Así que esperó. Contó mentalmente los segundos. Paciencia. Le había costado años aprender esa facultad. Había pocos hombres con más paciencia que él. Transcurrieron diez minutos y la única parte de su cuerpo que se movía era el pecho con cada ligera respiración.
El único problema era que Friedman, y por lo tanto también sus hombres, sabía que no se podía retroceder desde una de esas secciones. Había que ir hacia delante. ¿Cuánto tiempo estaban ellos dispuestos a esperar? ¿Cuánto tiempo estaba Stone dispuesto a esperar?
«Todos lo averiguaremos.»
—Un momento, ¿cómo se te ocurrió traer eso del láser? —preguntó Knox a Chapman cuando se agachaban en la oscuridad.
—Al igual que vuestros Boy Scouts, la misión del MI6 es estar siempre preparado.
—Lo que significa que no creíste a Stone.
—¿La llave? —dijo Chapman con tono burlón—. Claro que no le creí. Después de leer su perfil psicológico era bastante fácil. No nos iba a poner en peligro a nosotros también.
—Sin embargo, nos dejó acompañarle a Nueva York —señaló Finn.
—Me imagino que pensó que el sur del Bronx era más seguro que este lugar —dijo Knox.
—La Montaña Asesina —afirmó Chapman—. Una lectura interesante.
Los dos la miraron.
—He buscado información sobre ella, claro está —prosiguió—. ¿Vosotros no?
Knox carraspeó.
—¿Cómo sabías qué información buscar? Stone no mencionó este lugar hasta que veníamos hacia aquí.
—¿El lugar donde todo empezó? Acordaos de que eso es lo que dijo Ming en Nueva York. Así que hice algunas averiguaciones e hice trabajar a mis colegas del Reino Unido. Sabía que Stone había empezado su carrera en la Triple Seis. Lo que no sabía era que empezó con un año de instrucción precisamente aquí. Dos horas antes de salir recibí por correo electrónico un expediente dirigido a mí. Como he dicho, una lectura interesante.
Finn bajó la vista al plano plastificado del complejo que le había dado Stone.
—Parece que hay un montón de puntos donde nos pueden tender una emboscada.
—Pero eso se aplica a todos —dijo Knox. Chapman asintió con la cabeza.
Señaló el plano.
—Tenemos dos alternativas: recorrer todas las zonas los tres juntos o separarnos —sugirió.
—Yo voto por salir de aquí. Si tenemos que atravesar esta especie de secciones, mejor nos dividimos. Yo voy a la izquierda y vosotros dos a la derecha —dijo Finn.
Chapman negó con la cabeza.
—No, vosotros dos vais a la derecha y yo voy a la izquierda.
Los dos hombres la miraron de nuevo.
—¿Qué? —preguntó ella—. ¿Es que una mujer no puede ir sola? ¿Es que necesita de un hombre valiente que le coja la mano frágil y delicada?
—No es eso —repuso Knox incómodo.
—Me alegra saberlo —contestó ella—. Yo voy a la izquierda. Y ahora os voy a decir cuatro cosas sobre la sección de la derecha que es importante que sepáis para atravesarla sin problemas. —Y procedió a explicarles varios detalles que había averiguado cuando se informó sobre el lugar—. ¿Entendido? —preguntó ella mirándoles.
—Le has dado muchas vueltas a todo esto —dijo Knox.
—¿Y por qué no iba a hacerlo? —espetó Chapman—. Es mi trabajo.
—Buena suerte —dijo Finn.
—Gracias.
Chapman dejó a los dos hombres de pie mirándola hasta que desapareció en la oscuridad.
Stone seguía esperando en la galería de tiro. Pensó en sus opciones. No tardó mucho tiempo, pues no había muchas. Podía quedarse ahí hasta morirse de hambre. O podía cruzar la puerta.
O …
Se incorporó, sujetó el cable donde se encontraban las dianas y lo soltó. Ató un extremo al tirador de la puerta y lo pasó por las poleas. Después se agachó detrás del mostrador y se enrolló el resto del cable en la mano. Contó hasta cinco y apuntó la pistola a la puerta. Tiró del cable con lentitud. El tirador de la puerta se levantó. Tiró con más fuerza. La puerta empezó a abrirse. En cuanto estuvo medio abierta, cayó una lluvia de balas que se estrellaba con estrépito en las superficies de metal de la galería de tiro.
«Bien, probablemente en contra de las órdenes recibidas, los rusos ya se han cansado de jugar a disparar dardos aturdidores.»
Tiró de la puerta un poco más hasta que se abrió del todo, a continuación ató el cable a un gancho para mantener la puerta abierta. Salió con sigilo a lo largo del mostrador y se puso las gafas de visión nocturna que llevaba consigo. Eran viejas y supondrían una gran desventaja si los otros también disponían de equipos de visión nocturna.
Se acercó despacio a la abertura, pero al mismo tiempo manteniendo algo sólido entre él y la puerta. Entonces hizo algo extraño, al menos para el ojo poco avezado. Se quitó las gafas pero las dejó encendidas. Las colocó encima del mostrador de cara a la puerta. Después se escabulló, apuntó la pistola y esperó a lo que estaba casi seguro que iba a suceder.
Llegaron los disparos. Contó cuatro. No veía las balas, pero estaba seguro de que habían pasado a unos tres centímetros por encima del punto rojo que aparecía en sus gafas si alguien las miraba con otras gafas de visión nocturna. Esa era la desventaja de las gafas antiguas. Mientras estaban en infrarrojo te marcaban un punto rojo prácticamente en la frente que permitía al francotirador apuntar con un tiro mortal.
Sin embargo, con los disparos, con los destellos de los cañones a través de la puerta abierta, los rusos habían revelado a Stone sus posiciones. Él disparó con rapidez, una, dos y después una tercera y cuarta vez, apuntando a seis centímetros por encima de los destellos gemelos. Stone sabía por las descargas de sus armas que eran pistolas. Si disparaban desde posiciones de tiro clásicas, la selección de objetivo de Stone coincidiría con sus cabezas y esquivaría los chalecos antibalas.
Oyó los dos porrazos de los cuerpos al golpear el suelo.
Se incorporó, cogió las gafas de visión nocturna y siguió avanzando.
Tres rusos liquidados, tres más por liquidar. Aparte de Friedman.
Finn y Knox avanzaron con suma cautela por la pasarela suspendida sobre el depósito lleno de un líquido que despedía un olor nauseabundo. Sabían que era así por dos razones. La primera porque lo olían aunque no lo vieran. Y la segunda, porque estaba indicado en el plano que Stone les había entregado. Pero fue Chapman quien les había explicado el secreto para pasar por encima del depósito. Stone no les había dicho nada porque nunca había pretendido que entrasen en ese lugar.
Tenían que mantener el peso en el centro de la pasarela de metal. Si daban un traspié y tocaban los laterales, malo. Ya casi habían alcanzado el final de la pasarela cuando oyeron algo.
Un gemido.
Los dos hombres echaron un vistazo alrededor con las pistolas apuntando a los lugares obvios que presentaran una amenaza. Otro gemido.
—Parece como si viniese de debajo de nosotros —susurró Finn a Knox.
—Eso mismo pienso yo —dijo Knox.
—Lo he reconocido.
—¿El gemido?
Finn asintió con la cabeza.
—Estate alerta. —Se arrodilló y puso la cara contra el suelo de la pasarela, que estaba tan solo a unos centímetros de la parte superior del depósito—. ¿Caleb? —preguntó con voz queda.
Otro gemido.
—¿Caleb? —repitió con voz más alta mientras Knox miraba ansioso a su alrededor.
Otro gemido.
—¿Harry? —se oyó después. La voz sonaba débil, la cabeza claramente confundida.
«Drogado», fue lo primero que pensó Finn.
Levantó la vista hacia Knox.
—¿Te acuerdas de lo que nos ha dicho Chapman?
Knox asintió con la cabeza y miró a su alrededor.
—Tengo una idea.
Sin apartarse del centro de la pasarela, retrocedió por donde habían pasado. No podía salir por la puerta por la que habían entrado. Se había cerrado tras ellos y además era una puerta gruesa y de acero inoxidable, pero había un cajón viejo contra la pared. Enfundó la pistola, levantó el cajón, que pesaba unos veinte kilos, y lo llevó hasta donde se encontraba Finn, manteniéndose también en el centro de la pasarela.
Los dos se subieron a la barandilla. Para Knox resultó difícil por el peso del cajón, pero lo consiguió. Miró a Finn y le explicó el plan.
—¿Preparado?
Finn asintió con la cabeza.
Knox contó hasta tres y después tiró el cajón sobre un lado de la pasarela. Inmediatamente el suelo se inclinó sobre ese lado y reveló una franja negra de espacio vacío a ambos lados. El cajón cayó por la abertura del lado derecho y oyeron el ruido del agua al salpicar. El olor era todavía más asqueroso que antes.
Finn, sujeto todavía a la barandilla, se dejó caer hasta que el pie le quedó colgado en el espacio vacío. Cuando el suelo se inclinó en la otra dirección para quedarse en su sitio, metió el pie para impedir que se cerrase. Knox alcanzó la mochila que llevaba a la espalda y sacó un trozo de cuerda. Ató un extremo a la barandilla y dejó caer el otro por la abertura.
Knox cambió su sitio por el de Finn y mantuvo el suelo abierto con el pie. Finn cogió la cuerda y bajó por ella. Aterrizó en una especie de lodo que le llegaba hasta la rodilla.
—¿Caleb?
—¿Harry? —contestó la voz aturdida.
—¿Estás solo?
—Sí. Al menos eso creo.
Finn encendió la linterna y enseguida vio a Caleb atado y sentado en el lodo, que le llegaba hasta el pecho. Lo soltó y le ayudó a pasar por la abertura y subir a la plataforma.
—¿Estás bien? —le preguntó Finn mientras los tres avanzaban hacia la siguiente habitación.
Caleb asintió lentamente con la cabeza.
—Solo un poco atontado. Me pusieron una inyección. Me dejó grogui. Y el hedor de este lugar. Creo que mi sentido del olfato nunca volverá a ser igual que antes. —Su rostro palideció cuando su mente se despejó—. ¿Y Annabelle? ¿Está bien?
—Todavía la estamos buscando. ¿Tienes idea de dónde podría estar?
Caleb negó con la cabeza.
—Solo quiero salir de este lugar. Quiero que salgamos todos.
—Ese es el plan —repuso Knox.
—¿Dónde está Oliver? —preguntó Caleb.
—Aquí, en alguna parte —contestó Finn.
Stone pasó a la siguiente sección. Simulaba una calle, fachadas de edificios, un destartalado turismo de los años sesenta y maniquíes que representaban a la gente. Todos los maniquíes tenían orificios de bala en la cabeza. Despejó este espacio y siguió avanzando.
La siguiente habitación era la última de esta sección.
El laboratorio.
Stone empujó la puerta con cuidado y entró. No había luz. Con las gafas de visión nocturna, inspeccionó metódicamente la estancia. Mantenía una mano en las gafas, preparada para quitárselas si veía algún rastro de otros que utilizasen un equipo similar, pues el punto rojo revelaría su posición y probablemente también propiciaría que acabasen con su vida.
Cuando miró a su alrededor notó algo extraño. Había mesas largas contra una de las paredes. Eran nuevas. Encima había varios aparatos que parecían modernos. Artilugios de metal reluciente con cables que caían al suelo. Y las paredes estaban revestidas de gradillas llenas de tubos de ensayo. En el centro de otra mesa, complejos microscopios y otros aparatos. En una esquina, en el suelo, un cilindro de metal de un metro ochenta de longitud. El cilindro tenía una pantalla de lectura digital y un vidrio cuadrado en el centro.
Nada de todo eso estaba allí la última vez que Stone había visitado la Montaña Asesina. No tenía ni idea de lo que significaba o de quién lo había puesto ahí. Y en ese instante no tenía tiempo de averiguarlo.
A continuación, su mirada se detuvo en la jaula que normalmente colgaba del techo pero que ahora estaba en el suelo. La jaula se había descolgado gracias a la puntería de Stone la última vez que estuvo ahí y el adversario que había intentado matarlo había muerto aplastado por las dos toneladas de peso que cayeron sobre él.
Sin embargo, Stone tenía otro recuerdo de esa jaula. Cuando hizo la instrucción hacía ya muchos años, le encerraron junto a otros tres en la jaula. Encendieron una llama por debajo y cada tres segundos la aumentaban de intensidad, de manera que la llama cada vez se acercaba más y más al metal. El objetivo era que los cuatro saliesen de la jaula antes de que el calor resultase insoportable. A este problema se añadía el hecho de que Stone y sus compañeros habían visto al otro equipo que había entrado antes que ellos. No había logrado superar la prueba. Y dos de los hombres sufrieron quemaduras que les dejaron incapacitados.
Cuando el metal se calentó tanto que no se podía tocar, el pánico empezó a cundir entre sus compañeros de grupo, sin embargo Stone se concentró con todas sus energías. ¿Por qué cuatro hombres en una jaula al mismo tiempo? ¿Por qué no tres o cinco o seis? Cuatro hombres. Cuatro lados de la jaula.
Gritó unas órdenes. Todos tenían que quitarse la camisa, envolverse la mano con ella y, a la vez, presionar cada uno su lado de la jaula. Eso hicieron. La puerta de la jaula se abrió de golpe. Sus dotes de mando le granjearon las alabanzas de los instructores. Aunque él quisiera matarlos.
Pero los recuerdos solo le acompañaron unos instantes. No podía dar crédito a sus ojos.
—¿Annabelle?
Annabelle estaba dentro de la jaula atada y amordazada.
Stone avanzó, inspeccionando de nuevo la habitación por si surgía algún peligro, pero no vio nada.
La puerta de la jaula no estaba cerrada. Stone la abrió del todo. Annabelle tenía los ojos cerrados y, durante un terrible instante, Stone no supo si estaba viva o muerta, aunque no se amordaza ni se ata a los muertos. Annabelle tenía pulso y, cuando Stone le tocó el cuello, lentamente volvió en sí.
La desató, le quitó la mordaza y la ayudó a salir de la jaula.
—Qué alegría verte —dijo arrastrando las palabras.
—¿Te han drogado?
—Creo que sí, pero ya se me está pasando.
—¿Puedes andar?
—Me arrastraré si así puedo salir de aquí.
Stone sonrió al constatar que no había perdido su espíritu combativo.
—¿Estás solo? —le preguntó.
—Sí.
—¿Has visto a Caleb?
—Todavía no. ¿Tú has visto a Marisa Friedman?
Annabelle negó con la cabeza.
—Sigamos avanzando —indicó Stone.
—¡Oliver! —gritó Annabelle cuando oyó el zumbido de los fluorescentes al encenderse.