—¿Cómo la encontraste?
Miró a los hombres que la apuntaban con las pistolas.
—¿Os importa si bajo los brazos? Me estoy quedando un poco agarrotada. Podéis ver que no voy armada. E incluso si lo fuese, me superáis ligeramente en número de armas.
—Mantén las manos en un lugar visible —ordenó uno de los agentes.
Con las manos juntas por delante, se giró hacia Stone y continuó:
—En cuanto supe que iba a utilizar la Montaña Asesina, la recorrí milímetro a milímetro. La puerta principal estaba al oeste. La puerta trasera al este. No se podía bajar. Así que subí. Y ahí estaba, casi como tú la habías dejado. Ahora ya he contestado a tus preguntas. ¿Y las mías?
Stone miró a Chapman
Friedman dirigió la mirada a la mujer.
La agente del MI6 se encogió de hombros.
—Había visto una bomba como esa en dos ocasiones en Irlanda del Norte. Una vez fue el cable azul. Otra el cable rojo. Mi color favorito es el azul. Así que ese es el que corté. Aunque por poco no lo contamos. Lo corté justo a tiempo. No podíamos hacer mucho más, pero aquí estamos. Eso es lo que cuenta.
—En cuanto estuvimos en un lugar seguro, detonamos la bomba —explicó Stone—. Por si acaso tenías a alguien en la zona vigilándonos. Después, una llamada de teléfono y organizamos el resto. Nos sacaron de allí en bolsas para cadáveres. La otra parte del plan la has visto hoy. Pensamos que sería la única posibilidad de pillarte. Hacerte creer que tu plan había funcionado. El presidente Brennan lo arregló todo con el gobierno ruso.
—Muy bien hecho.
Stone se acercó más a ella.
—¿De verdad que solo fue por el dinero?
—En parte. Pero también fue por la emoción. Por ver si lograba llevarlo a cabo. Fue todo un reto. Incluso tú tienes que admitir que lo fue. Cuando Montoya contactó conmigo e intentó reclutarme, al principio no acepté, pero entonces pensé: «¿y por qué diablos no?». Creo que incluso tú hubieses estado tentado. —Extendió la mano para tocarle el brazo, pero él retrocedió. Friedman pareció llevarse una decepción—. Sé qué es lo que te motivaba. La emoción. Todos esos años en la Triple Seis. Realmente no lo hacías por dinero —prosiguió.
—No, no lo hacía por dinero.
—Y entonces, ¿por qué? Y no me mientas y me digas que solo lo hacías por tu país.
—Basta ya —espetó Riley Weaver. Se acercó a grandes zancadas—. Tú vas a la cárcel, pero solo por una temporada. Después te van a ejecutar. Por alta traición.
—Riley, mira que eres pesado —dijo Friedman mientras negaba con la cabeza—. Le quitas la gracia a todo.
Al antiguo marine parecía que le iba a dar un ataque.
—¡La gracia! ¡Llamas lo que has hecho una gracia! Eres una psicópata sin remedio.
Ella volvió a Stone.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hacías?
—Tenía una mujer a la que amaba. Tenía una hija a la que adoraba. Quería regresar a casa con ellas.
Friedman permaneció callada durante unos instantes.
—Bueno, yo no tenía nada de eso —dijo al final.
—Venga —espetó Weaver—. Esposad a la dama y leedle sus derechos. Hagamos esto según las reglas. No quiero errores. No quiero que se pierda su cita con la inyección letal. De hecho, creo que yo mismo se la pondré.
Ella lo miró con desdén.
—No voy a ir a la cárcel y desde luego tú no me vas a ejecutar.
Weaver sonrió con malicia.
—Bueno, guapa, me encantaría saber cómo coño lo vas a evitar.
—Ya lo he hecho.
Se tambaleó un poco al pronunciar esas palabras. Alargó el brazo y apoyó la mano en la puerta del coche de alquiler para mantener el equilibrio.
Stone fue el primero en darse cuenta de lo que había pasado.
Se precipitó hacia ella y le cogió la mano izquierda. Vio el pinchazo de sangre en su muñeca izquierda, precisamente en el centro de una vena. Le cogió la mano derecha y se la giró para ver el dorso. La piedra del anillo que llevaba no estaba. En su lugar había una aguja corta y delgada que sobresalía hacia arriba.
—Yo de ti tendría cuidado con esto —dijo Friedman—. Se trata de una sustancia muy peligrosa, de efecto increíblemente rápido. Deja al viejo cianuro en lo más bajo de la escala de toxicidad.
Su voz era lenta y las palabras se le embrollaban un poco. Se tambaleó de nuevo. Stone la sujetó y después dejó que se apoyara en el coche y se deslizase hasta el suelo.
Todos se quedaron mirándola. El rostro de Weaver era una máscara de ira.
—¿Cómo? —exigió.
Friedman sonrió.
—En cuanto le he visto. —Señaló a Stone—. Sabía que todo había acabado. Así que me he ocupado de mis asuntos, Riley. Una buena espía hasta el final. Y todos los buenos espías se marchan con sus condiciones. No con las de otros.
Miró de nuevo a Stone y respiró hondo y con dificultad.
—He comprado la isla. —Él no dijo nada. Friedman empezó a respirar con dificultad—. Creo que hubiésemos sido felices allí.
Todos miraron a Stone y después a Friedman.
—Creo que podríamos haber sido felices. Dime que sí —insistió.
Stone siguió mirándola en silencio.
Su cuerpo se contrajo y después se relajó. Stone pensó que había muerto en ese instante, pero consiguió añadir:
—Nos parecemos más de lo que jamás querrás admitir, John Carr.
Sus ojos dejaron de moverse. Miraban fijamente. Marisa Friedman se deslizó hacia un lado, su delicada y pálida mejilla reposó en la grava.
Stone no lo vio.
Ya había dado media vuelta y se alejaba.
Los miembros del Club Camel se apiñaban alrededor de la cama de Alex Ford, que los estaba mirando. Annabelle le apretaba la mano mientras las lágrimas le surcaban las mejillas.
Reuben y Caleb intercambiaron una sonrisa.
—Recuerda, nada de flores para él —le susurró Reuben a Caleb.
Stone se acercó más a la cama y miró a su amigo. Alex todavía no podía hablar y los médicos les habían explicado que aún no conocían el alcance de sus lesiones porque parte del cerebro estaba afectado.
—Quizá se recupere totalmente o solo en parte —les había explicado el cirujano.
—Pero no va a morir —dijo Annabelle.
—No —prosiguió el médico—. No va a morir.
Stone apoyó la mano en el hombro de Alex con suavidad.
—Qué … alegría tenerte de nuevo con nosotros, Alex —titubeó.
Alex parpadeó, la boca todavía una línea delgada e inmóvil.
Annabelle inclinó la cabeza para acercarse más a él.
—Estaremos contigo en todo momento, Alex, en todo momento.
Él le apretó la mano.
Esa noche, tarde, Stone estaba en su casa sentado al escritorio. Tenía mucho en que pensar, pero la verdad es que no quería darle más vueltas. Tenía una oferta para volver cuando le apeteciese a trabajar para el Gobierno en calidad de lo que quisiese. Le había dicho al director del FBI que ya hablarían, pero no le había dicho cuándo.
A Carmen Escalante la habían incluido en el programa de protección de testigos por si Carlos Montoya decidía aplacar su ira con ella. Stone no creía que ella tuviese muchos motivos de preocupación. El mundo entero conocía ya la verdad, que Montoya estaba detrás del atentado de Lafayette Park y de todo lo demás. Stone suponía que al tipo no le quedaba mucho tiempo de vida. O bien alguien de su organización aprovecharía la oportunidad para quedarse con su cártel o los rusos lo asesinarían por intentar cargarles todos esos delitos o los estadounidenses se encargarían de eliminarlo.
En realidad, a Stone no le importaba quién lo matase.
¿Y los nanobots capaces de cambiar la huella química de los explosivos y de las drogas? Pues iban a costarles a los de la ATF y a todos aquellos implicados en la lucha contra el crimen muchas noches sin dormir.
Al final, y contra su voluntad, pensó en Marisa Friedman.
Había comprado una isla desierta para ellos dos.
«Nos parecemos más de lo que jamás querrás admitir, John Carr.»
Se equivocaba. No se parecían en nada.
«¿O sí?»
Mientras miraba el escritorio y la cabeza le daba vueltas a causa de las implicaciones de sus repentinas dudas, vio un puntito rojo moverse con rapidez por la madera vieja y marcada, como si de un mosquito ardiendo se tratase. El punto siguió recorriendo la madera hasta que le alcanzó. Bajó la mirada y vio cómo subía por su pecho, pasaba rápidamente por su rostro y se detenía, asumió él, en el centro de su frente.
—Lo cierto es que te esperaba antes —dijo con calma en la oscuridad.
Chapman apareció delante de él, su Walther, preparada con un dispositivo de visión láser, le apuntaba.
—Lo siento, suelo ser puntual. ¿Cuándo lo descubriste?
—Sé que el MI6 no se permite el lujo de dejar que su mejor agente se entretenga en el extranjero sin un motivo de peso. Te deberían haber asignado otro caso hace mucho y deberías haber vuelto a casa. El hecho de que no lo hicieses me indicó que tenías otro caso. Y no se trataba solo de vigilarme. Hay muchos otros agentes aquí que podrían haberlo hecho.
—Muy bien. Pero también me he quedado por aquí para ayudarte a resolver el caso y evitar que salieses mal parado. ¿No era esa la función de Watson con Holmes? ¿Llevar la pistola y disparar al personaje siniestro que pudiera aparecer? ¿Y exclamar con admiración por las deducciones del maestro?
—Dijiste que no habías leído las novelas.
—Mentí. Lo cierto es que me encantan, pero a decir verdad debo confesar que he disfrutado haciendo de Watson para tu Holmes.
—¿Quién te encargó que me mataras? ¿McElroy?
—Sir James te aprecia de verdad. Él cree que solo te vigilaba. Hay cosas que no se las puedo decir ni a mi padrino. No, yo tiraría más hacia casa, si te interesa saber quién fue. Nosotros y los yanquis funcionamos bien juntos, ya lo sabes.
—Entonces, ¿Weaver?
—¿Qué es lo que decís los americanos? Ni sí ni no, pero no voy a negarlo con mucha insistencia.
—¿Así que el jefe del NIC contrató al servicio de inteligencia británico para que matara a un ciudadano estadounidense?
—¿No te encanta cómo funciona ahora este maldito mundo?
—¿Y el presidente? ¿Está al corriente?
«¿Me mintió a la cara en Camp David? ¿Y después de haberle salvado la vida? ¿Una vez más?»
—La verdad es que no lo sé, pero si Weaver está haciendo esto sin su conocimiento o su consentimiento tiene muchos huevos. Debes de haber sido muy malo.
—Pago con la misma moneda.
—No te culpo lo más mínimo.
—¿Así que tú eres una asesina a sueldo al otro lado del charco?
—Más o menos como eras tú. Hago alguna investigación o salvo el mundo para la reina, eso de vez en cuando, pero principalmente me encargo de pegarle un tiro a un adversario problemático.
—Estoy seguro de que lo haces bien.
—Como tú. Quizás el mejor que jamás haya existido. —Inclinó la cabeza y sonrió—. Dime una cosa. ¿Alguna vez has desobedecido una orden directa? —prosiguió.
Stone no dudó.
—Solo una vez en toda mi carrera. Cuando estaba en el ejército.
—¿Te alegras de haberlo hecho?
—Sí.
—¿Alguna vez desobedeciste una orden cuando estabas en la Triple Seis?
—No.
—¿Te alegras de no haberlo hecho?
—No. Es una de las cosas que más lamento de mi vida.
Ella bajó el arma y la enfundó en la pistolera.
—Bueno, pues esta es mi primera vez.
Stone se mostró sorprendido.
—¿Por qué?
—Por muchas razones que ahora mismo no tengo ganas de discutir.
—Pero ¿no tomarán represalias por no haber llevado a cabo la misión?
—Soy una mujer a la que le gusta correr riesgos ante la adversidad.
—Ahora tendrás que cubrirte las espaldas.
—Eso lo he hecho desde el día que ingresé en el MI6.
—¿Volveré a verte?
—A nadie se le promete el futuro.
Dio media vuelta y se fue hacia la puerta, pero entonces volvió la vista atrás.
—Cuídate, Oliver Stone. Ah, y otra cosa, ya puedes guardar tu arma. Ya no la vas a necesitar. Al menos no conmigo, pero no le des la espalda a Riley Weaver. Eso sería un error. Adiós.
Un instante después Mary Chapman se había ido.
Stone guardó con lentitud la pistola en el cajón del escritorio y lo cerró. En el instante en que vio el punto en su escritorio, había apuntado el arma al hueco para las rodillas. Se alegraba de no haber tenido que disparar. Había muchas probabilidades de que se hubieran matado el uno al otro.
Era tarde, pero no estaba cansado. Ya no necesitaba dormir tanto como antes. La edad, suponía, era la causa. Esperó un poco y después se levantó y caminó. Caminó hasta tan lejos que alcanzó el lugar donde todo había empezado.
No era la Montaña Asesina. Ahí fue donde todo empezó para John Carr.
Miró a su alrededor hacia los límites de Lafayette Park. Ahí es donde todo había empezado para Oliver Stone. Y por muchas razones sabía que aquel era su lugar. Dirigió la mirada enfrente, a la Casa Blanca, donde el presidente estaría durmiendo a pierna suelta incluso después de haber escapado por los pelos de un intento de asesinato.
Stone caminó por el parque, saludando con la cabeza al personal de seguridad, que le conocía bien. Se preguntó si Alex Ford alguna vez volvería a estar ahí de pie, en una misión de protección. Ahora sería una leyenda venerada en el Servicio Secreto, un héroe para su presidente y para su país. Stone hubiese preferido tener a su amigo sano de nuevo.
Sus pensamientos pasaron a Chapman, que al fin volvería a su islita. Tal vez cruzase el charco para visitarla. Solo tal vez. Se sentó en el mismo banco en el que Marisa Friedman estaba la noche en que una explosión sacudió Lafayette. Eso lo había iniciado todo. Ahora, una vez más, reinaba la tranquilidad.
Stone dirigió la mirada al arce que acababan de plantar en lo que sería su nuevo hogar. Parecía que siempre había estado allí.
Igual que algunas personas.
«Igual que yo.»
Oliver Stone se reclinó, respiró hondo y siguió admirando la vista.
A Mitch Hoffman, que sabía que el «infierno» podía ser tan divertido; a David Young, Jamie Raab, Emi Battaglia, Jennifer Romanello, Tom Maciag, Martha Otis, Anthony Goff, Kim Hoffman, Bob Castillo, Roland Ottewelle y a toda la gente de Grand Central Publishing, que me muestran su apoyo todos los días.