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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (31 page)

En estos parajes fue igualmente donde los dos fugitivos habían visto uno de esos animales blancos que tanto terror producían a los insulares de Tsalal. ¿En qué condiciones pasaron tales monstruos ante la canoa? El libro no lo indica.

Además, no encontramos ni un solo mamífero marino, ni los pájaros gigantescos, ni los terribles carniceros de las regiones polares.

Añadiré que nadie a bordo sentía aquella influencia singular de que habla Arthur Pym, esa laxitud de cuerpo y de alma, esa repentina indolencia que deja incapaz para el menor esfuerzo físico.

Y tal vez por este estado patológico y fisiológico se puede explicar que Arthur Pym creyese ver los referidos fenómenos, debidos únicamente a la turbación de sus facultades mentales.

En fin, el 7 de Enero, según Dirk Peters —y él no había podido estimarlo más que por el tiempo transcurrido—, llegamos al sitio donde el salvaje Nu–Nu, extendido en el fondo de la canoa, había exhalado el último suspiro.

Dos meses y medio más tarde, el 22 de Marzo, termina el diario del extraordinario viaje. Entonces era cuando flotaban espesas tinieblas, atemperadas por la claridad de las aguas que reflejaban el velo de vapores blancos extendidos sobra el cielo.

Pues bien: la
Halbrane
no fue testigo de ninguno de estos asombrosos prodigios, y el sol, inclinando su alargada espiral, iluminaba siempre el horizonte.

Era una suerte que el espacio no estuviera sumido en la obscuridad, puesto que, en tal caso, nos hubiera sido imposible tomar altura.

El 9 de Enero, una buena observación dio 86° 33' de latitud, quedando la longitud la misma, entre el meridiano 42 y 43.

En este sitio, a creer los recuerdos del mestizo, se efectuó la separación de los dos fugitivos, después del choque de la canoa y el témpano.

Pero se presentaba una duda. Puesto que el témpano, arrastrando a Dirk Peters, había derivado hacia el Norte, ¿es que estaba sometido a la acción de una contracorriente?

Esto debía de ser, pues desde hacía dos días nuestra goleta no sentía la influencia de aquella, a que había obedecido al dejar la isla Tsalal. Y ¿por qué asombrarse cuando todo es tan variable en estos mares australes? Feamente la fresca brisa del Noroeste persistía, y la
Halbrane,
con todas sus velas desplegadas, continuaba elevándose hacia los más altos parajes, avanzando 13 grados sobre los navíos de Weddell y dos grados sobre la
Jane.
En cuanto a las tierras —islas o continentes— que el capitán Len Guy buscaba en la superficie de aquel inmenso mar, no aparecían, y yo comprendía que perdía poco a poco la confianza, bien quebrantada ya después de tan vanas pesquisas.

En cuanto a mí, estaba obsesionado por el deseo de recoger a Arthur Pym tanto como a los sobrevivientes de la
Jane.
Pero ¿se podía creer que hubiera sobrevivido? Sí. Yo lo sabía. Esta era la idea fija del mestizo. Y si nuestro capitán hubiera dado la orden de volver atrás, no sé a qué extremo hubiera llegado Dirk Peters. ¡Tal vez se hubiera arrojado al mar! Por esto, cuando él oía que la mayoría de los marineros protestaba contra aquella navegación insensata, y hablaban de virar cabo por cabo, yo temía siempre que el mestizo se abandonase a alguna violencia contra Hearne, sobre todo, que excitaba sordamente a la rebelión a sus camaradas de las Falklands.

Sin embargo, convenía no permitir que la indisciplina y la desanimación entrasen a bordo, y así, aquel día, deseoso de levantar los espíritus, el capitán Len Guy, a petición mía, reunió a la tripulación bajo el palo mayor y habló en estos términos:

—Marineros de la
Halbrane
: desde nuestra partida de la isla Tsalal, la goleta ha ganado dos grados hacia el Sur, y conforme al contrato firmado por el señor Jeorling, os anuncio que habéis adquirido 2000 dollars por grado, los que os serán pagados a la terminación del viaje.

Hubo algunos murmullos de satisfacción, pero no hurras, a no ser los que lanzaron, sin encontrar eco, el contramaestre Hurliguerly y el cocinero Endicott.

XXI
UNA SACUDIDA

Aun en el caso de que los antiguos tripulantes de la
Halbrane
se uniesen al contramaestre, al cocinero, al capitán Len Guy, a Jem West y a mí para continuar la campaña, si los nuevos decidían volver, no podríamos forzarles a seguir aquella. Catorce hombres, comprendiendo a Dirk Peters, contra 19 eran insuficiente. Y además… ¿hubiera sido prudente contar con todos los antiguos? ¿No les espantaría la idea de navegar por aquellas regiones que parecen fuera del dominio terrestre? ¿Resistirían a las incesantes excitaciones de Hearne y de sus camaradas? ¿No se unirían a ellos para exigir la vuelta al banco de hielo?

Y para declarar por completo mi pensamiento, ¿el mismo capitán Len Guy no abandonaría una campaña que no daba resultado alguno? ¿No renunciaría en breve plazo a la última esperanza de salvar en aquellos lejanos parajes a los marineros de la
Jane
? Amenazado por la proximidad del invierno austral, por los fríos irresistibles, por las tempestades polares, a las que no podía resistir la goleta, ¿no daría al fin orden de virar? ¿Y de qué servirían mis argumentos y mis súplicas, cuando fuera yo el único que los hiciera?

¿El único? No. Dirk Peters estaría a mi lado. ¿Pero quién nos escucharía?

Yo comprendía que aunque la idea de abandonar a su hermano y a los compañeros de éste desgarraba el corazón del capitán Len Guy, debía de estar al fin de sus ánimos. Por lo demás, la goleta no se apartaba de la línea recta marcada desde la isla Tsalal. ¡Parecía que estaba unida como por un imán submarino al camino de la
Jane,
y Dios quisiera que, ni el viento ni las corrientes le separaran de allí! Contra las fuerzas de la Naturaleza preciso hubiera sido ceder, mientras que contra otra clase de obstáculos se puede luchar.

Debo mencionar una circunstancia que favorecía la marcha hacia el Sur. Después de haberse dulcificado durante unos días la corriente, se dejaba sentir de nuevo con velocidad de tres a cuatro millas por hora. Evidentemente, como me lo hizo observar el capitán Len Guy, tal corriente dominaba en aquel mar, por más que fuese rechazada de vez en cuando por contracorrientes muy difíciles de indicar con exactitud en los mapas. Desgraciadamente, no podíamos determinar si la embarcación de William Guy y los suyos al largo de Tsalal había sufrido la influencia de ésta o aquellas. No hay que olvidar que su acción debió de ser superior a la del viento sobre la canoa, que, desprovista de velamen, como todas las de los insulares, maniobraba con el pagay.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que las dos fuerzas naturales mencionadas se unían para arrastrar a la
Halbrane
hacia los confines de la zona polar.

Trascurrieron el 10, 11 y 12 de Enero sin que sucediera nada digno de ser referido, a no ser que se produjo alguna baja en el termómetro. La temperatura del aire volvió a 48° (8° 89' c. sobre cero), y la del agua a 33° (0° 56' c. sobre cero).

¡Qué diferencia entre las costas vistas por Arthur Pym, el calor de cuyas aguas era tal —a creerle— que la mano no le podía soportar!

No estábamos, en suma, más que en la segunda semana de Enero. Dos meses debían aun transcurrir antes que el invierno pusiera en movimiento los
ice–bergs,
formase los
ice–fields
y los
drifts,
consolidase las enormes masas del banco de hielo y solidificase las planicies líquidas de la Antártida. En todo caso, debía tenerse por cierta la existencia de una mar libre, durante el período estival, en un espacio comprendido entre el paralelo 72 y 87.

Esta mar fue recorrida en diferentes latitudes por los navíos de Weddell, por la
Jane,
por la
Halbrane… Y
¿por qué el dominio austral había de ser menos privilegiado que el boreal?

El 13 de Enero el contramaestre y yo tuvimos una conversación que justificó mis inquietudes respecto a las malas disposiciones de nuestra tripulación.

Los hombres almorzaban en el puesto, a excepción de Drap y de Stem, en aquel momento de cuarto en la proa. La goleta hendía las aguas, impulsada por fresca brisa con todo su velamen desplegado. Francis en el timón, gobernaba al Sursudeste. Yo me paseaba entre el palo mesana y el palo mayor, mirando las bandadas de pájaros que lanzaban gritos ensordecedores; algunas de petrales iban a veces a colocarse en la punta de las vergas. No se pretendía apoderarse de ellos; hubiera sido inútil crueldad, pues su carne no es comestible.

En aquel momento Hurliguerly se acercó a mí, después de haber mirado a los pájaros, y me dijo:

—Noto una cosa, señor Jeorling.

—¿Cuál?

—Que esos pájaros no vuelan hacía el Sur tan directamente como lo han hecho hasta ahora. Algunos se disponen a volver al Norte.

—Lo he advertido como usted, Hurliguerly.

—Y añado que los que están abajo no tardarán en volver.

—¿Y qué deduce usted de eso?

—Deduzco que conocen la aproximación del invierno.

—¿Del invierno?

—Sin duda.

—No, contramaestre; y la elevación de la temperatura es tal, que esos pájaros no pueden intentar volver tan prematuramente a regiones menos frías.

—¡Oh!… ¡Prematuramente, señor Jeorling!…

—¿Pues no sabemos que los navegantes han podido frecuentar siempre los parajes antárticos hasta el mes de Marzo?

—¡No a esta latitud! —respondió Hurliguerly—. ¡No a está latitud! Además, hay inviernos precoces, como hay estíos precoces. Este año la buena estación se ha adelantado más de dos meses, y es de temer que la mala se haga sentir más pronto que de ordinario.

—Es muy admisible —respondí— pero, después de todo, poco importa, puesto que antes de tres semanas nuestra campaña habrá terminado.

—Si antes no se presenta algún obstáculo, señor Jeorling.

—¿Cuál?

—Por ejemplo: un continente que se extienda al Sur y nos cierre el camino.

—¿Un continente, Hurliguerly?

—¡No me asombraría mucho, señor Jeorling!

—Y realmente no tendría nada de asombroso.

—En cuanto a las tierras entrevistas por Dirk Peters —añadió Hurliguerly— y sobre las que hubieran podido refugiarse los hombres de
la Jane…,
no creo en ellas.

—¿Por qué?

—Porque William Guy, que no debía de disponer más que de una embarcación de pequeñas dimensiones, no habrá podido aventurarse tan lejos en estos mares.

—No lo aseguro yo de tan rotunda manera.

—Sin embargo, señor Jeorling…

—¿Qué hubiera habido de sorprendente —exclamé— en que William Guy hubiera tocado tierra en cualquier parte al impulso de las corrientes? Supongo que no habrá permanecido durante ocho meses a bordo de su canoa. Sus compañeros y él habrán podido desembarcar ya en una isla o en un continente, y éste es motivo bastante para no abandonar nuestras pesquisas.

—Sin duda, pero no todos son de esa opinión —respondió el contramaestre moviendo la cabeza.

—Lo sé, contramaestre, y es lo que más me preocupa. ¿Acaso aumentan las malas disposiciones?

—Lo temo, señor Jeorling. La satisfacción de haber ganado algunos centenares de dollars se ha debilitado mucho, y la perspectiva de ganar algunos más no impide las quejas. No obstante, la prima es apetitosa. Desde la isla Tsalal al polo, admitiendo que se pueda llegar hasta allí, hay seis grados, y seis grados a 2000 dollars cada uno, hace 12.000 dollars para treinta hombres: ¡400 dollars por cabeza! ¡Linda suma!… Pero, a pesar de esto, ese maldito Hearne trabaja de tal manera a sus camaradas, que yo les veo prontos a largar la barra y la amarra, como suele decirse…

—Por parte de los reclutados lo admito, contramaestre… Pero los antiguos…

—¡Hum!… Hay tres o cuatro que empiezan a reflexionar, y ven con inquietud que la navegación se prolonga.

—Pienso que el capitán Len Guy y su lugarteniente sabrán hacerse obedecer.

—¡Veremos, señor Jeorling! Además, ¿no puede suceder que el mismo capitán se desanime…, que le arrastre el sentimiento de su responsabilidad y que renuncie a proseguir esta campaña?

Sí… También yo lo temía, y para esto no había remedio alguno.

—Respecto a mi amigo Endicott, respondo de él como de mí mismo. Iríamos al fin del mundo —admitiendo que el mundo tenga fin— si el capitán lo quisiere. Pero nosotros dos, Dirk Peters y usted, somos pocos para obligar a los demás.

—¿Y qué se piensa del mestizo? —pregunté.

—A fe mía, que sobre todo a él le acusan nuestros hombres de la prolongación del viaje… Usted, señor Jeorling, ha influido en esto bastante…, pero usted paga, y paga, bien, mientras ese testarudo de Dirk Peters se empeña en que su pobre Pym vive todavía, cuando debe estar ahogado, aplastado…, en fin, muerto, después de once años.

Esta era mi opinión, hasta el punto de que yo no discutía con el mestizo respecto al asunto.

—Vea usted, señor Jeorling —añadió el contramaestre—, al principio de la travesía Dirk Peters inspiraba alguna curiosidad, que se convirtió en interés cuando salvó a Martín Holt. Ciertamente que no se volvió más comunicativo, ni más hablador que antes. No… El oso no salió de su agujero… Pero ahora ya se sabe quién es, y a fe mía que esto no le ha hecho más simpático. En todo caso él ha sido el que, hablando del yacimiento de tierras al Sur de la isla Tsalal, ha decidido a nuestro capitán a lanzar la goleta en esta dirección; y si actualmente ella ha pasado el grado 86 de latitud, a él se le debe.

—Convengo, en ello, contramaestre.

—Así es que yo temo que se procure jugarle una mala pasada.

—Dirk Peters se defenderá, y compadezco al que se atreva a tocarle con la punta del dedo.

—Conformes, señor Jeorling. Pero, si se lanzan todos contra él, conseguirán su objeto y le arrojarán al fondo de la cala.

—En fin, aquí estamos nosotros, y espero contar con usted para prevenir toda tentativa contra Dirk Peters. Haga usted que sus hombres entren en razón; hágales comprender que tenemos tiempo de volver a las Falklands antes de que termine la buena estación. Es preciso que sus quejas no den pretexto al capitán para virar sin que hayamos conseguido nuestro objeto.

—Cuente usted conmigo, señor Jeorling… Yo le serviré a usted hasta donde pueda.

—Y no se arrepentirá usted de ello, Hurliguerly. Nada más fácil que añadir un cero a los cuatrocientos dollars, que serán entregados a cada hombre, si éste es más que un simple marinero, si desempeña las funciones de contramaestre a bordo de la
Halbrane…

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