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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (2 page)

—¿Por la relación entre las redes de espionaje y los cárteles?

Brennan miró a Stone un tanto sorprendido por el hecho de que se hubiera dado cuenta de ello con tanta rapidez.

—Eso creemos. Es más, estamos convencidos de que el gobierno ruso y sus cárteles son exactamente lo mismo.

—Una conclusión de lo más peliaguda —‌comentó Stone.

—Pero es la correcta. La venta de drogas ilegales figura entre los principales artículos de exportación de Rusia. La elaboran en los laboratorios soviéticos y la distribuyen por todo el mundo mediante varios canales. Sobornan a quien haga falta y matan a quienes no se dejan sobornar. Hay mucho dinero en juego. Cientos de miles de millones de dólares. Demasiado dinero como para que el gobierno no quiera su parte. Y eso no es todo.

—¿Cuanta más droga venden en nuestro territorio más nos debilitan como país? Nos roban el dinero y el cerebro. Se dispara la criminalidad, ponen a prueba nuestros recursos y desplazan los activos de áreas productivas a las que no lo son.

A Brennan volvió a sorprenderle el razonamiento articulado y preciso de Stone.

—Exacto. Y los rusos conocen bien el poder de las adicciones. El pueblo ruso consume en exceso tanto drogas como alcohol. Hemos averiguado que los rusos están decididos a saturar de drogas nuestro país. —‌El presidente se recostó en el asiento‌—. Por no hablar del factor que todo lo complica.

—Son una potencia nuclear —‌comentó Stone‌—. Tienen tantas cabezas explosivas como nosotros.

El presidente asintió.

—Quieren volver a estar en la cima, tal vez quieran suplantarnos y convertirse en la única superpotencia. Además, son muy influyentes en Oriente Medio y en el Lejano Oriente. Hasta los chinos y los israelíes los temen, aunque solo sea porque son impredecibles. El equilibrio se está yendo al garete.

—De acuerdo. ¿Por qué yo?

—Los rusos han retomado las tácticas de la vieja escuela, las de tu época, Stone.

—No soy tan viejo. ¿No quedan espías de mi época en la Agencia?

—No, ni uno. Antes de los atentados del 11-S apenas había contrataciones nuevas y se produjeron muchas jubilaciones voluntarias e involuntarias entre el personal de mayor edad. Las cosas cambiaron mucho después de que esos aviones impactaran contra las Torres Gemelas. Como resultado, tres cuartas partes de la CIA están formadas por veinteañeros. Lo único que saben sobre Rusia es que tienen un vodka de primera y que hace mucho frío. Tú sí que conoces bien ese país. Comprendes las redes de espionaje mejor que la mayoría de los ejecutivos de Langley. —‌Hizo una pausa‌—. Y sabemos que estás más que cualificado, ya que este país invirtió mucho dinero en ti.

«Ahora sale con la culpabilidad. Interesante», pensó Stone.

—Pero ya no tengo contactos. Están todos muertos.

—En realidad es una ventaja. Nadie te conoce ni sabe nada de ti.

—¿Cómo empezaremos?

—Lo harás de forma extraoficial, claro. Te entrenarás y te pondrás al día. Supongo que en un mes estarás preparado para salir del país.

—¿Para ir a Rusia?

—No, a México y a Latinoamérica. Necesitamos que estés en los lugares por donde entra la droga. Será un trabajo duro y peligroso. No hace falta ni que te lo diga. —‌Se calló y observó el pelo cano cortado al rape de Stone.

Stone lo entendió a la primera.

—Salta a la vista que ya no soy tan joven como antes.

—Nadie lo es.

Stone asintió mientras trataba de dar con la conclusión más lógica de aquel encuentro. Formuló la única pregunta que le acuciaba:

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho. Eres nuestro mejor agente. El problema que tenemos entre manos es real y empeora a diario.

—¿Por qué no me cuenta el resto?

—¿El resto de qué?

—De por qué estoy aquí de verdad.

—No te entiendo —‌repuso el presidente irritado‌—. Creía que me había explicado con claridad.

—La última vez que estuve aquí le dije algunas cosas y di a entender otras. —‌El presidente no cambió de expresión‌—. Luego me ofrecieron la Medalla de Honor.

—Y la rechazaste —‌dijo Brennan secamente‌—. Lo nunca visto.

—Se rechaza lo que no se merece.

—Gilipolleces. Te la ganaste de sobra por lo que hiciste en el campo de batalla.

—Por lo que hice en el campo de batalla, sí, pero no me la merecía por todos mis actos. Teniendo en cuenta el honor que supone esa medalla, hay que valorar todos y cada uno de los actos. Y creo que por eso estoy aquí ahora.

Los dos hombres se miraron de hito en hito por encima del escritorio. Por la expresión del presidente quedaba claro que había entendido a la perfección qué había querido decir Stone con lo de «todos y cada uno de los actos». Carter Gray y Roger Simpson. Ambos estadounidenses importantes. Ambos amigos del presidente. Ambos muertos. A manos de Oliver Stone, que había tenido motivos de peso para ello. Los había matado sin justificaciones legales ni morales. Stone había sido consciente de ello mientras abría fuego para acabar con sus vidas.

«Pero ni siquiera eso me lo impidió, porque se merecían la muerte más que nadie», pensó Stone.

—Me salvaste la vida —‌comenzó a decir Brennan en tono inquieto.

—A cambio de otras dos vidas.

El presidente se levantó de repente y se dirigió hacia la ventana. Stone lo observó con detenimiento. Ya lo había dicho. Ahora le daría la oportunidad de explicarse.

—Gray iba a matarme.

—Sí, cierto.

—Te lo diré sin rodeos, el que lo mataras no me preocupó tanto como lo habría hecho en circunstancias normales.

—¿Y Simpson?

El presidente se volvió para mirarle.

—Investigué al respecto. Entiendo por qué querías deshacerte de él, pero no estás solo en el mundo, Stone, y es inaceptable matar a sangre fría en un mundo civilizado.

—Salvo que se cuente con el beneplácito de las partes interesadas —‌señaló Stone‌—, de las personas que se han sentado en el mismo lugar que ocupa usted ahora.

Brennan echó un vistazo a la silla que estaba junto al escritorio y luego apartó la vista.

—Es una misión peligrosa, Stone. Tendrás todo cuanto necesites a tu alcance, pero no hay garantías de nada.

El presidente volvió a sentarse y formó una tienda con las manos, una especie de escudo improvisado entre él y Stone.

—Esta es mi penitencia, ¿no? —‌dijo Stone al ver que Brennan no proseguía. El presidente bajó las manos‌—. Esta es mi penitencia —‌repitió Stone‌—. En lugar de un juicio que nadie quiere porque saldrían a la luz demasiadas verdades incómodas para el Gobierno y la reputación de algunos funcionarios muertos quedaría mancillada. Y no es de los que ordenaría mi ejecución, porque, como bien ha dicho, la gente no resuelve así los problemas en el mundo civilizado.

—No tienes pelos en la lengua —‌declaró Brennan con tranquilidad.

—¿Es cierto o no?

—Creo que comprendes a la perfección mi dilema.

—No se disculpe si le remuerde la conciencia, señor. He estado al servicio de otros presidentes que no tenían escrúpulos.

—Si fracasas, pues fracasas. Los rusos son implacables como el que más.

—¿Y si logro el objetivo?

—Pues entonces el Gobierno no volverá a importunarte. —‌Se inclinó hacia delante‌—. ¿Aceptas?

Stone asintió y se levantó.

—Acepto. —‌Se detuvo junto a la puerta‌—. Si no vuelvo con vida, le agradecería que comunicase a mis amigos que he muerto sirviendo a la patria. —‌El presidente asintió‌—. Gracias —‌dijo Stone.

3

A la noche siguiente Stone se encontraba en Lafayette Park, frente a la Casa Blanca, un lugar donde había pasado mucho tiempo. En un principio se había llamado President’s Park, pero ahora ese nombre abarcaba los jardines de la Casa Blanca, Lafayette Park y Ellipse, un terreno de veintiuna hectáreas situado al sur de la Casa Blanca. Aunque si bien Lafayette Park había formado parte de los jardines de la Casa Blanca, se separó de esa augusta propiedad cuando el presidente Thomas Jefferson mandó construir Pennsylvania Avenue.

El parque había tenido varias finalidades durante esos dos siglos, desde cementerio hasta mercado de esclavos pasando por hipódromo. También era famoso por ser el lugar del planeta con más ardillas por metro cuadrado. Nadie sabía por qué. El parque había cambiado mucho desde que Stone hundiera por primera vez una pancarta en el suelo que rezaba «Quiero la verdad». Los manifestantes como Stone habían desaparecido, así como las tiendas raídas y el bullicio continuo. Pennsylvania Avenue, justo delante de la Casa Blanca, había permanecido cerrada al tráfico desde los atentados de Oklahoma City.

Los ciudadanos, las instituciones y los países estaban asustados, y Stone no los culpaba. Si Franklin Roosevelt resucitara y volviera a ocupar la Casa Blanca seguramente invocaría su frase más conocida: «Solo debemos tener miedo al miedo.» Pero ni siquiera esas palabras habrían bastado. Los hombres del saco estaban ganando la guerra de las percepciones en los corazones y espíritus de la ciudadanía.

Stone observó en el centro del parque la estatua ecuestre de Andrew Jackson, héroe de la Batalla de Nueva Orleans y séptimo presidente del país. Jackson descansaba sobre un frontón de mármol majestuoso de Tennessee. Se trataba de la primera estatua de un hombre a caballo jamás esculpida en Estados Unidos. Una valla baja de hierro forjado circundaba la estatua y unos cuantos cañones antiguos dispersos. Otras cuatro estatuas esculpidas en honor a héroes extranjeros de la Guerra de la Independencia de Estados Unidos se erigían en los cuatro extremos de aquel recinto verde.

Un poco más allá de la estatua de Jackson había varias hileras de flores coloridas y un arce enorme recién plantado. Habían delimitado la zona con cinta amarilla atada a unos postes porque el agujero era más hondo y ancho que el enorme cepellón del árbol. Junto al agujero había unas lonas azules con la tierra sobrante amontonada sobre las mismas.

Stone alzó la vista hacia donde sabía que se apostaban los francotiradores, aunque no los veía. Supuso que muchos de ellos le estarían apuntando a la cabeza.

«No disparéis por error, muchachos. Quiero seguir conservando el cerebro entero», pensó.

La cena de estado en la Casa Blanca llegaba a su fin y las autoridades satisfechas comenzaban a salir del Capitolio. Una de ellas era el primer ministro británico. Un séquito de coches le conduciría hasta la Blair House, la residencia para los dignatarios invitados, situada al oeste del parque. Estaba muy cerca, pero Stone supuso que los dirigentes ya no podían permitirse el lujo de ir caminando a ningún lado. Hacía mucho que el mundo también había cambiado para ellos.

Stone volvió la mirada y vio a una mujer sentada en un banco cerca de la fuente ovalada, a medio camino entre la estatua de Jackson y la del general polaco Tadeusz Ko’sciuszko, quien había ayudado a las colonias inglesas nacientes a liberarse del yugo británico. A Stone le pareció irónico que el líder de esa misma monarquía se alojara en un lugar con vistas a la estatua. La mujer llevaba pantalones anchos negros y un abrigo blanco fino. Había un bolso grande a su lado. La mujer parecía dormitar.

«Qué raro», pensó Stone. La gente no dormita en el Lafayette a esa hora de la noche.

La mujer no era la única persona que había en el parque. Al mirar hacia la zona noroccidental del mismo Stone vio a un hombre trajeado con un maletín. Le daba la espalda a Stone. Se detuvo para observar la estatua del oficial del ejército Friedrich Wilhelm von Steuben, quien también había ayudado a los colonos a propinar una buena patada en el trasero a Jorge III, el rey loco, hacía más de dos siglos.

Stone vio entonces a un hombre bajito y barrigón acceder al parque por el extremo septentrional, donde se encontraba St. John’s Church. Llevaba chándal, aunque tenía toda la pinta de que si caminaba rápido le daría un infarto. Parecía que llevaba un iPod sujeto en un cinturón que le rodeaba la barriga prominente y tenía puestos los auriculares.

Había una cuarta persona en el parque. Parecía el miembro de una pandilla callejera con vaqueros caídos, fular negro, camisa ajustada, chaqueta militar y botas de motorista. El tipo caminaba lentamente por el centro del parque. Aquello también resultaba extraño, porque las pandillas casi nunca rondaban por Lafayette Park debido a la presencia de la policía, que esa noche se había multiplicado y estaba más alerta que nunca por un motivo bien sencillo.

Las cenas de estado ponían a todo el mundo tenso. La patrulla de vigilancia aceleraba el paso. El agente de la ley acercaba la mano al gatillo. Había una mayor tendencia a disparar y a arreglar los destrozos a posteriori. Si un líder moría no se salvaba nadie. Rodaban cabezas y se quitaban pensiones.

Stone no estaba allí para pensar en esos detalles, sino que había ido a ver el parque por última vez. Dentro de dos días partiría para entrenarse durante un mes y luego se marcharía a México. Ya se había hecho a la idea. No se lo contaría a sus amigos del Camel Club. Si lo hacía seguramente adivinarían el verdadero motivo y todo se acabaría torciendo. Stone debía sacrificarse, no ellos.

Respiró hondo y miró en derredor. Sonrió al ver el ginkgo cerca de la estatua de Jackson. Estaba frente al arce que acababan de plantar. La primera vez que había estado en el parque era otoño y las hojas del ginkgo eran de un amarillo esplendoroso. Había ginkgos por toda la ciudad, pero ese era el único en el parque. Los ginkgos llegaban a superar los mil años de vida. Stone se preguntó cómo sería aquel lugar dentro de diez siglos. ¿Seguiría en pie el ginkgo? ¿Y la Casa Blanca?

Se disponía a darse la vuelta para salir del parque por última vez cuando se fijó en lo que iba por la calle hacia donde estaba.

Y hacia su querido parque.

4

Lo que alertó a Stone fue el ruido de los motores, el destello de las luces y las sirenas. Vio el séquito de coches del primer ministro salir de la zona occidental de la Casa Blanca y dirigirse hacia la Blair House. El edificio, que en realidad eran tres casas unidas, parecía grande. Tenía más metros cuadrados que la Casa Blanca, se encontraba al oeste del parque y daba a Pennsylvania Avenue, justo enfrente del inmenso Viejo Edificio Ejecutivo de Oficinas, donde el personal del presidente y del vicepresidente tenía sus oficinas. A Stone le sorprendió que el Servicio Secreto no hubiera despejado la zona antes de que el séquito de coches se pusiera en marcha.

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