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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (30 page)

—No, yo...

—¡Lo he oído otra vez!

—No he oído...

—¡Centauros! ¡No hay duda! —Simkin estaba pálido, pero no había perdido el control—. ¡Nací en estos bosques! Puedo oír la respiración de una ardilla a cincuenta pasos. ¡Vámonos! Abre el Corredor. Ten, utiliza mi Energía Vital. Sé adónde vamos. Visualizaré mentalmente nuestro punto de destino.

Saryon vaciló, dudando todavía si utilizar un Corredor cuando sabía que los Thon-Li, los Amos de los Corredores, los estarían controlando con toda seguridad. No confiaba en aquel joven, ni en sus absurdas historias, aunque la única explicación que se le ocurría para toda la increíble cantidad de información que Simkin poseía era que aquel joven era un espía. De todas formas, antes de que abriera el Corredor...

¡Súbitamente, Saryon
oyó
algo, o creyó oírlo! ¡Un retumbar, como de cascos que galoparan por el sendero! Ahora sí que no parecía haber elección. Asiendo el brazo de Simkin, el catalista absorbió Energía Vital del joven, sin darse cuenta, en su agitación, de que era extraordinariamente potente, y balbuceó las palabras que abrían el Corredor. Se abrió el hueco, una parcela de vacío absoluto abierta en pleno sendero. Simkin saltó a su interior, arrastrando al catalista con él.

—¿Dónde estamos? —preguntó Saryon, saliendo cautelosamente del Corredor.

—En lo más profundo del País del Destierro —le respondió Simkin en voz baja, sujetando todavía el brazo de Saryon mientras salía—. Debes vigilar cada uno de tus pasos, medir tus palabras y escudriñar cada sombra.

El Corredor se cerró a sus espaldas, y Saryon volvió la cabeza nerviosamente, casi esperando ver a los Thon-Li surgiendo de él para arrestarlos. Quizá
esperaba
que alguien saliera y los arrestase, se confesó a sí mismo tristemente. Pero no fue así.

Ambos habían llegado a su destino sanos y salvos, siendo ese destino, por lo que Saryon podía ver, una ciénaga. A su alrededor, surgiendo de las turbias y oscuras aguas, se elevaban altos árboles de troncos gruesos y negros. El catalista no había visto árboles semejantes en toda su vida. Sus ramas retorcidas, brillantes de limo, se enroscaban las unas alrededor de las otras hasta que cada uno de ellos quedaba tan enredado en las ramas del otro que era imposible decir dónde terminaba un árbol y empezaba su vecino. Aquellos extraños árboles carecían de hojas, tenían tan sólo tentáculos retorcidos que brotaban de las ramas y se sumergían en las aguas, como largas y delgadas lenguas.

—¿Esto... esto no es... la Cofradía? —preguntó Saryon, atemorizado, notando cómo sus pies se hundían en aquel suelo pantanoso.

—¡No, claro que no! —susurró Simkin—. No resultaría si apareciéramos repentinamente en medio de la Cofradía, surgiendo de un Corredor, ¿no crees? Quiero decir, que la gente haría preguntas, y puedes creerme —dijo en un tono solemne nada habitual en él, que hizo que su voz se endureciera—, no te gustaría que Blachloch te hiciera preguntas.

—¿Blachloch? —Saryon levantó un pie del lodo, e inmediatamente una bocanada de un gas hediondo burbujeó hasta la superficie, en el mismo lugar donde había estado su pie.

A punto de vomitar, el catalista se cubrió nariz y boca con la manga de la túnica, contemplando con horrorizada fascinación cómo el pantano se apresuraba a cubrir su rastro.

—¿Blachloch? Es el Jefe de la Cofradía —dijo Simkin con una sonrisa tirante y forzada—. Un
Duuk-tsarith
.

—¿Un Ejecutor?

—Ex Ejecutor —lo corrigió Simkin sucintamente—. Decidió que sus aptitudes, y son considerables, podían serle más provechosas a él que al Emperador. Así que se marchó.

Tiritando en el malsano y frío ambiente del tenebroso y enmarañado bosque, Saryon se arrebujó en su túnica y se quedó mirando a su alrededor con desesperación, preguntándose si habría serpientes.

—Conocerás más cosas sobre él..., muchas más..., demasiado pronto —siguió Simkin en tono misterioso—. Pero recuerda siempre, amigo mío —agarró con fuerza el brazo del catalista—, que Blachloch es un hombre peligroso. Muy peligroso. Ahora, ven por aquí. Yo iré delante. Mantente detrás de mí y pisa exactamente donde yo pise.

—¿Tenemos que andar por aquí? —preguntó Saryon con voz compungida.

—No mucho. Estamos cerca del poblado, esto es parte de las defensas exteriores. Vigila dónde pisas.

Viendo que las negras aguas borboteaban en la huella dejada por el pie de Simkin sobre el barro, tuvo cuidado de obedecer las instrucciones del joven. Moviéndose muy despacio detrás de él, la sangre golpeándole en las sienes y el corazón en un puño, aquel catalista que una vez había vivido en la seguridad y el aislamiento fijó la vista en lo que lo rodeaba como si todo aquello fuera una especie de horrible pesadilla. Algo se agitó en su cerebro, recuerdos de los cuentos de la infancia que le relataba la Maga Servidora cuando lo metía en la cama. Historias de criaturas encantadas traídas del Mundo de las Tinieblas de los antiguos: dragones, unicornios, serpientes marinas. Era en lugares como aquél donde vivían. Y si entonces le habían aterrorizado, cuando yacía en la seguridad de una cómoda cama, ¡cómo no lo iban a aterrorizar ahora, que quizá lo estaban espiando en aquel mismo instante!

Saryon nunca se había considerado una persona imaginativa, encerrado como estaba en su fría, lógica y cómoda celda matemática, pero ahora se daba cuenta de que su imaginación debía de haber estado escondida bajo la cama, porque en aquellos momentos había hecho acto de presencia, dispuesta a asombrarlo y asustarlo.

«Esto es ridículo —se dijo a sí mismo con firmeza, intentando permanecer tranquilo, a pesar de que estaba seguro de haber visto la reluciente y escamosa cola de un espantoso monstruo que se deslizaba por las lóbregas aguas del pantano. Temblando a causa del miedo, la humedad y el frío, mantuvo la mirada fija en Simkin, que andaba rápidamente delante de él, muy seguro, en apariencia, de cada paso que daba—. Míralo. Es mi guía. Sabe adónde va. No tengo más que seguirlo...»

El catalista aflojó el paso, mirando a su alrededor con más atención, ahora con todos sus sentidos completamente alerta. ¡Pues claro! ¿Cómo no se había dado cuenta al principio?

—¡Simkin! —siseó Saryon.

—¿Qué sucede, ¡oh! Calvo y Tembloroso Amigo?

El joven se dio la vuelta con cuidado, enojado por tener que detenerse.

—¡Simkin, este bosque está encantado! —Saryon hizo un ademán—. ¡Estoy seguro! Puedo percibir la magia. ¡Es totalmente diferente a la que estoy acostumbrado!

Y lo era. Aquella magia era tan penetrante, que Saryon se sentía casi sofocado por ella.

Simkin pareció sentirse incómodo.

—Su... supongo que tienes razón —murmuró, lanzando una ojeada a la neblina que se elevaba del agua arremolinándose alrededor de los retorcidos árboles—. Creo que oí decir una vez que este bosque estaba... eh... encantado, tal como dices.

—¿Quién lo puso? ¿La Cofradía?

—N... no —confesó Simkin—. Generalmente no se dedican a este tipo de cosas. Además no hemos tenido a ningún catalista por aquí, excepto tú, ya sabes, de modo que hubiera resultado bastante difícil...

—Entonces, ¿quién?

Saryon se detuvo, mirando a Simkin con desconfianza.

—Mira, amigo, te sugiero que sigas andando.

—¿Quién? —repitió Saryon, airado.

Sonriendo y con un encogimiento de hombros, Simkin indicó los pies del catalista.

Bajando los ojos, Saryon vio asustado que se estaba hundiendo lentamente en el lodo.

—¡Dame la mano! —le gritó Simkin, tirando de él.

Le costó un considerable esfuerzo conseguir liberar los pies de Saryon del barro y, cuando lo logró, el suelo lo dejó ir con un sonoro ¡plop! como enfurecido al tener que dejar escapar a su presa.

Completamente atemorizado, el catalista no pudo hacer más que seguir a Simkin, dando tumbos detrás de él, a pesar de que la sofocante presencia de aquel fuerte hechizo lo agobiaba tanto que apenas si podía respirar. Parecía como si le estuviera chupando la Vida de manera espontánea, absorbiendo sus energías.

—Debo descansar —jadeó Saryon, cruzando las oscuras aguas tambaleante, agobiado por el peso de sus ropas mojadas.

—¡No, ahora no! —lo instó Simkin. Volviéndose, cogió a Saryon por el brazo, tirando de él—. Hay terreno firme un poco más adelante...

Fuertemente sujeto por el joven, Saryon siguió andando pesadamente, observando mientras lo hacía que Simkin no tenía ninguna dificultad para andar, sino que se movía con ligereza por encima de la superficie, sin que sus botas dejaran apenas la más mínima huella.

«Después de todo
es
un mago —se dijo Saryon con amargura, dando traspiés tras él—. Probablemente un brujo...»

—Ya estamos aquí —anunció Simkin alegremente, deteniéndose—. Ahora puedes descansar un rato, si es imprescindible.

—Lo es —repuso Saryon, agradecido de sentir de nuevo una superficie sólida bajo los pies. Mientras seguía a Simkin hasta un pequeño montículo que sobresalía de entre el lodo, Saryon se secó el helado sudor del rostro con la manga y, tiritando, lanzó una ojeada a los alrededores—. ¿Cuánto falta...? —empezó a decir, cuando, súbitamente, sintiendo que la voz se le quebraba en la garganta, emitió un sonido entrecortado—. ¡Huye! —gritó.

—¿Qué?

Simkin giró en redondo, agazapándose, preparado para enfrentarse a cualquier enemigo.

—¡Sal... de aquí! —consiguió decir Saryon, intentando mover los pies, mientras notaba que el hechizo lo empujaba lenta e inexorablemente hacia abajo.

—¿Salir de dónde? —La voz de Simkin parecía venir de muy lejos. La niebla se elevaba, arremolinándose alrededor de ellos.

—¡El círculo..., hongos! —le gritó Saryon, cayendo de bruces mientras el suelo temblaba y se estremecía bajo sus pies—. Simkin..., mira...

En un último y desesperado intento, el catalista intentó escapar del círculo mágico lanzando el cuerpo fuera de él, pero mientras procuraba avanzar hacia adelante, el suelo cedió y Saryon cayó. Sus dedos escarbaron durante un instante entre los hongos mientras intentaba sujetarse frenéticamente, pero el hechizo era irresistible, y le atraía hacia abajo, cada vez más abajo...

Lo último que oyó fue la voz de Simkin, que sonaba fantasmagórica a través de la neblina que giraba vertiginosamente a su alrededor.

—Creo, amigo, que tienes razón. Me siento terriblemente apenado...

—¿Simkin? —musitó Saryon, dirigiéndose a las impenetrables tinieblas.

—Estoy aquí, muchacho —le contestaron alegremente.

—¿Sabes dónde estamos?

—Me temo que sí. Intenta permanecer calmado, ¿quieres? Todo está bajo control.

Calmado. Saryon cerró los ojos respirando profundamente, intentando que su corazón, que parecía a punto de saltarle del pecho, latiera con más lentitud. Tenía la boca reseca y le costaba respirar. Sin embargo, se encontraba sobre tierra firme, lo cual era un consuelo, aunque cuando extendió las manos y tanteó en la oscuridad no pudo encontrar nada a su alrededor. Tampoco pudo
percibir
nada cerca de él, nada vivo. Ya que, por extraño que parezca, todo su cuerpo latía y vibraba lleno de magia: el origen del hechizo..., como Simkin debía de haber sabido.

Cuando consideró que podía hablar con una voz que sonase relativamente normal, con tan sólo un amago de temblor, empezó a decir:

—Exijo saber...

En ese momento, ante los ojos de Saryon tuvo lugar una auténtica explosión de luz y sonido. Llamearon las antorchas y las estrellas parecieron salir despedidas desde el firmamento para revolotear junto a él. Diminutos fuegos verdes pasaron zumbando ante sus ojos y bailaron sobre su cabeza. Brillantes estallidos de una fosforescencia blanca lo cegaron, mientras los sones de una trompeta lo ensordecían. Retrocediendo, se cubrió los ojos con las manos oyendo unas risas cristalinas que resonaban a su alrededor mezcladas con otras más profundas, que retumbaban con fuerza.

Mientras se frotaba los ojos, parpadeante, intentando ver algo en aquella deslumbrante y humeante atmósfera que era a la vez luminosa y sombría, Saryon oyó una voz queda y profunda que surgía de entre las risas como un río de frías aguas que recorriera una enorme caverna con eco.

—Simkin, mi dulce y lindo muchachito, has regresado. ¿Y me has traído lo que yo quería?

—Bueno, ejem, en realidad... no exactamente. Quiero decir... a lo mejor. Su Majestad es tan difícil de complacer...

—Yo no soy difícil de complacer. Me hubiera contentado contigo.

—¡Ah!, vamos, vamos, Majestad. Ya hemos discutido eso, ya lo sabéis —le contestó Simkin con la voz entrecortada, o así le pareció a Saryon, que seguía luchando por ver a través de aquel resplandor—. Ya sabéis que me... me sentiría muy honrado, pero si abandonara la Cofradía, Blachloch vendría a buscarme y me encontraría, y también os encontraría a vos. Blachloch es un poderoso Señor de la Guerra...

Saryon escuchó un gutural gruñido de impaciencia.

—Sí —añadió Simkin apresuradamente—, ya sé que podríais ocuparos de él y de sus hombres, pero sería tan desagradable... Conocen el hierro, ¿sabéis...?

Ante aquellas palabras, la oscuridad se llenó de terribles siseos y lloriqueos, mientras las luces parpadeaban y llameaban encolerizadas obligando a Saryon a protegerse los ojos con una mano.

—Algún día —dijo aquella voz queda y profunda— nos ocuparemos de este asunto. Pero ahora hay necesidades más urgentes.

Saryon oyó un crujido, como si alguien se hubiera movido, y al instante todo quedó en silencio. Las deslumbrantes luces se extinguieron con un pestañeo, cesaron aquellos horribles ruidos y el catalista se encontró, de nuevo, solo en la oscuridad. Aunque aquella oscuridad estaba viva, podía oírla respirar a su alrededor. Eran respiraciones ligeras y rápidas; respiraciones profundas, atronadoras incluso; y por encima de todas ellas, una respiración suave, susurrante, ronca.

No sabía qué hacer. No se atrevía a hablar ni a llamar a Simkin. Las respiraciones siguieron rodeándolo —parecía como si cada vez estuvieran más cerca— y la tensión creció en su interior hasta que se dio cuenta de que en cualquier momento se abalanzaría hacia la oscuridad echando a correr sin rumbo, para acabar, probablemente, hecho pedazos contra alguna roca...

La luz llameó de nuevo, sólo que esta vez era una agradable luz amarillenta que ni le cegaba ni le dañaba los ojos. Descubrió que le era posible ver en ella una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado, y, al mirar en derredor, vio a Simkin.

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