Si Vanya tenía un espía en la cofradía, ¿por qué necesitaba a Saryon?
Sintiéndose confuso ante lo que estaba pensando, el catalista iba dando traspiés en su mente casi tan terribles como los que daba en la creciente oscuridad. Deteniéndose, Saryon recuperó el aliento, fijó su posición mediante la estrella y aguzó el oído tratando de captar el sonido del río. No lo oyó y, una vez que su sentido de la lógica lo hubo convencido de que no había andado lo suficiente para llegar a él, decidió hacer caso de las palabras de Jacobias y descansar el resto de la noche.
Saryon empezó a buscar un lugar donde pasar las horas que faltaban para el amanecer. Aún no había cruzado el río, e ingenuamente creyó que estaba relativamente seguro, aunque tampoco habría importado demasiado si hubiera pensado lo contrario. El catalista estaba tan exhausto a causa de aquel ejercicio al que estaba desacostumbrado y la tensión nerviosa a la que se veía sometido que sabía perfectamente que no podía dar ni un paso más. Calculando que podría ser mejor permanecer cerca del sendero (sin preocuparse en considerar quién o qué había abierto el sendero), Saryon se recogió la túnica alrededor de sus huesudos tobillos y se sentó, doblándose sobre sí mismo, al pie de un gigantesco roble, que ofrecía un lecho terriblemente incómodo entre dos enormes raíces que estaban al descubierto. Apoyando la barbilla sobre las rodillas, se instaló como pudo entre los matorrales y se preparó para esperar a que se hiciera de día.
Saryon no tenía intención de dormir. En realidad, no hubiera creído posible que
pudiera
dormirse. La luna había desaparecido y, aunque las estrellas brillaban con fuerza sobre su cabeza, la noche era oscura y aterradora a su alrededor. Se oían extraños crujidos, gruñidos y respiraciones, y los ojos de animales salvajes se clavaban en él, así que, desesperado, cerró los suyos.
«Estoy en las manos de Almin», se susurró a sí mismo febrilmente.
Pero aquellas palabras no le brindaron ningún consuelo. Por el contrario, le sonaron estúpidas y sin sentido. ¿Quién era él para Almin sino uno más de los muchos seres desgraciados de aquel mundo? Simplemente un ser diminuto, ni siquiera tan atraer la atención de Almin como una de aquellas brillantes y centelleantes estrellas, pues él, un pobre mortal, no despedía ninguna luz. ¡Incluso cualquier campesino inculto podía rogar por la bendición de Almin con más sinceridad que su propio catalista! Saryon cerró los puños con desesperación. Su Iglesia, que una vez le había parecido tan poderosa y fuerte como la misma fortaleza montañosa en la que estaba ubicada, empezaba a hacerse pedazos y a desmoronarse por todas partes.
Su Patriarca, el hombre que estaba más cerca de su dios, le había mentido. Su Patriarca lo estaba utilizando para algún siniestro y oculto propósito.
Meneando la cabeza, Saryon procuró recordar sus estudios de teología, esperando poder capturar la fe que se le escapaba, pero fue como si hubiera intentado detener la marea saliente poniendo la mano en el agua y agarrando una ola. Su fe estaba estrechamente ligada a los hombres, y los hombres le habían fallado.
«No, sé honesto —se dijo Saryon a sí mismo, estremeciéndose al abalanzarse sobre él los espantosos sonidos de la noche, arrastrando todos los temores de su subconsciente con ellos—. Tu fe estaba basada en ti mismo. ¡Eres
tú
quien ha fallado!»
El catalista se cubrió la cabeza con los brazos en triste desesperación. Acurrucado bajo el árbol, escuchó aquellos horribles ruidos que cada vez se acercaban más y aguardó esperando sentir cómo unos afilados colmillos se hundían en su carne u oír la risa grosera de los centauros. No obstante, lentamente, los ruidos empezaron a desvanecerse, o quizás era
él
quien se desvanecía. Ya no importaba. Nada importaba.
Perdido y deambulando por una oscuridad aún mayor y más aterradora que la del País del Destierro, Saryon se resignó a su destino. Agotado y desesperado, sin importarle ya si vivía o moría, se durmió.
Levantando la cabeza y parpadeando ante la brillante luz de la mañana, Saryon miró en derredor suyo. Completamente desorientado, se le ocurrió confuso que algo había hecho desaparecer su cabaña durante la noche, dejándolo a él durmiendo en el suelo.
Le llegó entonces a los oídos un gruñido y todo volvió a su memoria precipitadamente, incluidos sus terrores y el conocimiento de que se encontraba solo en una región desolada. Lleno de pavor, Saryon se puso en pie de un salto o, al menos, eso fue lo que intentó hacer, ya que en realidad apenas si consiguió sentarse. El dolor le atenazaba los músculos de la espalda, tenía las articulaciones entumecidas y las piernas parecían haber perdido toda su sensibilidad. La túnica estaba totalmente empapada por el rocío de la mañana y él se sentía helado y dolorido, y muy desdichado. Con un gemido, Saryon volvió a apoyar la cabeza sobre las rodillas y pensó en lo sencillo que sería permanecer allí y morir.
—Vaya —dijo una voz en tono de admiración—, sé de Señores de la Guerra que no se atreven a pasar una noche en el País del Destierro sin rodearse de un círculo de ardientes demonios y cosas parecidas, y aquí estás tú, un catalista, durmiendo como un bebé en los brazos de su madre.
Levantando la cabeza sobresaltado y mirando frenéticamente a su alrededor, mientras intentaba alejar el sueño de sus ojos, Saryon localizó por fin al propietario de la voz. Era un joven que estaba sentado sobre el tocón de un árbol, cuyos ojos contemplaban a Saryon con la misma franca admiración que sonaba en su voz. La larga melena de color castaño se enroscaba sobre sus hombros, complementada por una barba de un suave tono castaño y un elegante bigote. Iba vestido en armonía con su entorno, con capa y pantalones de color marrón y unas flexibles botas de piel.
—¿Quién...?, ¿quién sois vos? —tartamudeó Saryon, intentando, sin demasiado éxito, ponerse en pie. A su medio dormido cerebro se le ocurrió que a lo mejor los Magos Campesinos habían enviado a alguien a buscarlo—. ¿No sois del poblado?
—Deja que te ayude —dijo el joven, acercándose y ayudando al catalista a ponerse en pie con dificultad—. Eres ya bastante mayor para ir paseándote por los bosques, ¿no crees?
Saryon apartó de un tirón el brazo que el muchacho sujetaba solícito.
—Vuelvo a repetirlo, ¿quién sois vos? —preguntó con voz severa.
—¿Cuántos años tienes, si me perdonas el atrevimiento? —indagó el otro, mirando a Saryon con inquietud—. ¿Cuarentón?
—Exijo...
—No muchos más de cuarenta —siguió el joven, estudiando al catalista—. ¿Me equivoco?
—No es asunto vuestro —dijo Saryon, tiritando en sus húmedas ropas—. O bien contestáis a mi pregunta o ya podéis seguir vuestro camino y dejarme a mí seguir el mío...
La expresión del muchacho se volvió solemne.
—¡Ah!, bien, ahí está la cosa. Me temo que tu edad
es
un poco asunto mío, ¿sabes?, porque tu camino
es
mi camino. Soy tu guía.
Saryon se quedó mirándolo, demasiado sorprendido para replicar. Luego recordó las palabras de Jacobias: «Ha habido gente que ha estado haciendo preguntas sobre vos. Necesitan un catalista, de modo que es probable que se interesen por vos más de lo normal.»
—Me llamo Simkin —dijo el joven, tendiéndole la mano con gesto amistoso.
Temblándole las piernas de alivio, Saryon le devolvió el apretón de manos, haciendo muecas mientras se movía y lamentando amargamente la noche pasada bajo el árbol.
—Si te sientes capaz de viajar —continuó Simkin con tranquilidad—, deberíamos empezar a movernos. Los centauros capturaron a dos de los hombres de Blachloch aquí hace un mes. Los descuartizaron en pequeños pedazos a menos de quince metros de donde estamos nosotros. Fue un espectáculo espantoso, te lo aseguro.
El catalista palideció.
—¿Centauros? —repitió nerviosamente—. ¿Aquí? Pero no estamos al otro lado del río...
—¡Por mi honor! —exclamó Simkin, mirando sorprendido a Saryon—, no
sabes
nada de bosques, ¿verdad? Vaya, creí que eras increíblemente valiente y resulta que sólo eres increíblemente estúpido. ¡Has estado durmiendo sobre uno de los senderos de caza de los centauros! Y ahora, la verdad es que ya hemos malgastado demasiado tiempo. Cazan de día, ¿sabes? Bueno, imagino que
no
lo sabes, pero ya aprenderás. Vámonos.
Se quedó mirando a Saryon con expectación.
—¿Por qué me miráis así? —preguntó Saryon con voz temblorosa, ya que la frase «los descuartizaron en pequeños pedazos» le había dejado helado—. ¡Tú eres el guía!
—Pero tú eres el catalista —dijo Simkin con ingenuidad—. Abre un Corredor para nosotros.
—¿Un Co... Corredor? —Saryon se puso una mano en la cabeza, frotándosela perplejo—. ¡No puedo hacerlo! Nos descubrirían. Yo... yo estoy desesperado. —Recordando su papel añadió—: Soy un renegado...
—¡Oh, vamos! —dijo Simkin con un dejo de frialdad en la voz—, los granjeros puede que lo crean pero yo estoy mejor informado, y si crees que voy a viajar durante
meses
por este bosque dejado de la mano de Dios cuando podrías hacer que llegáramos a donde vamos en un instante, entonces estás muy equivocado.
—Pero los Ejecutores...
—Saben cuándo deben mirar hacia otro lado —repuso Simkin, mirando a Saryon astutamente—. Estoy seguro de que el Patriarca Vanya les ha dado sus instrucciones.
¡Vanya! Las sospechas, dudas y preguntas de Saryon, que habían quedado momentáneamente olvidadas, volvieron a aparecer. ¿Cómo sabía aquel joven lo de Vanya? A menos que él fuera el espía...
—No... no tengo ni idea de lo que estáis hablando —tartamudeó Saryon, frunciendo el entrecejo e intentando parecer sorprendido—. Soy un renegado. Un tribunal de catalistas me envió a ese miserable poblado como castigo. No he hablado nunca con el Patriarca Vanya...
—¡Oh!, esto es una total pérdida de tiempo —lo interrumpió Simkin, acariciándose los castaños rizos con la mano y mirando malhumorado el sendero—. Tú has hablado con el Patriarca Vanya.
Yo he
hablado con el Patriarca Vanya...
—¿Tú has... hablado... con el Patriarca?
Sintiendo que las rodillas empezaban a fallarle, Saryon se sujetó a la rama de un árbol para no caer al suelo.
—Mírate —le dijo Simkin con desdén—. Débil como un gatito. ¡Y es éste el hombre al que envían solo al País del Destierro! —exclamó, apelando a algún ser invisible—. Desde luego que he hablado con Vanya —continuó Simkin, volviéndose hacia Saryon—. Su Rechoncha Señoría me expuso sus planes con toda claridad. «Simkin —me dijo—, te estaría muy agradecido, eternamente agradecido, si me ayudaras en este pequeño asunto.» «Patriarca, viejo amigo —repuse yo—, estoy a tus órdenes.» Incluso me hubiera abrazado, pero hay ciertas cosas por las que no paso, y una de ellas es ser abrazado por personas gordas y calvas.
Saryon miró al joven de hito en hito desconcertado, sintiéndose mareado y comprendiendo sólo a medias lo que le había dicho. Su primer pensamiento lúcido fue que todo aquello era una insensatez. ¿Este... Simkin hablando con el Patriarca Vanya? ¡Su Rechoncha Señoría! Sin embargo, Simkin sabía...
—¡Tú debes de ser el espía! —le espetó Saryon.
—Debo serlo, ¿verdad? —dijo Simkin, mirándolo con expresión a la vez indiferente y misteriosa.
—¡Es como si lo hubieras admitido! —le gritó Saryon, agarrando al joven por el brazo. Dolorido, asustado y agotado, el catalista había llegado al límite de su resistencia—. ¿Por qué me envía Vanya? ¡Debo saberlo! ¡Tú podrías llevarle a ese Joram, si es eso todo lo que él quiere! ¿Por qué me mintió? ¿Por qué utilizar engaños?
—Mira, chico, tranquilízate —le dijo Simkin con dulzura. Poniéndose serio de repente, puso su mano sobre la de Saryon y lo atrajo hacia él—. Si lo que dices es cierto y
yo estoy
trabajando para Vanya, y, fíjate, que no estoy diciendo que lo haga...
—No, claro que no —musitó Saryon.
—Entonces debes saber que mi vida valdría menos que esa sucia vestimenta que llevas si alguien de allí —hizo un movimiento con la cabeza que Saryon presumió indicaba la dirección en que se encontraba el campamento de la cofradía— lo descubriera. No es que me preocupe por mi seguridad —añadió en voz baja—, pero se trata de mi hermana.
—¿Hermana? —preguntó Saryon débilmente.
Simkin asintió con la cabeza.
—La tienen cautiva —susurró.
—¿La Cofradía? —Saryon estaba cada vez más confuso.
—¡Los
Duuk-tsarith
! —exclamó Simkin—. Si fracaso... —Encogiéndose de hombros, se agarró a sí mismo por el cuello y retorció las manos—. ¡Chass! —dijo en tono pesimista.
—¡Eso es espantoso! —exclamó con voz ahogada Saryon.
—Podría entregarles a Joram —continuó Simkin con un suspiro—. Confía en mí, pobre muchacho. En realidad, soy su mejor amigo. Podría contarles todo lo que quieren saber sobre las negociaciones con el Emperador de Sharakan. Podría ayudar a desenmascarar a esos Tecnólogos, demostrando que son unos asesinos y unos Hechiceros perversos. Pero eso no es lo que estamos buscando, ¿verdad?
Saryon consideró que era más prudente no replicar, ya que él no estaba nada seguro de lo que estaba buscando. Sencillamente se quedó mirando a Simkin en silencio. ¿Cómo
sabía
todo eso? Vanya
debía
de habérselo contado...
—Es un juego de astucias el nuestro, hermano —dijo Simkin asiéndole por el brazo—. Oscuro y peligroso, y estás en él conmigo, eres el único en quien puedo confiar. —Recobró el aliento con un entrecortado sollozo—. Me alegro, me alegro de no estar solo.
Abrazándose al catalista, Simkin apoyó la cabeza en el hombro de Saryon y empezó a llorar.
Estupefacto ante aquella inesperada reacción, Saryon no pudo hacer otra cosa que permanecer allí impotente en medio del bosque, dándole torpes palmaditas en la espalda para consolarlo.
—Ya estoy bien —dijo Simkin valerosamente, enderezándose y secándose el rostro—. Siento haberme desmoronado así. Es la maldita tensión. Me sentiré mejor ahora que tengo a alguien con quien hablar. ¡Por el momento, no obstante,
debemos
irnos!
—Sí —musitó Saryon, sintiéndose aún sumamente confuso—, pero primero dime, por favor, por qué me han enviado a
mí
...
—¡Escucha! —exclamó Simkin con voz tensa, sujetando de nuevo el brazo de Saryon—. ¿Oíste eso?
Saryon se quedó totalmente inmóvil, con todos los sentidos alerta.