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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (33 page)

Jem. West había dado orden de disminuir el velamen. Después que el contramaestre hizo acortar juanetes, gavia y ballestilla, la
Halbrane
quedó bajo su cangreja, su mesana y sus foques, velamen suficiente para franquear en algunas horas la distancia que la separaba de tierra.

En seguida el capitán Len Guy hizo practicar un sondaje, que acusó ciento veinte brazas de profundidad. Otros sondajes indicaron que la costa, muy acantilada, debía prolongarse bajo las aguas por una muralla a pico. Sin embargo, como era posible que el fondo remontase bruscamente en vez de unirse al litoral por alargada pendiente, se avanzó sin dejar la sonda.

El tiempo era bueno, por más que al Sudeste y Suroeste el cielo aparecía brumoso, de donde nacía alguna dificultad para reconocer los bajos lineamentos que se dibujaban como vapor flotante, apareciendo y desapareciendo entre las brumas.

Estábamos de acuerdo, no obstante, para atribuir a aquella tierra una altura de 25 a 30 toesas, en su parte más elevada al menos.

¡No!… No era admisible que fuéramos juguetes de una ilusión, y, sin embargo, extraño temor atormentaba a nuestro espíritu; pero, después de todo, ¿no es natural que el corazón sea asaltado de mil dudas cuando se llega al objeto tan ansiosamente perseguido? ¡Había puestas tantas esperanzas en aquel litoral solamente entrevisto, y nacería tanta desanimación si no había allí más que un fantasma… una sombra impalpable! ¡A esta idea mi cerebro se turbaba, se alucinaba! ¡Parecía que la
Halbrane
se reducía a un bote perdido en aquella inmensidad… lo contrario de aquella mar infinita, de la que habla Edgard Poe, donde el navío crece… crece como cuerpo vivo!…

Cuando los mapas dan detalles sobre la hidrografía de las costas, sobre la naturaleza de los sitios propios para desembarcar, sobre las bahías o ensenadas, se puede navegar con cierta audacia. En otra región cualquiera, sin ser motejado de temerario, un capitán no hubiera dejado para el siguiente día la orden de anclar cerca de la ribera. ¡Pero aquí era preciso tanta prudencia! ¡Y, sin embargo, ante nosotros no había obstáculo alguno!… Además, la atmósfera no debía perder su claridad durante la noche. En la época en que nos encontrábamos, el astro radioso no se ponía aun en el horizonte del Oeste, y sus rayos bañaban con incesante luz el vasto dominio de la Antártida.

El libro de a bordo consignó, a partir de esta fecha, que la temperatura no cesó de experimentar continua baja. El termómetro expuesto al aire y a la sombra no marcaba más que treinta y dos grados (0° c). Sumergido en el agua, no indicaba más que veintiséis (3° 33 c. bajo cero). ¿De dónde provenía este descenso encontrándonos en pleno verano antártico? Fuera la que fuera la causa, los marineros habíanse visto en la necesidad de volver a ponerse sus vestidos de lana, que habían dejado un mes antes, después de franquear el banco de hielo.

Verdad que la goleta marchaba en la dirección del viento, y los primeros síntomas del frío fueron menos sensibles. Por lo demás, como fácilmente se comprende, iba a ser preciso apresurarse, pues el retraso en aquella región, exponiéndose a los peligros de invernar, hubiera sido desafiar a Dios.

El capitán Len Guy hizo señalar el curso de la corriente, enviando pesadas sondas, y reconoció que empezaba a separarse de su dirección.

—¿Es un continente lo que se extiende ante nosotros? ¿Es una isla? —dijo—. Nada nos permite asegurarlo. Si es un continente, debemos deducir que la corriente debe atravesar una abertura hacia el Sudeste…

—Efectivamente; es posible —respondí—, que la parte sólida de la Antártida quede reducida a un sencillo cascote polar, cuyos bordes podremos rodear. En todo caso, es conveniente tomar nota de las observaciones que presenten cierta exactitud.

—Así lo hago, señor Jeorling, y llevaremos gran cantidad de datos acerca de esta porción de la mar austral, datos que prestarán grandes servicios a los futuros navegantes…

—¡Si es que alguno se aventura hasta aquí, capitán! Para que lo consiguiéramos nosotros, preciso ha sido que las circunstancias nos favorecieran; la precocidad de la buena estación, una temperatura superior a la normal… el rápido arrastre de los témpanos… En veinte, en cuarenta años, ¿se ofrecerán estás circunstancias una vez más?…

—Así, yo doy gracias por ello a la Providencia, y me vuelve la esperanza. Puesto que el tiempo nos ha favorecido de continuo, ¿por qué mi hermano, por qué mis compatriotas no han podido encontrar tierra en esta costa, a la que los vientos y la corriente les arrastraban? Lo que nuestra goleta ha hecho, su canoa ha podido hacerlo. Ellos no habrán partido sin llevar provisiones para un viaje que podía prolongarse indefinidamente. ¿Por qué no han de haber encontrado allí los recursos que la isla Tsalal les había ofrecido durante largos años? Ellos poseían municiones y armas. El pescado abunda en estos parajes; la caza acuática también. Sí… ¡Mi corazón está lleno de esperanza, y deseo que pase el tiempo!

Sin participar por completo de la confianza del capitán Len Guy, yo me felicitaba que hubiera vuelto a recobrar sus esperanzas.

Tal vez, si sus pesquisas tenían buen resultado, yo conseguiría que fuesen continuadas, en interés de Arthur Pym, hasta el interior de aquella tierra de la que no estábamos muy lejos.

La
Halbrane
avanzaba lentamente por la superficie de aquellas aguas claras, donde pululaban pescados pertenecientes a las más distintas especies. Los pájaros marinos se mostraban en gran número, sin manifestar gran susto, volando en tomo de la arboladura o inclinándose sobre las vergas. Varios cordones blancuzcos de una extensión de cinco a seis pies fueron subidos a bordo.

Eran verdaderos rosarios de millones de cuentas, formados por la aglomeración de pequeños moluscos de resplandecientes colores.

Algunas ballenas arrojando agua por sus orificios aparecieron a lo lejos, y yo advertí que todas tomaban la dirección Sur. Había, pues, por qué admitir que la mar se extendiese a lo lejos en tal dirección.

La goleta avanzó dos o tres millas, sin procurar aumentar su velocidad. ¿La costa vista por vez primera se desarrollaba del Noroeste al Sudeste? Ninguna duda sobre este punto. Sin embargo, los anteojos no podían recoger ningún detalle, ni aun después de tres horas de navegación. La tripulación, colocada en la proa, miraba sin dejar traslucir sus impresiones. Jem West, después de haberse izado a las barras del mástil de mesana, donde había permanecido diez minutos en observación, no había aportado detalle alguno preciso.

Colocado a babor, y de codos sobre la baranda, yo seguía con la mirada la línea del cielo y de la mar, cuyo círculo solamente al Este se interrumpía.

En aquel momento el contramaestre se reunió a mí, y sin más preámbulo me dijo:

—¿Me permite usted que le diga lo que pienso, señor Jeorling?

—Dígalo usted, salvo que yo no participe de su idea si no la creo justa —respondí.

—Lo es, y a medida que nos acerquemos, preciso será estar ciego para no verlo.

—¿Y qué es lo que usted piensa?

—Que no es una tierra lo que se presenta ante nosotros, señor Jeorling.

—¿Dice usted?

—Mire usted con atención colocando la mano ante los ojos. Espere usted. Por la serviola de estribor.

Yo hice lo que Hurliguerly me pedía.

—¿Ve usted? —continuó él—. Que se me quite el deseo de beber mi vaso de whisky si esas masas no se mueven, no con relación a la goleta, sino con movimiento propio.

—¿Y qué deduce usted?

—Que son
ice–bergs
en movimiento.

—¿Ice–bergs?

—Seguramente, señor Jeorling.

¿El contramaestre estaba en lo cierto? ¿Nos esperaba, pues, un nuevo desengaño? ¿Lo que tomábamos por tierra eran montañas de hielo en derivación?

Bien pronto no quedó duda respecto a este punto, y, algunos instantes después la tripulación no creía en la existencia de tierra en aquella dirección.

Diez minutos después el vigía anunciaba que varios
ice–bergs
descendían del Noroeste en dirección oblicua hacia la
Halbrane.

¡Qué efecto más deplorable produjo la noticia a bordo! ¡Nuestra última esperanza acababa de desaparecer! Y ¡qué golpe para el capitán Len Guy! ¡Sería preciso buscar la tierra de la zona austral en las más bajas latitudes, sin tener nunca la seguridad de encontrarla!

—¡Apareja para virar! —fue el grito casi unánime que sonó sobre la
Halbrane.

Sí. Los reclutados en las Falklands manifestaban su voluntad; exigían que se diera la vuelta, aunque Heame no estuviera allí para excitar a la indisciplina; y —debo confesarlo— la mayoría de los antiguos tripulantes parecía estar de acuerdo con ellos.

Jem West, sin atreverse a imponer silencio, esperaba las órdenes de su jefe.

Gratián, al timón, parecía dispuesto a dar vuelta a la rueda, mientras que sus camaradas, las manos sobre los tacos, se disponían a largar las escotas.

Dirk Peters, apoyado contra el mástil de mesana, la cabeza baja, el cuerpo encorvado y la boca contraída, permanecía inmóvil, y ni una palabra se escapaba de sus labios.

De pronto se vuelve hacia mí, y me dirige una mirada llena de súplica y de cólera.

No sé qué irresistible impulso me llevó a intervenir personalmente en el caso, a protestar una vez más. Un último argumento acababa de presentarse a mi espíritu, argumento cuyo valor no podía ser negado.

Tomé, pues, la palabra resuelto a sostener mi idea contra todos, y lo hice con tal acento de convicción que nadie intentó interrumpirme.

He aquí, en sustancia, lo que dije:

—¡No!… ¡No debemos abandonar toda esperanza! ¡La tierra no debe de estar lejos! ¡No tenemos delante uno de esos bancos de hielo que no se forman más que en pleno Océano por la acumulación de témpanos! Son
ice–bergs,
y éstos han debido necesariamente separarse de una base sólida, de un continente o de una isla. En esta época en que el deshielo comienza, la deriva les ha arrastrado hace poco tiempo. Tras ellos debemos encontrar la costa en que se han formado. Veinticuatro horas, cuarenta y ocho a lo más, y si la tierra no aparece, el capitán Len Guy dará orden de que se ponga el cabo al Norte.

¿Había yo convencido a la tripulación, o debía intentarlo con el ofrecimiento de una doble prima, aprovechando la circunstancia de no estar Heame entre sus camaradas, y de no poder excitarles repitiéndoles que se pretendía arrastrar a la goleta a su perdición? El contramaestre vino en mi ayuda, y con alegre tono dijo:

—Muy bien razonado; y por lo que a mí se refiere, me rindo a la opinión del señor Jeorling. Seguramente la tierra está cerca. Buscándola más allá de estos
ice–bergs,
la descubriremos sin fatigas ni grandes peligros, ¿Qué es un grado al Sur, cuando se trata de meter algunos centenares más de dollars en el bolsillo? ¡Y no olvidemos que si son agradables cuando entran, no lo son menos cuando salen!

El cocinero Endicott asintió a las palabras del contramaestre.

—¡Sí… muy buenos, los dollars! —exclamó mostrando dos hileras de dientes de alumbradora blancura.

¿Iba la tripulación a rendirse a los argumentos de Hurliguerly, o procuraría resistir si la
Halbrane
se lanzaba en dirección hacia los
ice–bergs
?

El capitán Len Guy tomó de nuevo su anteojo y le dirigió sobre las masas movientes, observándolas con extrema atención, y después gritó con voz fuerte:

—¡Cabo al Sursuroeste!

Jem West dio la orden de ejecutar la maniobra. Los marineros dudaron un instante. Después obedecieron y se pusieron a bracear ligeramente las vergas, a atiesar las escotas, y la goleta recobró su velocidad. Terminada la operación, me acerque a Hurliguerly, y llevándole aparte, le dije:

—Gracias, contramaestre.

—¡Eh! Señor Jeorling, bueno es por esta vez —respondió meneando la cabeza—. Pero no recomencemos… Todo el mundo estaría en contra mía… Quizás hasta Endicott…

—Nada he presagiado que no sea posible —repliqué vivamente.

—Estoy conforme…, y la cosa se puede sostener con algún viso de verosimilitud.

—Sí… Hurliguerly…, sí… Pienso lo que he dicho, y no dudo que acabaremos por ver tierra más allá de los
ice–bergs.

—¡Posible, señor Jeorling, posible! Lo que hace falta es que aparezca antes de dos días, pues, si no, a fe de contramaestre que sería preciso virar. Durante las veinticuatro horas siguientes se caminó hacia el Sursuroeste. Verdad es que la dirección de la
Halbrane
tuvo que ser modificada varias veces y reducida su velocidad en medio de los témpanos. La navegación se hizo muy difícil desde que la goleta se lanzó al través de los
ice–bergs,
que tenía que cortar oblicuamente. Por lo demás, no había ninguno de esos
packs,
de esos
drifts
que bordeaban el banco de hielo en el paralelo setenta; nada del desorden que presentan los parajes del círculo polar, combatidos por las tempestades antárticas. Las enormes masas derivaban con majestuosa lentitud. Los bloques parecían
nuevos,
para emplear la frase propia, y tal vez su formación databa de pocos días. Sin embargo, con una altura de ciento a ciento cincuenta pies, su volumen debía cifrarse en millones de toneladas.

Jem West vigilaba para evitar los choques, y no abandonaba ni un instante el puente:

Inútilmente, por entre los pasos que los
ice–bergs
dejaban entre ellos, procuró distinguir indicios de una tierra cuya orientación hubiese obligado a nuestra goleta a ir más directamente hacia el Sur.

Nada distinguía.

Por lo demás, y hasta entonces, el capitán Len Guy había podido tener siempre por ciertas las indicaciones del compás. El polo magnético, alejado ahora varios centenares de millas, puesto que su longitud es oriental, no tenía influencia sobra la brújula. La aguja, en
vez de
esas variaciones de seis a siete
rhumbs
que la agitan en la vecindad del polo, conservaba su estabilidad y podía uno fiarse de ella.

Así, pues, a despecho de mi convicción —que, no obstante, se fundaba en argumentos serios—, no había allí señales de tierra, y yo me preguntaba si no sería mejor poner el cabo más al Oeste y alejar a la
Halbrane
del punto extremo donde se cruzan los meridianos del globo.

De forma que, a medida que transcurrían aquellas cuarenta y ocho horas que me habían sido concedidas, los ánimos desfallecían poco a poco y retoñaba la rebeldía. Día y medio más, y no me sería posible combatir el general desfallecimiento. La goleta volvería definitivamente hacia el Norte.

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