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Authors: Nicole Krauss

Tags: #Romántico

La historia del amor (25 page)

Me asomé a la habitación de Bird, al otro lado del pasillo. El tío Julian dormía con las gafas puestas y el segundo tomo de
La destrucción de los judíos europeos
abierto sobre el pecho. La obra fue un regalo que hizo a Bird una prima de mamá que vive en París y que se encariñó con mi hermano cuando fuimos a conocerla y tomar el té en su hotel. Nos dijo que su marido había estado en la Resistencia, y entonces Bird dejó de intentar construir una casa con terrones de azúcar para preguntar: «¿A quién resistía?» En el baño, me quité la camiseta y el pantalón del pijama, me puse de pie en el váter y me miré en el espejo. Traté de imaginar cinco adjetivos que describieran mi aspecto, y uno era «esquelética» y otro «orejuda». Pensé en ponerme un aro en la nariz. Cuando levanté los brazos por encima de la cabeza el pecho se me hizo cóncavo.

2. MI MADRE ME MIRA SIN VERME Cuando bajé, encontré a mamá sentada al sol, en quimono, leyendo el periódico.

—¿Me ha llamado alguien? —pregunté.

—Muy bien, gracias. ¿Y tú cómo estás?

—No te he preguntado cómo estás.

—Ya lo sé.

—No habría que usar fórmulas de cortesía con la familia —dije.

—¿Por qué no?

—Sería preferible que cada cual dijera sólo lo que le interesa decir.

—¿Significa eso que no te interesa cómo estoy?

La miré furiosa.

—Estoybiengraciasytú? —dije.

—Bien, gracias —dijo ella.

—¿Ha llamado alguien?

—¿Por ejemplo?

—Alguien.

—¿Estáis enfadados tú y Misha?

—No —dije abriendo el frigorífico y contemplando una mata de apio mustio. Puse un panecillo en la tostadora y mi madre volvió la hoja del periódico, repasando los titulares. Me pregunté si se daría cuenta si yo dejaba que se carbonizara el panecillo.

—Cuando empieza
La historia del amor
, Alma tiene diez años, ¿verdad? —pregunté.

Mi madre levantó la mirada y asintió.

—¿Cuántos años tiene cuando termina?

—Es difícil decirlo. Hay muchas Almas en el libro.

—¿Cuántos años tiene la más vieja?

—No muchos. Quizá unos veinte.

—Entonces, ¿el libro termina cuando Alma tiene sólo veinte años?

—En cierto modo. Pero es más complicado. Hay capítulos en los que ni siquiera se la nombra. Y en el libro el concepto de tiempo e historia queda muy impreciso.

—¿En ningún capítulo se habla de una Alma que tenga más de veinte años?

—No —dijo mi madre—, me parece que no.

Tomé nota mental de que si Alma Mereminski era una persona real, Litvinoff probablemente se había enamorado de ella cuando ambos tenían unos diez años, y que debían de tener unos veinte cuando él la vio por última vez, antes de que ella se marchara a América. ¿Por qué, si no, iba a terminar el libro cuando ella era aún tan joven? Unté el panecillo con mantequilla de cacahuete y lo comí de pie, delante de la tostadora.

—¿Alma? —dijo mi madre.

—¿Qué?

—Ven, dame un beso —pidió, y se lo di, aunque no tenía muchas ganas en aquel momento—. ¿Cómo es posible que estés ya tan alta?

Me encogí de hombros, confiando en que no siguiera con eso.

—Voy a la biblioteca —mentí, aunque por su manera de mirarme comprendí que no me había oído, porque no era a mí a quien veía.

3. UN DÍA HABRÉ DE PAGAR POR TODAS LAS MENTIRAS QUE HE DICHO

En la calle, pasé por delante de Herman Cooper, que estaba sentado en los escalones de su casa. Había pasado todo el verano en Maine y había vuelto bronceado y con el permiso de conducir. Me preguntó si quería ir a pasear en su coche. Yo hubiera podido recordarle el rumor que había esparcido cuando yo tenía seis años, de que era puertorriqueña y adoptada, o aquel otro, cuando tenía diez, de que me había levantado las faldas en el sótano de su casa y se lo había enseñado todo. Pero sólo le dije que ir en coche me mareaba.

Volví al número 31 de la calle Chambers, esta vez para averiguar si en el registro de matrimonios figuraba Alma Mereminski. Detrás del mostrador del despacho 103 seguía el hombre de las gafas oscuras.

—Hola —dije.

Él levantó la mirada.

—La señorita Carne de Conejo. ¿Cómo estás?

—Muybiengraciasyusted?

—Bien, supongo. —Volvió la página de la revista que estaba mirando y añadió—: Un poco cansado, ¿sabes?, y me parece que he pillado un resfriado, y esta mañana, al levantarme, me he encontrado con que la gata había vomitado, lo cual no habría sido tan grave si no lo hubiera hecho en mi zapato.

—Oh —dije.

—Y también he recibido el aviso de que van a cortarme la tele por cable porque me retrasé un poco en el pago, lo que significa que voy a perderme todos mis programas y, además, la planta que mi madre me regaló por Navidad se está poniendo un poco mustia y, si se muere, no voy a oír hablar de otra cosa.

Me quedé esperando, por si seguía, pero calló y dije:

—A lo mejor se casó.

—¿Quién?

—Alma Mereminski.

Él cerró la revista y me miró.

—¿No sabes si se casó tu bisabuela?

Repasé mis opciones.

—En realidad no era mi bisabuela.

—Creí que habías dicho…

—En realidad, ni siquiera es de la familia.

Él me miraba confuso y un poco molesto.

—Lo siento. Es una larga historia —dije, y una parte de mí quería que él me preguntara por qué buscaba a aquella mujer, para poder decirle la verdad: que en realidad no estaba segura, que había empezado buscando a alguien que pudiera hacer que mi madre volviera a ser feliz y, aunque no había renunciado a encontrarlo, entretanto había empezado a buscar algo más, algo que tenía que ver con la primera búsqueda, pero era un poco diferente porque tenía que ver conmigo. Pero él sólo suspiró y preguntó:

—¿Se habría casado antes de mil novecientos treinta y siete?

—No estoy segura.

Él suspiró, se ajustó las gafas y me dijo que en el despacho 103 sólo tenían el registro de los matrimonios celebrados hasta 1937.

De todos modos miramos, pero no encontramos a ninguna Alma Mereminski.

—Pregunta en la Oficina de Empadronamiento —dijo con aire compungido—. Ellos tienen el registro más reciente.

—¿Dónde está?

—En el número uno de la calle Centre, despacho doscientos cincuenta y dos —dijo.

Yo nunca había oído hablar de la calle Centre y tuve que preguntar. Como no caía lejos, decidí ir andando y por el camino imaginé que por toda la ciudad había despachos que guardaban archivos de los que nadie había oído hablar, por ejemplo, de últimas palabras, mentiras inocentes y falsas descendientes de Catalina la Grande.

4. LA BOMBILLA ROTA

El hombre del mostrador, era viejo.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó cuando me llegó el turno.

—Me gustaría saber si una mujer llamada Alma Mereminski se casó, y el apellido del marido. El hombre asintió y anotó algo. —M-e-r… —empecé.

—… e-m-i-n-s-k-i —completó él—. ¿O es con Y?

—I —dije.

—Me lo parecía. ¿Cuándo se habría casado?

—No lo sé. Después de 1937. Si aún vive, tendrá unos ochenta años.

—¿Primeras nupcias?

—Creo que sí.

Él escribió en su bloc.

—¿Alguna idea de con quién pudo casarse? —Al ver que yo negaba con la cabeza, se humedeció la yema del dedo, volvió la página y siguió escribiendo—. ¿La boda habría sido civil o religiosa, la casaría un cura o quizá un rabino?

—Probablemente un rabino —dije.

—Me lo figuraba. —Abrió un cajón y sacó un tubo de pastillas para la garganta—. ¿Menta? —Rehusé—. ¡Coge una! —dijo, y cogí una. Él se metió la suya en la boca y empezó a chupar—. Había venido de Polonia, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—Fácil. Con ese nombre —se pasó la pastilla al otro carrillo—. ¿Pudo haber venido en el treinta y nueve o el cuarenta, antes de la guerra? Tendría —se humedeció el dedo, volvió a la hoja anterior, sacó una calculadora y pulsó las teclas con la goma del lápiz— diecinueve años, veinte. Máximo veintiuno. —Escribió las cifras en el bloc. Hizo chasquear la lengua y meneó la cabeza—. Debía de sentirse muy sola, la pobre muchacha. —Me miró inquisitivamente. Tenía unos ojos claros y húmedos.

—Supongo —dije.

—¡Seguro! —afirmó él—. ¿Llega aquí y a quién conoce? ¡A nadie! Excepto, quizá, a un primo que no quiere saber nada de ella. Él ya se ha abierto camino en América, es hombre decidido, ¿por qué ha de preocuparse por una refugiada? Su hijo habla inglés sin acento, un día será un abogado rico, lo último que desea ahora es tener tratos con esa
mishpocheh
de Polonia, esa muerta de hambre que viene a llamar a su puerta. —No parecía buena idea decir algo ahora, de manera que me abstuve—. Quizá, como mucho, la invite una o dos veces a
shabbes
, pero la esposa protesta, porque no tienen comida ni para ellos y otra vez ha tenido que pedir al carnicero que le fíe un pollo. Que no se repita, dice al marido, porque a un cerdo le das una silla y se te sube a la mesa, y, mientras tanto, en Polonia los asesinos están matando a toda su familia, hasta el último de sus parientes, que en paz descansen, y que Dios me oiga.

Yo no sabía qué decir, pero como me pareció que él esperaba algo dije:

—Debió de ser horrible.

—Es lo que digo. —Volvió a chasquear la lengua y añadió—: Pobrecilla.

Hará un par de días vino una muchacha, sobrina nieta creo de un tal Goldfarb, Arthur Goldfarb, médico. Ella traía la foto, un hombre guapo, pero por un mal
shiddukh
se divorció al cabo de un año. Habría sido el hombre ideal para tu Alma. —Mordió la pastilla, sacó un pañuelo y se sonó—. Mi mujer dice que de nada sirve ser casamentero de muertos, y yo le digo que si no bebes más que vinagre, nunca sabrás que existe algo más dulce. —Se levantó—. Espera aquí.

Cuando volvió, jadeaba un poco. Se subió a su taburete.

—Más difícil que encontrar oro ha sido dar con esta Alma.

—¿Ha podido?

—¿Qué?

—Encontrarla.

—Pues claro que la he encontrado. ¿Qué clase de funcionario sería si no encontrara a una muchacha bonita? Alma Mereminski, aquí está. Casada en mil novecientos cuarenta y dos en Brooklyn con Mordecai Moritz, celebró la boda el rabino Greenberg. Están también los nombres de los padres.

—¿Es ella realmente?

—¿Quién va a ser si no? Alma Mereminski. Aquí pone que nació en Polonia. El marido nació en Brooklyn, pero los padres de él eran de Odessa.

Dice también que el padre era dueño de un taller de confección, por lo que Alma aún tuvo suerte. La verdad, me alegro. Quizá fue una bonita boda. En aquel tiempo, el
chazzan
rompía con el pie una bombilla, porque la gente no iba a desperdiciar una copa.

5. NO HAY TELÉFONOS PÚBLICOS EN EL ÁRTICO

Encontré un teléfono público y llamé a casa. Contestó el tío Julian.

—¿Me ha llamado alguien? —pregunté.

—Me parece que no. Siento haberte despertado anoche, Al.

—No importa.

—Me alegro de que tuviéramos esa pequeña charla.

—Sí —dije, deseando que no volviera a salirme con lo de dedicarme a la pintura.

—¿Qué te parecería salir a cenar esta noche? A no ser que tengas otros planes.

—No los tengo —dije.

Colgué y llamé a información.

—¿Qué distrito?

—Brooklyn.

—¿Apellido?

—Moritz. Nombre Alma.

—¿Empresa o particular?

—Particular.

—No tengo nada con ese nombre.

—¿Y con el de Mordecai Moritz?

—Tampoco.

—¿Y en Manhattan?

—Tengo un Mordecai Moritz en la calle Cincuenta y dos.

—¿En serio? —No podía creerlo.

—Tome nota.

—¡Un momento! —exclamé—. Necesito la dirección.

—Número cuatrocientos cincuenta, calle Cincuenta y dos Este —dijo la mujer.

Me anoté la dirección en la palma de la mano y tomé el metro hacia la parte alta.

6. YO LLAMO A LA PUERTA Y ELLA ABRE

Es una viejecita que lleva el pelo blanco recogido con un pasador de carey. El apartamento está inundado de sol y hay un loro que habla. Yo le explico que mi padre, David Singer, vio
La historia del amor
en el escaparate de una librería de Buenos Aires cuando tenía veintidós años y viajaba solo, con un mapa topográfico, una brújula, una navaja del ejército suizo y un diccionario español-hebreo. También le hablo de mi madre y de su montaña de diccionarios, y de Emmanuel Chaim, al que todos llamamos Bird porque es libre y porque sobrevivió a un intento de volar que le dejó una cicatriz en la cabeza. Ella me enseña una foto de cuando tenía mi edad. El loro chilla «¡Alma!» y las dos nos volvemos.

7. ESTOY HARTA DE ESCRITORES FAMOSOS

Soñando despierta, me pasé la parada y tuve que retroceder diez travesías. A cada cruce me sentía más nerviosa y menos segura. ¿Y si Alma, la verdadera Alma, realmente me abría la puerta? ¿Qué podía yo decir a alguien salido de las páginas de un libro? ¿Y si ella no sabía nada de
La historia del amor
? ¿Y si sabía y prefería olvidar? Con mi afán por encontrarla, no se me había ocurrido que quizá ella no quería que la encontrasen.

Pero no había tiempo para pensar, porque ya había llegado al extremo de la calle Cincuenta y dos y estaba frente a su edificio.

—¿Puedo ayudarte? —me preguntó el portero.

—Me llamo Alma Singer y busco a la señora Alma Moritz. ¿Sabe si está?

—¿La señora Moritz? —El hombre compuso una expresión extraña al decir el nombre—. Hum. No.

Lo dijo como si me compadeciera, y enseguida me compadecí de mí misma, porque él añadió que Alma había muerto. Hacía cinco años. Y así fue como me enteré de que todas las personas cuyo nombre llevo han muerto. Alma Mereminski, y mi padre, David Singer, y mi tía abuela Dora, que murió en el gueto de Varsovia y en memoria de la cual me pusieron mi nombre hebreo de Devorah. ¿Por qué hay que poner a los niños los nombres de los muertos? Si hay que ponerles un nombre, ¿por qué no el de cosas más duraderas, como el cielo, el mar, o incluso las ideas, que nunca mueren, ni siquiera las malas?

El portero había seguido hablando, pero ahora se interrumpió.

—¿Te encuentras bien?

—Muybiengracias —dije, aunque no era verdad.

—¿Quieres sentarte, deseas algo?

Negué con la cabeza. No sé por qué, me acordé de un día en que papá me llevó a ver los pingüinos al zoológico y me subió sobre sus hombros, en un sitio frío y húmedo, para que pudiera acercar la cara al cristal y ver cómo les daban de comer. Ese día me enseñó la palabra «Antártida». Ahora me pregunté si aquello había ocurrido en realidad.

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