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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (12 page)

Salazar se centró en el inmenso barrio que queda justo al este del ayuntamiento. Se trataba de un ambiente que él no había conocido nunca, en realidad, pese a su origen mexicano-norteamericano. Pero engranó casi instantáneamente. Al cabo de unos meses, había reducido su trabajo para el
Times
a una columna semanal, y firmó como director de noticias de la KMEX-TV: la «emisora mexicano-norteamericana», que pronto se transformaría en la voz enérgica y agresivamente política de toda la comunidad chicana. Sus informaciones sobre las actividades de la policía desagradaron tanto al departamento del alguacil de Los Angeles Este, que dicho departamento se vio pronto en una especie de enfrentamiento personal con aquel tipo, aquel Salazar, aquel
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[2]
que se negaba a ser razonable.

Cuando Salazar se metía en un asunto rutinario como el de un chaval insignificante llamado Ramírez que moría en una pelea en la cárcel, lo más probable era que de aquello saliera cualquier cosa… incluyendo una serie de duros comentarios que sugerían patentemente que la víctima había muerto de una paliza que los carceleros le habían propinado. En el verano de 1970, Rubén Salazar recibió tres avisos de la policía: debía «suavizar su información». Las tres veces los mandó a la mierda.

Esto no era del dominio público dentro de la comunidad y no lo fue hasta después del asesinato. Cuando Salazar acudió a cubrir la concentración masiva aquella tarde de agosto, aún era un «periodista mexicano-norteamericano». Pero cuando sacaron su cadáver del Silver Dollar, era ya un mártir chicano de los pies a la cabeza. Semejante ironía sin duda habría hecho sonreír a Salazar, aunque no habría visto demasiado contenido cómico al uso que los políticos y los policías hicieron de la historia de su muerte. Ni le hubiese complacido enterarse de que casi inmediatamente después de su muerte su nombre se convertiría en grito de combate, lanzando a miles de jóvenes chicanos que siempre habían desdeñado manifestaciones y protestas a una guerra declarada contra la odiada policía gringa.

Su periódico, el
Los Angeles Times,
publicó la noticia de la muerte de su antiguo corresponsal en el extranjero en la primera página del lunes… «El periodista mexicano-norteamericano Rubén Salazar resultó muerto por un proyectil de gases lacrimógenos lanzado por un ayudante del alguacil en un bar, durante los disturbios ocurridos el sábado en Los Angeles Este…». Los detalles eran nebulosos, pero resultaba evidente que la nueva versión policial, precipitadamente revisada, pretendía demostrar que Salazar había sido víctima de un Lamentable Accidente del que los policías no supieron nada hasta varias horas después de ocurrido. Los ayudantes del alguacil habían cercado a un hombre armado en un bar, y al negarse éste a salir de allí (incluso después de varios avisos por el altavoz de que saliese) «se dispararon los proyectiles de gas y varias personas escaparon por la puerta trasera».

En aquel momento, según el teniente Norman Hamilton, nervioso portavoz del alguacil, los ayudantes encontraron a una mujer y a dos hombres (uno de ellos con una pistola automática calibre 7,65), a los que interrogaron. «No sé si detuvieron o no al individuo que llevaba el revólver», añadía Hamilton.

Rubén Salazar no estaba entre los que escaparon por la puerta trasera. Estaba en el bar, tendido en el suelo, con un gran agujero en la cabeza. Pero la policía no lo sabía, explicó el teniente Hamilton, porque «no entraron en el bar hasta las ocho, más o menos, cuando empezaron a circular rumores de que no se encontraba a Salazar» y «un hombre no identificado» dijo a un policía «creo que hay un hombre herido ahí dentro». «Fue entonces —decía Hamilton—, cuando nuestros hombres echaron abajo la puerta y encontraron el cadáver». Dos horas y media después, a las diez cuarenta, la oficina del alguacil admitía que el «cadáver» era Rubén Salazar.

«Hamilton no pudo explicar —decía el
Times
—, por qué dos relatos del incidente proporcionados a este periódico por testigos presenciales diferían tanto de la versión oficial».

Durante unas veinticuatro horas Hamilton se mantuvo hoscamente aferrado a su versión original, elaborada, según él, con datos policiales de primera mano. Según esta versión, Rubén Salazar había perecido víctima de «una bala perdida»… en el peor momento de los incidentes protagonizados por más de siete mil personas en Laguna Park, cuando la policía ordenó que todo el mundo se dispersara. Los noticiarios locales de radio y televisión ofrecieron variaciones esporádicas sobre este tema, citando informes «aún sometidos a investigación» de que Salazar había perecido accidentalmente, víctima de disparos de pacos callejeros. Era trágico, desde luego, pero las tragedias de este género son inevitables cuando multitudes inocentes se dejan manipular por un puñado de anarquistas violentos que odian a la policía.

Pero a última hora del domingo, la historia del alguacil se había desmoronado por completo: existía una declaración jurada de cuatro individuos que estaban a tres metros de Rubén Salazar cuando éste murió en el café Silver Dollar, en el 4045 del Bulevar Whittier, a poco más de un kilómetro de Laguna Park. Pero la verdadera conmoción llegó cuando estos hombres declararon que Salazar no había sido liquidado por los pacos ni por una bala perdida, sino por un policía con un mortífero bazoka de gases lacrimógenos.

Acosta no tuvo ningún problema para explicar la discrepancia. «Están mintiendo —dijo—. Ellos
asesinaron
a Salazar y ahora intentan taparlo. El alguacil está aterrado. Sólo es capaz de decir "sin comentarios". Ha ordenado a todos los policías del condado que no digan nada a nadie… en especial a la prensa. Han transformado la comisaría de Los Angeles Este en una fortaleza. Con guardias armados por todas partes. —Se echó a reír—. Qué coño, aquello parece una cárcel… ¡pero con todos los polis
dentro
!».

El alguacil Peter J. Pitchess se negó a hablar conmigo cuando le llamé. Las desagradables secuelas del asesinato de Salazar parecían haberle hundido por completo. El lunes desconvocó una conferencia de prensa ya anunciada, y se limitó a emitir una declaración oficial en la que decía: «Hay demasiadas versiones contradictorias, algunas de nuestros propios hombres, respecto a lo sucedido. El alguacil quiere disponer de tiempo para aclarar el asunto antes de reunirse con la prensa».

Sin duda. El alguacil Peter no era el único que no podía digerir la bazofia que su oficina estaba emitiendo. La versión oficial de la muerte de Salazar era tan burda y ridícula (incluso después de las revisiones) que ni siquiera el alguacil pareció sorprenderse cuando empezó a desmoronarse, incluso antes de que los militantes chicanos tuvieran posibilidad de atacarla. Cosa que hicieron, por supuesto. El alguacil ya tenía idea de lo que se avecinaba: varios testigos presenciales, declaraciones juradas, relatos de primera mano… y todo ello hostil.

La historia de las quejas chicanas contra la policía de Los Angeles Este no es una historia feliz. «Los polis nunca pierden —me explicaba Acosta—. Y tampoco en este caso perderán. Han liquidado al único miembro de la comunidad al que de veras tenían miedo, y te garantizo que ningún policía comparecerá en juicio por ello. Ni siquiera por homicidio involuntario».

Esto podía aceptarlo. Pero hasta a mí me resultaba difícil creer que los polis le hubieran matado deliberadamente. Sabía que eran capaces de hacerlo, pero no estaba totalmente dispuesto a creer que lo hubieran hecho de verdad… porque si llegaba a creerlo, también tendría que aceptar la idea de que estaban dispuestos a matar a todo el que pudiera molestarles, incluido yo.

En cuanto a la acusación de asesinato de Acosta, le conocía lo suficiente para comprender que podía hacer
públicamente
esa acusación… y también le conocía lo suficiente para estar convencido de que no intentaría colgarme a mí aquella especie de mierda monstruosa. Así que lógicamente nuestra charla telefónica me inquietó y empecé a cavilar sobre el asunto, atrapado en mis lúgubres sospechas de que Oscar me había dicho la verdad.

En el viaje en avión a Los Angeles, intenté llegar a una conclusión (en pro o en contra) basándome en la serie de notas y reseñas de prensa relacionadas con la muerte de Salazar. Por entonces, seis testigos fidedignos ya habían hecho declaraciones juradas que diferían drásticamente en varios puntos cruciales de la versión original de la policía (en la que nadie creía, en realidad). Había algo sumamente inquietante en la versión oficial de aquel accidente: Ni siquiera era una buena
mentira.

Horas después de que el
Times
saliera a la calle con la noticia de que en realidad Rubén Salazar había sido asesinado por la policía y no por pacos callejeros, el alguacil lanzó un ataque furioso contra los «conocidos disidentes» que se habían concentrado en Los Angeles Este aquel fin de semana, según él, para provocar un desastroso motín en la comunidad mexicano-norteamericana. Alabó a sus ayudantes por su habilidad y su celo en la tarea de restaurar el orden en la zona, cosa que habían conseguido sólo en dos horas y media, «evitando así un gigantesco holocausto de proporciones mucho mayores».

Pitchess no identificaba a ninguno de los «conocidos disidentes», pero insistía en que habían cometido «cientos de actos de provocación». No se sabe por qué el alguacil no se acordó de mencionar que sus hombres habían encarcelado ya a uno de los militantes chicanos más destacados del país, «Corky» Gonzales había sido detenido durante el motín del sábado, en base a una serie de acusaciones que en realidad la policía nunca llegó a componer. Gonzales, que huía de la zona de combate en una camioneta con otros veintiocho, fue detenido primero por una infracción de tráfico, luego por llevar armas ocultas y por último por «sospecha de robo», cuando la policía le encontró en el bolsillo trescientos dólares. El inspector John Kinsling dijo que era una detención «rutinaria». «Cuando hay una infracción de tráfico y descubrimos que llevan un arma en el coche y que sus ocupantes tienen una cuantía apreciable de dinero —dijo—, les detenemos por sospecha de robo».

Gonzales ridiculizó la acusación, diciendo: «Siempre que encuentran a un mexicano con más de 100 dólares, le acusan de un delito». La policía había dicho al principio que Gonzales llevaba una pistola cargada y más de mil proyectiles, junto con varios peines vacíos… pero el miércoles, habían retirado ya todas las acusaciones. En cuanto a lo del «robo», Gonzales dijo: «Sólo un chiflado o un memo creería que veintinueve individuos que cometen un robo se suben luego, los veintinueve, en una camioneta para huir». Iba en la camioneta con sus dos hijos, explicó, y se subió allí para huir de la policía que estaba gaseando la concentración, a la que había sido invitado como uno de los principales oradores. Los trescientos dólares, explicó, era el dinero que necesitaba para sus propios gastos y los de los niños, para comer en Los Angeles y para pagar los tres billetes del autobús de vuelta.

Esta fue la participación de Corky Gonzales en el incidente de Salazar. A primera vista, parece que no vale la pena mencionarlo siquiera, sí no fuera porque entre los abogados de Los Angeles corría el rumor de que la acusación de robo sólo era un ardid, una acción restrictiva necesaria, para preparar a Gonzales para un montaje judicial por conspiración, acusándole de haber ido a Los Angeles con la intención de provocar un motín.

El alguacil Pitchess y el jefe de policía de Los Angeles, Edward Davis, se aferraron rápidamente a esta teoría. Era el instrumento ideal para resolver aquel problema. No sólo asustarían a los chicanos locales y a los militantes de prestigio nacional como Gonzales, sino que además podía crearse así una especie de pantalla de humo, «amenaza roja» que dejaría en segundo plano el desagradable asunto de la muerte de Rubén Salazar.

El alguacil lanzó la primera andanada, que le proporcionó un gigantesco titular en el
Los Angeles Times
del martes y un editorial claramente pro-policial en el
Herald Examiner
del miércoles. El jefe de policía, por su parte, lanzó una segunda andanada desde su puesto de escucha de Portland, adonde había ido para dar rienda suelta a su sabiduría en la asamblea de la Legión Americana. Davis achacaba toda la violencia de aquel sábado a un «reducido grupo de agentes de la subversión que se infiltraron en la manifestación contra la guerra y la convirtieron en un motín», empujando a la multitud a un frenesí de saqueos e incendios. «Hace diez meses —explicaba—, el partido comunista de California dijo que abandonaba a los negros para concentrarse en los mexicano-norteamericanos».

En el editorial del
Herald
no se mencionaba por parte alguna (ni tampoco en la declaración del alguacil ni en la del jefe de policía) el nombre de Rubén Salazar. El
Herald,
en realidad, había procurado ignorar lo de Salazar desde el principio. En el primer reportaje del domingo sobre el motín (mucho antes de que surgiesen «complicaciones») era evidente la clásica mentalidad Hearst en este titular a toda plana del periódico: «La concentración pacifista de Los Angeles Este estalla en violencia sangrienta… Un hombre muerto a tiros; edificios saqueados e incendiados». El nombre de Salazar aparecía brevemente, en la declaración de un portavoz del departamento del alguacil del condado de Los Angeles; se afirmaba sin más que el «veterano periodista» había sido alcanzado en Laguna Park, por algún disparo, obra de desconocidos, en medio de un sangriento choque entre la policía y los militantes. No se decía nada más de Rubén Salazar.

Cosa muy natural en el
Herald Examiner,
periódico verdaderamente asqueroso, que afirma ser el diario vespertino de mayor tirada del país. Como uno de los pocos órganos de Hearst que quedan, sirve a unos intereses corrompidos, y cumple su papel como monumento a todo lo mezquino, perverso y malévolo que pueda existir en el campo de las posibilidades periodísticas. Resulta difícil entender, la verdad, que los marchitos ejecutivos de Hearst puedan encontrar aún número suficiente de papistas lisiados, fanáticos y trastornados para formar el equipo de un periódico tan asqueroso como el
Herald.
Pero, en fin, lo cierto es que lo consiguen… y también que consiguen vender un montón de publicidad para ese monstruo. Lo cual significa que el monstruo se lee, que lo leen de veras, y quizás hasta lo toman en serio, cientos de miles de habitantes de la segunda concentración urbana de los Estados Unidos. En la parte superior de la página editorial del miércoles (justo al lado del aviso de la amenaza roja) había un dibujo grande titulado «En el fondo de todo». Aparecía un cóctel Molotov, llameante, rompiendo una ventana y en el fondo (el fondo, ¿entendido?) de la botella había una hoz y un martillo. El editorial en sí era fiel eco de las acusaciones de Davis y Pitchess: «Vinieron muchos disidentes de otras ciudades y de otros estados para unirse a los agitadores de Los Angeles y desencadenar un motín gigantesco, perfectamente planeado… Si el holocausto no adquirió mayores proporciones se debió al valor y a la habilidad de los ayudantes del alguacil… Los detenidos deberían ser juzgados y todo el peso de la ley debería caer sobre ellos… Debemos aumentar las precauciones para impedir que estos actos de irresponsabilidad criminal se repitan». La existencia prolongada del
Examiner
de Hearst dice mucho acerca de la mentalidad de Los Angeles… y puede que también sobre el asesinato de Rubén Salazar.

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