Read La gran caza del tiburón Online

Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (11 page)

BOOK: La gran caza del tiburón
13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El caso Salazar tenía un gancho muy especial: no se trataba de que fuera mexicano o chicano, ni siquiera se trataba de la curiosa insistencia de Acosta en que le había matado la pasma a sangre fría y que nadie iba a hacer nada al respecto. Estos sin duda eran ingredientes muy propios para despertar la cólera, pero, desde mi punto de vista, el aspecto más amenazador del caso de Oscar era su acusación contra la policía, su afirmación de que la policía se había desmandado deliberadamente por las calles y había matado a un periodista que molestaba mucho. De ser cierto, esto significaba que la apuesta subía de golpe. Cuando la policía declara abierta la veda del periodista, cuando piensa en que puede declarar cualquier sector de «protesta ilegal» zona de fuego libre, sin duda las perspectivas son lúgubres… y no sólo para los periodistas.

A lo largo de trece devastadas manzanas, se veían los huecos oscuros de las tiendas y almacenes, los escaparates destrozados. Las señales de tráfico, los casquillos de bala, los trozos de ladrillo y de hormigón llenaban la acera. Un par de sofás, destripados por el fuego, se consumían en una esquina salpicados de sangre. Bajo el cálido resplandor de las bengalas de la policía, tres jóvenes chicanos bajaban por la calle destrozada. «Qué hay, hermano —le gritó uno a un periodista negro—. ¿Fue mejor esto que lo de Watts?».

Newsweek,
15 de febrero de 1971

Rubén Salazar es ya un auténtico mártir: no sólo en Los Angeles Este, sino en Denver y en Santa Fe y en San Antonio y en todo el Suroeste. A todo lo largo y lo ancho de Aztlán; los «territorios conquistados» que cayeron bajo el yugo de las tropas de ocupación gringas hace más de cien años, cuando los «políticos
vendidos
de ciudad de México lo vendieron a Estados Unidos» para poner fin a la invasión, a la que los libros de historia gringos denominan «guerra mexicano-norteamericana». (David Crokett,
Recuerda el Álamo,
etc.)

Como consecuencia de esta guerra, se cedió al gobierno de Estados Unidos la mitad, más o menos, de lo que entonces era la nación mexicana. Este territorio se dividiría más tarde en lo que ahora son los estados de Texas, Nuevo México, Arizona y la mitad sur de California. Esto es Aztlán: más un concepto que una definición real. Pero incluso como concepto ha galvanizado a toda una generación de jóvenes chicanos hacia un estilo de acción política que literalmente aterra a sus padres mexicano-norteamericanos. Entre 1968 y 1970 el «movimiento mexicano-norteamericano» pasó por los mismos cambios drásticos y el mismo gran trauma que había afectado anteriormente al «movimiento de derechos civiles negros», a principios de los sesenta. La escisión seguía básicamente unas líneas generacionales, y los primeros «jóvenes radicales» eran mayoritariamente los hijos e hijas de los mexicano-norteamericanos de clase media que habían aprendido a vivir con «su problema».

En esta etapa, el movimiento era básicamente intelectual. El término «chicano» se forjó como una entidad necesaria para el pueblo de Aztlán: ni mexicanos ni norteamericanos, sino una nación india/mestiza conquistada, cuyos miembros habían sido vendidos como esclavos por sus dirigentes y tratados por sus conquistadores como siervos a sueldo. Ni siquiera era definible su idioma, y mucho menos su identidad. El idioma de Los Angeles Este es una especie apresurada de mezcla
chola
de español mexicano e inglés californiano.

Hay muchos ex-convictos en el movimiento ahora, junto con todo un nuevo componente: los
«batos locos».
Y en realidad la única diferencia es que los ex-convictos son ya lo bastante mayores para haber estado en la cárcel por las mismas cosas por las que no han detenido aún a los
batos locos.
Otra diferencia es que los ex-convictos son lo bastante mayores para frecuentar ya los bares del Bulevar Whittier, mientras que la mayoría de los
batos locos
son aún adolescentes. Beben mucho, pero no en el Bulevar ni en el Silver Dollar. Te los encuentras los viernes por la noche compartiendo tragos de Kay Largo dulce en la oscuridad de algún parque del barrio. Y con el vino toman seconal, un barbitúrico, que se puede conseguir en grandes cantidades en el barrio y que además es barato: un billete o así por cinco rojitas, lo suficiente para dejar frito a
cualquiera.
El seconal es una de las pocas drogas del mercado (legal o del otro) con las que está garantizado que uno se convierte en un mal bicho. Sobre todo con un poco de vino y unas cuantas «blanca» (anfetas) de complemento. Este es el tipo de dieta que hace que un hombre desee salir y machacar al prójimo… únicamente había visto utilizar la misma dieta de rojas/blancas/vino a Los Angeles del Infierno.

Los resultados son más o menos los mismos. Los Angeles se cargaban con este material y salían a buscar a alguien a quien dar cadenazos. Los
batos locos
se cargan bien y se lanzan a buscar su propio tipo de acción (quemar una tienda, acosar a un negro o robar unos cuantos coches para pasearse de noche por las autopistas a toda pastilla). La acción casi siempre es ilegal, normalmente violenta… pero sólo últimamente se ha hecho «política».

Puede que el principal foco/movimiento del barrio en estos días sea la politización de los
batos locos.
La expresión significa literalmente «tíos locos», pero en ásperos términos políticos se traduce como «locos callejeros», adolescentes incontrolables que no tienen más que perder que su ira, dominados por una inmensa sensación de aburrimiento y de condena del mundo que les es dado conocer. «Estos tipos no tienen miedo a los cerdos», me explicaba un activista chicano. «Qué coño, les
gusta
pelear con ellos. Es lo que
quieren.
Y son muchísimos, de veras. Deben ser por lo menos doscientos mil. Si conseguimos organizar a estos tipos, amigo, haremos lo que queramos».

Pero no es fácil organizar a los
batos locos.
Por una parte, son desesperadamente ignorantes en todo lo que se refiere a la política. Odian a los políticos: incluso a los políticos chicanos. Además son muy jóvenes, muy hostiles, y cuando se excitan pueden hacer prácticamente cualquier cosa, sobre todo sí están cargados de vino y de rojitos. Una de las primeras tentativas directas de incorporar a los
batos locos
a la nueva política chicana fue la manifestación de masas contra la brutalidad policial del 31 de enero último. Los organizadores procuraron por todos los medios asegurar que la manifestación sería pacífica. Corrió por todo el barrio la voz de que «esta vez tiene que ser algo controlado… nada de motines ni de violencia». Se acordó una tregua con el departamento del alguacil de Los Angeles Este; la policía acordó no hacerse notar, pero aún así, colocaron sacos terreros y barricadas a la entrada de la subcomisaria del alguacil, que quedaba cerca del punto de concentración, Belvedere Park.

Un sacerdote chicano llamado David F. Gómez describía en
La Nación
la escena de este modo: «Pese a la tensión, predominaba una atmósfera de
fiesta;
los chicanos sentados en la rala yerba del campo de fútbol del parque, escuchando a los oradores del barrio exponer sus agravios contra la brutalidad policial y la ocupación gringa de Aztlán. El discurso más estimulante de la jornada fue el de Oscar Acosta.
"Ya es tiempo",
dijo. "Sólo existe un problema. No se trata del abuso policial. ¡Seguirán apaleándonos durante toda la vida porque somos chicanos! El verdadero problema es
nuestra tierra.
Hay quien nos llama rebeldes y revolucionarios. No lo creáis. Emiliano Zapata fue un revolucionario porque luchó contra otros mexicanos. ¡Pero nosotros no estamos luchando contra nuestra propia gente, sino contra los gringos! Nosotros no intentamos derribar nuestro propio gobierno. ¡Nosotros no tenemos gobierno! ¿Creéis que habría helicópteros de la policía patrullando día y noche en nuestras comunidades si alguien nos considerase de veras ciudadanos de pleno derecho?"».

El acto
fue
pacífico… hasta el final. Pero luego, cuando estalló la lucha entre un puñado de chicanos y un grupo de policías nerviosos, casi un millar de
batos locos
reaccionaron lanzándose a un ataque frontal contra la sede central de la policía con piedras, botellas, garrotes, ladrillos y cuanto pudieron encontrar. La policía aguantó el ataque durante una hora, más o menos, y luego se lanzó fuera con una exhibición terrible de fuerza que incluía los disparos de postas con escopetas del calibre 12 dirigidos contra la multitud. Los atacantes se dispersaron por las calles laterales del Bulevar Whittier y se iniciaron las algaradas y los destrozos. Los polis les perseguían disparando postas y pistoletazos prácticamente a quemarropa. Tras dos horas de guerra callejera, el saldo era: un muerto, treinta heridos graves y algo menos de medio millón de dólares en daños… en los que se incluían 78 coches de la policía quemados y destrozados.

Era una ofensa para toda la estructura de poder de Los Angeles. El comité chicano de la Moratoria estaba espantado. El principal organizador de la manifestación (Rosalio Muñoz, de 24 años, que había sido presidente del cuerpo estudiantil de la Universidad de California, Los Angeles), estaba tan impresionado por aquella explosión que aceptó a regañadientes (de acuerdo con el alguacil) que cualquier manifestación de masas sería en estos momentos demasiado peligrosa. «Tenemos que hallar un nuevo medio de expresar nuestras protestas —dijo un portavoz del Congreso de la Unidad Mexicano-Norteamericana, organización más moderada—. A partir de ahora, tendremos que calmar los ánimos».

Pero nadie hablaba de los
batos locos…
salvo quizás el alguacil. «Esta violencia no la causaron extraños —dijo—, sino miembros de la comunidad chicana. Y esta vez no pueden decir que les provocamos». Se trataba de un cambio patente en el análisis policial típico de la «violencia mexicana». En el pasado, siempre habían echado la culpa a «comunistas y agitadores externos». Pero al parecer ahora el aguacil se daba cuenta del asunto. El verdadero enemigo era la misma gente con la que tenían que tratar todos los cochinos días de la semana sus hombres, en todo tipo de situaciones rutinarias: en las esquinas de las calles, en los bares, en peleas domésticas y en accidentes de coches. La
gente,
la gente de la calle, los que
vivían
allí. Así que, en último término, ser ayudante del alguacil en Los Angeles Este no era muy distinto a ser soldado de la American División en Vietnam. «Hasta los niños y las viejas son del vietcong».

Es una tendencia nueva, y en Los Angeles Este todos los que se muestran dispuestos a hablar del asunto utilizan la expresión «desde lo de Salazar». En los seis meses transcurridos desde el asesinato y la inquietante investigación del
coroner
que le siguió, la comunidad chicana se ha visto bruscamente escindida por un tipo de polarización completamente nuevo, otro doloroso viaje-ameba. Pero esta vez la escisión no era entre los jóvenes militantes y los viejos Tío-Tacos, sino entre los militantes tipo estudiante y toda la nueva especie de locos callejeros supermilitantes. No se discutía ya si había que luchar o no, se hablaba de Cuándo, Cómo y Con Qué armas.

Otro aspecto desconcertante de la nueva escisión era que no se trataba ya de una simple cuestión de «problema generacional», que había sido doloroso, pero básicamente simple; ahora se trataba de algo más que un conflicto de estilos de vida y actitudes; esta vez la división seguía líneas más económicas, o de
clase
y esto resultaba dolorosamente complejo. Los primeros activistas estudiantiles habían sido militantes, pero también razonables… al menos, según su criterio, aunque no el de la ley.

Pero los
batos locos
ni siquiera pretendían ser razonables. Querían ir al grano, y cuanto más deprisa mejor. En cualquier momento, en cualquier lugar: bastaba con que se les diese una razón para lanzarse a por el cerdo; estaban siempre dispuestos.

Esta actitud creó problemas patentes dentro del movimiento. La gente de la calle tenía buen instinto, decían los dirigentes, pero no eran prudentes. No tenían ningún programa; sólo violencia y venganza… lo cual era muy comprensible, desde luego, pero ¿cómo podía
funcionar
? ¿Cómo podía ganar algo, a la larga, la comunidad mexicano-norteamericana, tradicionalmente estable, declarando la guerra total a la estructura del poder gabacho y purgando al mismo tiempo a sus propios
vendidos
?

¡AZTLÁN! Si no te gusta, vete

(Pancarta de una manifestación chicana)

Rubén Salazar fue asesinado como secuela de un motín, estilo Watts, que estalló cuando cientos de policías atacaron una concentración pacífica en Laguna Park, donde se habían reunido unos cinco mil chicanos tipo activista-estudiante-liberal para protestar por el reclutamiento de «ciudadanos de Aztlán» para luchar con el ejército norteamericano en Vietnam. La policía apareció de pronto en Laguna Park, sin previo aviso, y «dispersó a la multitud» a base de gases lacrimógenos, a lo que siguió una paliza con porras estilo Chicago.

La multitud huyó aterrada y furiosa, inflamando a cientos de jóvenes espectadores que recorrieron a la carrera las pocas manzanas que había hasta el Bulevar Whittier y empezaron a destrozar todas las tiendas y almacenes que había a la vista. Varios edificios quedaron reducidos a cenizas. Los daños se calcularon aproximadamente en un millón de dólares. Murieron tres personas, hubo sesenta heridos… pero el incidente principal de la concentración del 29 de agosto de 1970 fue el asesinato de Rubén Salazar.

Y seis meses después, cuando el Comité Nacional Chicano de la Moratoria consideró que era el momento para otra concentración de masas, se convocó para «mantener vivo el espíritu de Rubén Salazar».

Esto resulta un tanto irónico, porque Salazar nunca militó en nada. Era un periodista profesional con diez años de experiencia en una serie de diversas misiones profesionales para el neoliberal
Los Angeles Times.
Era conocido como periodista a escala nacional y había recibido premios por su trabajo en sitios como Vietnam, Ciudad de México y la República Dominicana. Era un corresponsal de guerra veterano, pero nunca había derramado sangre en la guerra. Era bueno y parecía gustarle el trabajo. Así que debió sentirse un poco aburrido cuando el
Times
le reclamó de las zonas de guerra, para un aumento y un buen merecido descanso, a fin de cubrir «asuntos locales».

BOOK: La gran caza del tiburón
13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Without Boundaries by Cj Azevedo
A Yacht Called Erewhon by Stuart Vaughan
Skateboard Tough by Matt Christopher
A Christmas Tail by Trinity Blacio
Black Swan by Chris Knopf
You Deserve Nothing by Alexander Maksik
1 Dog Collar Crime by Adrienne Giordano
Prohibition by Terrence McCauley
The Billionaire’s Mistress by Somers, Georgia


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024