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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (27 page)

—¿Y después? —pregunté.

—Después fue recogido por un ballenero americano, el
Sandy Hook,
y conducido a América.

He aquí, pues, suponiendo verídica la relación de Hunt —y era posible que lo fuera—, de qué manera se había desenlazado, al menos en lo que a Dirk Peters concernía, aquel terrible drama de las regiones antárticas. De vuelta en los Estados Unidos, el mestizo se había puesto en relaciones con Edgard Poe, entonces editor del
Southem Literary Messenger,
y de las notas de Arthur Pym había salido aquella prodigiosa relación, no imaginaria, como hasta entonces se había creído, y a la que faltaba el supremo desenlace.

La parte imaginativa de esta obra estaba sin duda en las extrañas singularidades señaladas en los últimos capítulos, a menos que, presa del delirio de las últimas horas, Arthur Pym hubiera creído ver aquellos prodigiosos sobrenaturales fenómenos a través de la cortina de vapores.

Fuera lo que fuera, lo cierto era que Edgard Poe no había visto nunca a Arthur Pym; y queriendo dejar a los lectores en una incertidumbre sobrexcitante, le había hecho morir de aquella muerte tan repentina como deplorable, cuya naturaleza y causa no indicaba.

Ahora bien: si Arthur Pym no había vuelto, ¿podía razonablemente admitirse que no hubiera sucumbido en breve espacio, después de ser separado de su compañero?

¿Que viviría aun aunque hubiesen transcurrido once años desde su desaparición?

—¡Sí!… ¡sí!… —respondió Hunt.

Y afirmaba con tal convicción que Dirk Peters había debido pasar a su alma cuando ambos habitaban en el pueblo de Vandalia, en el fondo de Illinois.

Ahora era ocasión de preguntarse si Hunt poseía cabal su juicio.

¿No había sido él quien, durante una crisis mental —yo no lo dudaba— después de introducirse en mi cámara, había murmurado estas palabras a mi oído?:

—¿Y Pym… el pobre Pym?

¡Sí!…;. ¡Yo no había soñado!

En resumen: si todo lo que acababa de decir Hunt era verdadero: si no hacía más que relatar los secretos que Dirk Peters le había confiado, ¿debía ser creído cuando repetía con voz a la vez imperiosa y suplicante: «¡Pym no ha muerto! ¡Pym está allí! ¡Es preciso no abandonar al pobre Pym!»?

Cuando terminé mi interrogatorio, el capitán Len Guy, saliendo al fin de su meditación, ordenó con
voz
brusca:

—¡Toda la tripulación a popa!

Cuando los marineros estuvieron reunidos en torno de él, dijo:

—Escucha, Hunt, y piensa en la gravedad de las preguntas que voy a hacerte.

Hunt levantó la cabeza y paseó su mirada por los tripulantes de la
Halbrane.

—¿Afirmas que todo lo que acabas de decir acerca de Arthur Pym es verdadero?

—¡Sí! —respondió Hunt, acentuando con ademán rudo su afirmación.

—¿Tú has conocido a Dirk Peters?

—Sí.

—¿Has vivido con él algunos años en Illinois?

—Durante nueve años.

—¿El te ha contado esas cosas con frecuencia?

—Sí.

—Y por tu parte, ¿no pones en duda que te haya dicho la verdad?

—No.

—Y bien, ¿no ha tenido nunca el pensamiento que alguno de los hombres de la
Jane
hubiera podido quedar en la isla Tsalal?

—No.

—¿Creía él que William Guy y sus compañeros habían perecido todos en la catástrofe de las colinas de Klock–Klock?

—¡Sí, y según lo que él me ha repetido con frecuencia, también Pym lo creía!

—Y ¿dónde has visto a Dirk Peters por última vez?

—En Vandalia.

—¿Hace mucho?

—Dos años.

—Y de vosotros dos, ¿tú has, abandonado el primero a Vandalia?

Parecióme advertir una ligera vacilación en Hunt al responder:

—La hemos abandonado juntos.

—¿Para ir tú?

—A las Falklands.

—¿Y él?

—¡El! —repitió Hunt.

Y su mirada fue finalmente a detenerse sobre nuestro maestro velero Martín Hult, al que había salvado la vida con peligro de la suya durante la tempestad.

—Vamos —dijo el capitán Len Guy—, ¿comprendes lo que te pregunto?

—¡Sí!

—¡Responde entonces! Cuando Dirk Peters partió de Illinois, ¿ha abandonado América?

—Sí.

—¿Para ir?… ¡Habla!

—¡A las Falklands!

—¿Y dónde está ahora?

—¡Delante de usted!

XVIII
DECISIÓN TOMADA

¡Dirk Peters! Hunt era el mestizo Dirk Peters, el devoto compañero de Arthur Pym, el que el capitán Len Guy había durante tanto tiempo y tan inútilmente buscado en los Estados Unidos, y la presencia del cual iba tal vez a damos una nueva razón para proseguir aquella campaña!

No me asombraría que con un poco de olfato el lector haya desde páginas anteriores reconocido a Dirk Peters en Hunt y que esperase este golpe teatral. Hasta afirmo que lo contrario me hubiera sorprendido.

En efecto; nada más natural ni más indicado que este razonamiento: ¿Cómo el capitán Len Guy y yo, que tan a menudo leíamos la obra de Edgard Poe, en la que se traza con preciso dibujo el retrato de Dirk Peters, no habíamos sospechado que el hombre embarcado en las Falklands y el mestizo era una misma persona? ¿No era una falta de perspicacia por nuestra parte?

Lo concedo, y, sin embargo, la cosa se explica hasta cierto punto.

Sí, todo en Hunt revelaba origen indiano, que era el de Dirk Peters, puesto que pertenecía a la tribu de los Upsarokas del Far–West, y esto tal vez hubiera debido lanzarnos al camino de la verdad.

Pero considérense las circunstancias en las que Hunt se había presentado al capitán Len Guy, circunstancias que no permitían poner en duda su identidad. Hunt habitaba en las Falklands, muy lejos de Illinois, en medio de marineros de distintas nacionalidades que aguardaban la estación de la pesca para pasar a bordo de los balleneros. Desde su embarco se había mantenido con nosotros en la mayor reserva. Aquella era la primera vez que le oíamos hablar, y nada hasta entonces —en lo que a su actitud se refiere al menos— había inducido a creer que ocultase su verdadero nombre. Y se acababa de ver que sólo a las últimas instancias del capitán se había declarado.

Verdad que Hunt era un tipo bastante extraordinario para provocar nuestra atención. Sí, ahora recordaba yo sus extrañas maneras desde que la goleta había franqueado el circulo polar, desde que navegaba por la mar libre; sus miradas, dirigidas incesantemente hacia el horizonte del Sur; su mano, que por movimiento instintivo se tendía en dicha dirección. Después, en el islote Bennet parecía haberle visitado ya, y en él había descubierto un resto de la
Jane,
y, en fin, en la isla Tsalal él había tomado la delantera, y nosotros le habíamos seguido como a un guía al través de la planicie agitada hasta el lugar que ocupaba el pueblo de Klock–Klock, a la entrada de la quebrada, cerca de la colina donde se cruzaban los laberintos, de los que ninguna señal quedaba. Sí. Todo esto hubiera debido ponernos alerta, hacer nacer —en mí por lo menos — el pensamiento de que Hunt pudiera estar mezclado a las aventuras de Arthur Pym.

Pues bien; no solamente el capitán Len Guy, sino también su pasajero Jeorling, tenían una venda sobre los ojos. Lo confieso; éramos dos ciegos, y ciertas páginas del libro de Edgard Poe debían habernos dado gran clarividencia.

En suma: no había que poner en duda que Hunt fuese realmente Dirk Peters. Aunque once años más viejo, era aun tal como Arthur Pym le había pintado. Verdad que el aspecto feroz de que habla la relación no existía, y, por otra parte, según el mismo Arthur Pym declaraba, no era más que ferocidad aparente. En lo físico nada había cambiado: la estatura pequeña, la musculatura recia, los miembros colocados en una mole de hércules, y las manos tan grandes y gruesas que apenas habían conservado la forma humana; las piernas y brazos arqueados, la cabeza de prodigioso tamaño y la boca enorme, con anchos dientes que los labios no cubrían jamás, ni aun en parte. Lo repito: tales señas concordaban perfectamente con las de nuestro reclutado de las Falklands.

Pero no se encontraba ya en su rostro aquella expresión que, si era el síntoma de la alegría, no podía ser más que «la alegría del demonio».

En efecto: el mestizo había cambiado con la edad, la experiencia, los golpes de la vida, las terribles escenas en que había tomado parte —incidentes como decía Arthur Pym— «completamente fuera del registro de la experiencia, y que traspasaban los límites de la credulidad de los hombres».

Sí. La ruda lucha de las pruebas sufridas había desgastado el espíritu de Dirk Peters. ¡No importa! Era siempre el fiel compañero al que Arthur Pym había debido a menudo su salvación; aquel Dirk Peters que le amaba como a un hijo, y que nunca había perdido la esperanza de volverle a encontrar algún día en las espantosas soledades de la Antártida.

Ahora bien: ¿por qué Dirk Peters se ocultaba en las Falklands bajo el nombre de Hunt? ¿Por qué desde su embarco en la
Halbrane
había procurado conservar su incógnito? ¿Por qué no había dicho quién era, puesto que conocía las intenciones del capitán Len Guy, cuyos esfuerzos todos tendían a salvar a sus compatriotas, siguiendo el itinerario de
la Jane
?

¿Por qué? Sin duda porque temía que su nombre inspirase horror. ¿No era él el hombre que se había mezclado a las espantosas escenas del
Grampus,
el que había muerto al marinero Parker, quien se había alimentado de la carne de éste y bebido de su sangre? Para que revelase su nombre preciso era que esperase que, gracias a su revelación, la
Halbrane
intentaría encontrar a Arthur Pym.

Después de haber vivido durante algunos años en Illinois, el mestizo se había instalado en las Falklands con el único objeto de aprovechar la primera ocasión que se ofreciera para volver a los mares antárticos. Al embarcarse en la
Halbrane,
¿contaba con decidir al capitán Len Guy, cuando éste hubiera recogido a sus compatriotas en la isla Tsalal, a elevarse a más altas latitudes, prolongando la expedición en beneficio de Arthur Pym? Y, sin embargo, ¿qué hombre de buen sentido hubiera admitido que aquel infortunado viviese después de once años? Al menos, la existencia del capitán William Guy y de sus compatriotas estaba asegurada con los recursos de la isla Tsalal, y además las notas de Patterson afirmaban que ellos se encontraban allí cuando él les había abandonado. En cuanto a la existencia de Arthur Pym…

Sin embargo, ante la afirmación de Dirk Peters —la que, lo reconozco, no descansaba en base sólida— mi espíritu no protestó, como parecía ser lo indicado. No. Y cuando el mestizo gritó—. ¡Pym no ha muerto! ¡Pym está allí! ¡Es preciso no abandonar al pobre Pym!, aquel grito me conmovió profundamente.

Y entonces pensé en Edgard Poe, y me preguntaba cuál sería su actitud, tal vez su confusión, si la
Halbrane
llevaba a aquel cuya muerte, tan repentina como deplorable, había anunciado el célebre novelista.

Decididamente, desde que había resuelto tomar parte en la campaña de la
Halbrane
yo no era el mismo, el hombre práctico y razonable de otra época. ¿Cómo? ¿A propósito de Arthur Pym sentía yo latir mi corazón como latía el de Dirk Peters? ¿Al abandonar la isla Tsalal, para ir al Norte, hacia el Atlántico, se apoderaba de mí la idea de que esto era olvidarse de un deber de humanidad, el deber de ir en socorro de un infeliz abandonado en los helados desiertos de la Antártida?

Verdad que pedir al capitán Len Guy que aventurase la goleta más allá de aquellos mares; obtener este nuevo esfuerzo de la tripulación después de tantos peligros perdidos para todo, fuera exponerse a una negativa, y al cabo mi intervención sobraba entonces. Y, sin embargo, yo comprendía que Dirk Peters contaba conmigo para defender la causa del pobre Pym.

Un largo silencio siguió a la declaración del mestizo. Nadie pensaba en sospechar de la veracidad de éste. Había dicho: Yo soy Dirk Peters. Era Dirk Peters.

En lo que se refería a Arthur Pym, que no hubiese vuelto a América, que hubiera sido separado de su compañero y arrastrado después con la canoa hacia las regiones del polo, eran hechos admisibles, y nada autorizaba a creer que Dirk Peters no dijera la verdad. Pero que Arthur Pym viviese aun, como el mestizo declaraba; que el deber mandase lanzarse en su busca, como él pedía, exponiéndose a tantos peligros nuevos, era cuestión distinta.

Sin embargo, resuelto a apoyar a Dirk Peters, pero temiendo avanzar por terreno donde corría el riesgo de ser vencido desde el principio, empleé el argumento, muy aceptable, que ponía en el tapete la cuestión del capitán William Guy y los cinco marineros, de los que no habíamos encontrado huella en la isla Tsalal.

—Amigos míos —dije—, antes de tomar resolución definitiva, lo prudente es mirar la cuestión con sangre fría. ¿No sería un eterno disgusto, un remordimiento grande abandonar nuestra expedición tal vez en el momento en que tenía probabilidades de buen éxito? Reflexione usted, capitán, y ustedes también, compañeros. Hace menos de siete meses que nuestros compatriotas fueron dejados con vida por el infortunado Patterson en la isla Tsalal. Si estaban aquí en tal época y es indudable que desde hace once años gracias a los recursos de la isla, habían podido asegurar su existencia, no teniendo nada que temer de los insulares, de los que una parte había sucumbido en circunstancias que ignoramos, y la otra se había probablemente transportado a alguna isla vecina. Esto es la misma evidencia, y no creo que se pueda objetar nada a este razonamiento.

Nadie respondió… No había nada que responder. —Si no hemos encontrado al capitán de la
Jane
y a los suyos —continué animándome—, es que después de la partida de Patterson, se han visto obligados a abandonar la isla Tsalal… ¿Por qué? En mi opinión, porque el terremoto la conmovió de tal forma que quedó inhabitable. ¿Pero les habrá bastado con una embarcación indígena para ganar, con la corriente del Norte, o una isla o algún otro punto del continente antártico? No creo ir muy lejos afirmando que las cosas hayan pasado de este modo; y, en todo caso, lo que sé, lo que repito, es que nada habremos hecho si no continuamos las investigaciones, de las que depende la salvación de vuestros compatriotas.

Interrogué con la mirada a mi auditorio. No obtuve respuesta.

El capitán Len Guy, presa de la más viva emoción, inclinaba la cabeza, pues comprendía que yo tenía razón; que yo indicaba, al invocar los deberes de humanidad, la única conducta propia de gentes de corazón.

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