochecía.

—Perdone, no le entiendo.

Vi que la había asustado. Comprendí que ya era tarde para discutir. Habían pasado sesenta años.

Dije:

—Perdona. Dime qué pasajes te han gustado. ¿Qué te pareció «La Edad de Cristal»? Yo quería hacerte reír.

Ella abrió mucho los ojos.

—Y también llorar.

Ahora se la veía asustada y sorprendida.

Y entonces tuve una revelación.

Parecía imposible.

Y sin embargo.

¿Y si las cosas que me parecían posibles fueran en realidad imposibles y las cosas que yo creía imposibles no lo fueran en realidad?

Por ejemplo.

¿Y si la muchacha que estaba sentada a mi lado en este banco fuera real?

¿Y si le hubieran puesto Alma por mi Alma?

¿Y si mi libro no se hubiera perdido en una inundación?

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