El humo desapareció muy rápidamente, aspirado hacia el piso de encima. Los libros se extinguieron, pero el techo ardía con más fuerza que nunca. Cerca del suelo, ya no había más que aquel fulgor.
Sucio de ceniza, con los cabellos ennegrecidos, respirando apenas, Nicolás avanzó, reptando, hacia la claridad. Oía las botas de los Bombeadores que se afanaban. Bajo una viga de hierro retorcida percibió la deslumbrante melena rubia.
Las llamas no habían podido devorarla porque era más brillante que ellas. Se la metió en el bolsillo de dentro y salió.
Caminaba con paso inseguro. Los Bombeadores le miraron marchar. El fuego hacía estragos en los pisos superiores y se disponían a aislar el bloque de edificios para dejar arder, ya que no les quedaba más líquido extintor.
Nicolás caminaba por la acera. Su mano derecha acariciaba los cabellos de Alise contra su pecho. Oyó el ruido del coche del senescal de la policía que le adelantaba. En la parte trasera, reconoció el mono de cuero rojo del senescal. Abrió un poco la solapa de la chaqueta y se encontró completamente bañado de sol. Sólo sus ojos permanecían en la sombra.
Colin divisó la trigésima columna. Desde por la mañana estaba andando en la cueva de la Reserva de Oro. Su misión consistía en gritar cuando viese venir hombres a robar el oro. La cueva era muy grande. Yendo deprisa era necesario un día entero para recorrerla. En el centro se hallaba la cámara blindada donde el oro maduraba lentamente en una atmósfera de gases letales. El trabajo estaba bien pagado si se conseguía dar la vuelta dentro del día. Colin sentía que no estaba en una forma física lo suficientemente buena, y en la cueva estaba demasiado oscuro. Pese a sí mismo, se volvía de vez en cuando perdiendo tiempo en el horario, y no veía detrás de sí otra cosa que el minúsculo punto radiante de la última lámpara, y delante de él la lámpara siguiente que se iba agrandando lentamente.
Los ladrones de oro no acudían todos los días, pero de todas maneras había que pasar por el control a la hora prevista; de lo contrario, se practicaba una reducción en el salario.
Había que respetar el horario si se quería estar listo para gritar cuando pasaran los ladrones. Se trataba de hombres de costumbres muy regulares.
A Colin le dolía el pie derecho. La cueva, construida de dura piedra artificial, tenía un suelo rugoso y desigual. Al pasar la octava línea blanca forzó un poco la marcha para llegar a la trigésima columna a su debido tiempo. Se puso a cantar en voz alta para acompañar la marcha y de repente se detuvo porque los ecos le devolvían palabras destrozadas y amenazadoras que cantaban una melodía diametralmente opuesta a la suya.
Con las piernas doloridas, caminaba incansablemente y rebasó la trigésima columna. Maquinalmente, se volvió, creyendo ver algo detrás. Perdió cinco segundos más y dio algunos pasos acelerados para recuperarlos.
No se podía ya entrar en el comedor. El techo se juntaba casi con el suelo, al cual se había unido por proyecciones medio vegetales medio minerales que se desarrollaban en una oscuridad húmeda. La puerta que daba al pasillo ya no se podía abrir.
Sólo quedaba un estrecho pasadizo que conducía de la entrada a la habitación de Chloé. Isis pasó la primera y después Nicolás. Éste parecía alelado. Algo hinchaba el bolsillo interior de su chaqueta y, de cuando en cuando, se llevaba la mano al pecho.
Isis miró el lecho antes de entrar en la habitación; Chloé seguía estando rodeada de flores. Sus manos, estiradas sobre la colcha, sujetaban apenas una gran orquídea blanca que parecía beige al lado de su piel diáfana. Tenía los ojos abiertos y se removió apenas al ver a Isis sentarse cerca de ella. Nicolás vio a Chloé y volvió la cabeza hacia otro lado. Habría deseado sonreírle. Se acercó a ella y le acarició la mano. Se sentó también y Chloé cerró suavemente los ojos y los volvió a abrir. Parecía contenta de verlos.
—¿Estabas durmiendo? —preguntó Isis en voz baja.
Chloé dijo que no con los ojos. Buscó la mano de Isis con sus delgados dedos. Bajo la otra mano tenía al ratón, cuyos ojos negros y vivos vieron brillar; y éste trotó por la cama para acercarse a Nicolás. Éste lo cogió delicadamente y le besó en su hociquito lustroso, y el ratón volvió cerca de Chloé. Las flores tiritaban en torno del lecho. No aguantaban mucho tiempo y Chloé se sentía cada hora más débil.
—¿Dónde está Colin? —preguntó Isis.
—Trabajo… —musitó Chloé.
—No hables —dijo Isis—. Haré las preguntas de otra forma.
Acercó su linda cabeza castaña a la de Chloé y la besó con cuidado.
—¿Trabaja en su banco? —preguntó.
Los párpados de Chloé se cerraron y se oyó un paso en la entrada. Colin apareció en la puerta. Traía flores nuevas, pero ya no tenía trabajo. Los hombres habían pasado demasiado pronto y él no podía ya andar.
Como había hecho todo lo que había podido, recibió un poco de dinero, esas flores.
Chloé parecía más tranquila, ahora casi sonreía, y Colin se situó muy cerca de ella. La amaba demasiado para las fuerzas que a ella le quedaban y la rozó apenas, de miedo de romperla completamente. Con sus pobres manos, todavía estropeadas por el trabajo, alisó los cabellos oscuros.
Estaban allí Nicolás, Colin, Isis y Chloé. Nicolás empezó a llorar ya que Chick y Alise no volverían jamás y Chloé iba muy mal.
La administración pagaba mucho dinero a Colin, pero era demasiado tarde. Ahora, su deber era subir a casa de la gente todos los días. Le enviaban una lista y él anunciaba las desgracias un día antes de que sucedieran.
Todos los días se desplazaba a los barrios populares o bien a los barrios elegantes. Subía montones de peldaños. Era muy mal recibido. Le arrojaban a la cabeza objetos pesados y que hacían daño, palabras duras y puntiagudas, y lo ponían en la puerta. Por eso cobraba dinero y daba satisfacción. Pensaba conservar el trabajo. Lo único que sabía hacer era eso, que le pusieran en la calle.
La fatiga lo atenazaba, le soldaba las rodillas, le hundía la cara. Sus ojos no veían más que la fealdad de la gente. Sin cesar, anunciaba las desdichas que iban a ocurrir. Sin cesar le echaban fuera, con golpes, gritos, lágrimas, insultos.
Subió los dos escalones, continuó por el pasillo y llamó, retrocediendo inmediatamente un paso. En cuanto la gente veía su gorra negra, sabían de qué se trataba y le maltrataban, pero Colin no tenía por qué decir nada; le pagaban por ese trabajo. La puerta se abrió. Él dio la noticia y se marchó.
Un pesado taco de madera le alcanzó en la espalda.
Buscó en la lista el nombre siguiente y vio que era el suyo.
Arrojó entonces la gorra y marchó por la calle y su corazón era de plomo, porque sabía que, al día siguiente, Chloé moriría.
El Religioso hablaba con el Vertiguero y Colin esperaba el fin de su conversación; después se aproximó. Ya no veía ni el suelo bajo sus pies y tropezaba a cada instante. Sus ojos veían a Chloé, en el lecho de sus nupcias, apagada, con sus cabellos oscuros y su nariz recta, su frente un poco abombada, su cara de óvalo redondeado y suave; y sus párpados cerrados que la habían arrojado fuera del mundo.
—¿Viene usted para el entierro? —dijo el Religioso.
—Chloé ha muerto —dijo Colin.
Oyó a Colin decir «Chloé ha muerto» y no le creyó.
—Ya lo sé —dijo el Religioso—. Y ¿qué dinero quiere usted gastar? ¿Me imagino que deseará, sin duda, una hermosa ceremonia?
—Sí —dijo Colin.
—Puedo hacerle algo estupendo por unos dos mil doblezones. Tengo también cosas más caras…
—Yo no tengo más que veinte doblezones —dijo Colin—. Podría contar con treinta o cuarenta más, pero no en seguida.
El Religioso llenó sus pulmones de aire y resopló con disgusto.
—Entonces, lo que le hace falta es una ceremonia de pobre.
—Yo soy pobre… —dijo Colin— y Chloé ha muerto…
—Sí —dijo el Religioso—. Pero uno debería arreglárselas siempre para morir teniendo un entierro decente bien asegurado. Entonces, ¿no tiene usted ni siquiera quinientos doblezones?
—No… —dijo Colin —. Podría llegar a los cien, si usted acepta que le pague en varias veces. ¿Usted se da cuenta de lo que es decirse «Chloé ha muerto»?
—Sabe usted —dijo el Religioso—, estoy acostumbrado y ya no me impresiona. Yo debería aconsejarle que se dirija a Dios, pero me temo que, por una suma tan modesta, quizá esté contraindicado molestarlo…
—¡Oh! —dijo Colin—, pero si yo no voy a molestarlo. No creo que pueda hacer gran cosa, sabe usted, porque Chloé ha muerto…
—Cambie de tema —dijo el Religioso—. Piense… en… no sé, no importa el qué… por ejemplo…
—¿Podría ser una ceremonia decente por cien doblezones? —dijo Colin.
—No quiero pensar siquiera en esa solución —dijo el Religioso—. Usted puede llegar a ciento cincuenta.
—Me hará falta tiempo para pagarle.
—Usted tiene un empleo… me firma un papelito…
—Si usted quiere —dijo Colin.
—Con estas condiciones —dijo el Religioso— puede usted llegar hasta doscientos y tendrá usted al Monapillo y al Vertiguero de su parte, mientras que con ciento cincuenta estarán en su contra.
—No creo —dijo Colin—. No creo que me dure mucho el trabajo.
—Entonces, pongamos ciento cincuenta —concluyó el Religioso—. Es lamentable, será una ceremonia verdaderamente infecta. Me disgusta usted, regatea demasiado…
—Lo siento —dijo Colin.
—Venga a firmar los papeles —dijo el Religioso, y le empujó con brutalidad.
Colin tropezó con una silla. El Religioso, furioso por el ruido, le empujó otra vez hacia la sacristería, y le siguió rezongando.
Los dos mozos de cuerda encontraron a Colin en la entrada del piso, esperándoles. Estaban cubiertos de suciedad, porque la escalera se deterioraba cada vez más. Pero llevaban la ropa más vieja que tenían y siete más siete menos ni se les notaba. A través de los agujeros de sus uniformes, se veían los pelos rojizos de sus feas piernas nudosas y saludaron a Colin dándole un tantarantán en el vientre, tal como está previsto en el reglamento de los entierros pobres.
La entrada parecía ahora el pasadizo de una cueva. Tuvieron que agachar la cabeza para poder llegar a la alcoba de Chloé. Los del ataúd ya se habían marchado. No se veía ya a Chloé sino una vieja caja negra, marcada con un número de orden y toda abollada. La cogieron y, sirviéndose de ella como de un ariete, la precipitaron por la ventana. No se descendía a los muertos en hombros más que en los entierros de quinientos doblezones.
—Debe de ser por eso por lo que la caja tiene tantas abolladuras —pensó Colin, y lloró porque Chloé debía de estar magullada y descompuesta.
Pensó que ella ya no sentía nada y lloró más fuerte. La caja cayó con estrépito sobre los adoquines y rompió la pierna de un niño que estaba jugando allí mismo. Empujaron la caja contra la acera y la izaron al coche de muertos.
Era un viejo camión pintado de rojo que conducía uno de los mozos.
Poca gente seguía al camión: Nicolás, Isis, Colin y una o dos personas que no conocían. El camión iba bastante deprisa. Tuvieron que correr para seguido. El conductor cantaba a voz en cuello. Sólo callaba a partir de doscientos cincuenta doblezones.
Se detuvieron delante de la iglesia y la caja negra permaneció allí mientras ellos entraban para la ceremonia. El Religioso, hosco, les volvía la espalda y empezó a agitarse sin convicción. Colin estaba de pie delante del altar.
Alzó los ojos: delante de él, colgado de la pared, estaba Jesús en su cruz. Parecía aburrirse y Colin le preguntó:
—¿Por qué ha muerto Chloé?
—Yo no tengo ninguna responsabilidad en ese asunto —dijo Jesús—. ¿Y si hablamos de otra cosa?…
—¿Quién es el responsable de todo esto? —preguntó Colin.
Hablaban en voz muy baja y los demás no podían oír su conversación.
—En todo caso, no nosotros —dijo Jesús.
—Yo os invité a nuestra boda —dijo Colin.
—Salió muy bien —dijo Jesús—, me lo pasé muy bien. ¿Por qué no has dado más dinero esta vez?
—No lo tengo —dijo Colin— y, además, ahora no es mi boda.
—Ya —dijo Jesús.
Parecía molesto.
—Es muy diferente —dijo Colin—. Esta vez, se ha muerto Chloé. No me gusta pensar en esa caja negra.
—Mmmmmm… —dijo Jesús.
Miraba hacia otro sitio y parecía aburrirse. El Religioso daba vueltas a una carraca mientras aullaba versos en latín.
—¿Por qué la habéis hecho morir? —preguntó Colin.
—¡Oh! —dijo Jesús—. No insistas.
Buscó una postura más cómoda en sus clavos.
—Era tan buena —dijo Colin—. Jamás hizo mal alguno, ni en pensamiento ni en obra.
—Eso no tiene nada que ver con la religión —refunfuñó Jesús, bostezando.
Sacudió un poco la cabeza para cambiar la inclinación de su corona de espinas.
—No comprendo qué hemos hecho —dijo Colin—. No nos merecíamos esto.
Bajó los ojos. Jesús no respondió. Colin levantó la cabeza.
El pecho de Jesús se elevaba suave y regularmente. Sus rasgos respiraban tranquilidad. Sus ojos se habían cerrado y Colin oyó salir de su nariz un ligero ronroneo de satisfacción, como el de un gato ahíto. En ese momento, el Religioso saltaba sobre un pie y luego sobre el otro, soplaba en un tubo y se terminó la ceremonia.
El Religioso salió el primero de la iglesia y volvió a la sacristería a ponerse unos zapatones de clavos.
Colin, Isis y Nicolás salieron y esperaron detrás del camión.
Aparecieron entonces el Vertiguero y el Monapillo, ricamente vestidos de colores claros. Se pusieron a abuchear a Colin y bailaron como salvajes alrededor del camión. Colin se tapó los oídos, pero no podía decir nada. Había contratado un entierro de pobre y no se movió cuando le alcanzaron los puñados de guijarros.
Marcharon mucho tiempo por las calles. La gente ya no se volvía y había cada vez menos luz. El cementerio de los pobres estaba muy lejos. El camión rojo rodaba y daba tumbos en las desigualdades del camino al tiempo que petardeaba alegremente.
Colin ya no oía nada, vivía en el pasado y sonreía a veces, lo recordaba todo. Nicolás e Isis marchaban detrás. Isis tocaba de vez en cuando el hombro de Colin.
La carretera se detuvo y el camión también; habían llegado al agua. Los mozos bajaron la caja negra. Era la primera vez que Colin iba al cementerio; estaba situado en una isla de forma indecisa, cuyos contornos cambiaban con frecuencia con el peso del agua. Se la distinguía vagamente a través de la bruma. El camión quedó en la orilla.