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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (24 page)

Durante aquel día observo muy atentamente las aguas del mar, que me parecieron de un azul menos obscuro que a Arthur Pym.

Tampoco habíamos encontrado ninguno de aquellos erizos de líneas rojas que fueron recogidos a bordo de la Jane, y el semejante de ese monstruo de la fauna austral, un animal de tres pies de largo y seis pulgadas de alto, con cuatro patas cortas y pies terminados en garras de color de coral, cuerpo sedoso y blanco, cola de ratón, cabeza de gato, orejas de perro y dientes rojos. Por lo demás, yo siempre consideré gran parte de estos detalles como sospechosos y únicamente debidos a un exceso de imaginación.

Sentado en la popa, con el libro de Edgard Poe en la mano, yo leía, no sin advertir que Hunt, cuando su servicio le llamaba cerca de donde yo estaba, me miraba con singular obstinación.

Precisamente estaba yo en el final del capítulo XVII, en el que Arthur Pym se reconocía responsable de los tristes y sangrientos sucesos, que fueron el resultado de sus consejos. El fue, en efecto, quien venció las dudas del capitán Len Guy, arrastrándole a aprovechar una ocasión tan tentadora para resolver el gran problema, relativo a un continente antártico. Por lo demás, aceptando está responsabilidad, ¿no se felicitaba de haber sido la causa de un descubrimiento y haber servido en alguna forma para poner ante los ojos de la ciencia uno de los más entusiasmadores secretos que jamás hayan atraído su atención?

Durante aquel día vimos gran número de ballenas. Igualmente innumerables albatros, con el vuelo siempre hacia el Sur. Témpanos, ninguno. Por cima de los extremos límites del horizonte, no se distinguía ni aun la reverberación del
blink
de los
ice–fields.

El viento no marcaba tendencia a refrescar, y algunas brumas velaban el sol.

Eran las cinco de la tarde, cuando los últimos perfiles del islote Bennet se borraron. ¡Qué poco camino habíamos hecho desde la mañana!

La brújula, observada de continuo, no daba más que una insignificante variación, lo que confirmaba la relación de Edgard Poe.

Diversos sondajes no nos dieron fondo, por más que el contramaestre emplease sondas de 200 brazas. Era una suerte que la dirección de la corriente permitiese a la goleta adelantar poco a poco hacia el Sur, con velocidad de media milla solamente.

Desde seis el sol desapareció tras la opaca cortina de las brumas, más allá de la que continuó describiendo su larga espiral descendente.

La brisa no se dejaba sentir; contrariedad que no soportábamos sin vivísima impaciencia. ¿Qué hacer si estos retrasos se prolongaban, si el viento cambiaba? Aquella mar no debía de estar al abrigo de las tempestades, y una borrasca que arrojase la goleta hacia el Norte hubiera ayudado el juego de Hearne y de sus compañeros, justificando, hasta cierto punto, sus quejas.

No obstante, pasada la media noche el viento refrescó y la
Halbrane
pudo avanzar una docena de millas.

Al siguiente día, 24, el punto dio 83° 2' de latitud y 43° 5' de longitud. La
Halbrane
se encontraba, pues, a diez y ocho minutos de arco del yacimiento de la isla Tsalal, o sea menos de un tercio de grado o 20 millas.

Por desgracia, desde el mediodía el viento no nos ayudó. No obstante, gracias a la corriente, la isla Tsalal fue señalada a las seis y cuarenta y cinco de la tarde.

Desde que el ancla fue enviada a fondo, se extremó la vigilancia.

Los cañones estaban cargados, los fusiles al alcance de la mano, las redes de abordaje dispuestas.

La
Halbrane
no corría el riesgo de ser sorprendida. Todos los ojos vigilaban a bordo, particularmente los de Hunt, que ni por un instante se apartaron del horizonte de la zona austral.

XVI
LA ISLA TSALAL

La noche transcurrió sin alarma. Ningún bote había abandonado la isla. Ningún indígena se mostraba en el litoral. De aquí podía, deducirse que la población debía ocupar el interior, y, efectivamente, sabíamos que era menester caminar tres o cuatro horas antes de tocar el principal pueblo de Tsalal.

En suma: la presencia de la
Halbrane
no había sido notada, y esto era lo mejor que podía suceder.

Anclamos, a tres millas de la costa, en diez brazas de fondo.

A las seis se levó el ancla, y la goleta, empujada por la brisa de la mañana, fue a anclar nuevamente a media milla de un banco de coral, semejante a los anillos coralígenos del Océano Pacífico. Desde aquella distancia dominaba la isla en toda su extensión.

Nueve o diez millas de circunferencia —detalle no mencionado por Arthur Pym—, costa abrupta y de difícil acceso, extensas planicies áridas y negruzcas, entre colinas de regular altura; tal es el aspecto que presentaba Tsalal. Lo repito, la ribera estaba desierta. No se veía ni una canoa al largo ni en las ensenadas. Por encima de las rocas no se distinguía humareda alguna, y parecía que en la costa no había habitantes.

¿Qué había, pues, pasado desde once años antes? ¿Tal vez Too–Witt, el jefe de los indígenas no existe?… Pero aun suponiéndolo así, ¿y la población relativamente numerosa?… ¿Y William Guy y los sobrevivientes de la goleta inglesa?…

Cuando la
Jane
había aparecido en aquellos parajes, era la primera vez que los de Tsalal veían un navío, así es que la tomaron por un enorme animal; la arboladura, por sus miembros; sus velas, por trajes. Ahora ya debían saber a qué atenerse en lo que a este punto se refería; y si no parecían mostrar gran interés en visitaros ¿a qué atribuir esta reserva?

—¡A la mar el bote mayor!, —ordenó el capitán Len Guy con impaciencia.

Ejecutada la orden, el capitán se dirigió al lugarteniente.

—Jem —le dijo—, haz que bajen ocho hombres con Martín Holt, y que Hunt se ponga al timón, tú quedarás aquí, y vigilarás la tierra el mar.

—Esté usted tranquilo, capitán.

—Vamos a embarcarnos, y procuraremos tocar en el pueblo Klock–Klock. Si ocurriera algún incidente, avísanos con tres cañonazos.

—Conforme. Tres cañonazos con intervalo de un minuto —respondió el lugarteniente.

—Si antes de la tarde no hemos vuelto, envía la segunda canoa, bien armada, con diez hombres, a las órdenes del contramaestre, los cuales se situarán a una encabladura de la ribera para recogernos.

—Así lo haré.

—En ningún caso abandonarás la goleta, Jem…

—En ningún caso.

—Si no volvemos, después de que tú hayas hecho cuanto esté en tu mano, tomarás el mando de la goleta y volverás a las Falldands.

—Convenido.

El bote mayor fue preparado al instante. Ocho hombres embarcaron en él, sin contar a Martín Holt y a Hunt, todos ellos armados de fúsiles y pistolas, la cartuchera llena y el cuchillo al cinto.

En este momento me adelanté y dije:

—¿Me permitiría usted que la acompañase a tierra, capitán?…

—Si lo desea usted, señor Jeorling…

Volví a mi camarote y tomé mi fusil —un fúsil de caza de dos tiros— la pólvora, el saco de plomo, algunas balas, y me reuní con el capitán Len Guy, que me había reservado un puesto en la popa.

La embarcación, vigorosamente empujada, se dirigió hacia el arrecife, a fin de descubrir el paso por el que Arthur Pym y Dirk Peters le habían franqueado el 19 de Enero de 1828 en el bote de
la Jane.

En este momento fue cuando los salvajes habían aparecido en sus largas piraguas, y cuando William Guy les había mostrado un pañuelo blanco en señal de amistad; respondiendo ellos con los gritos de
anamoo–moo
y
lama–lama,
permitiéndoles el capitán ir a bordo con su jefe Too–Witt.

Arthur Pym declara que entonces se establecieron relaciones de amistad entre aquellos salvajes y los tripulantes de la
Jane.
Se convino que a la vuelta de la goleta, que iba hacia el Sur, se embarcaría en ella un cargamento de escombros de mar. Algunos días después, el 1º de Febrero, como se sabe, el capitán William Guy y treinta y uno de los suyos fueron víctimas de una asechanza en la quebrada de Klock–Klock, y de los seis hombres que quedaran guardando
la Jane,
destruida por la explosión, no se salvó uno.

Durante veinte minutos, nuestra canoa costeó los arrecifes. Descubierto el paso por Hunt, penetramos por él a fin de tocar una estrecha abertura de las rocas.

En el bote quedaron dos marineros. Aquel atravesó el brazo de una extensión de 200 toesas, y arrojó el bichero sobre las rocas a la entrada del paso.

Después de haber subido por la sinuosa garganta que daba acceso a la cresta de la ribera, nuestra gente, con Hunt a la cabeza, se dirigió al centro de la isla.

Mientras caminábamos, el capitán Len Guy y yo cambiamos nuestras impresiones con motivo del país, que, según Arthur Pym, «difería esencialmente de todas las tierras hasta entonces visitadas por hombres civilizados».

Ya lo veríamos. En todo caso, lo que puedo decir es que el color general de las llanuras era el negro, como si estuvieran cubiertas por una capa formada por el polvo de lavas, y que en ninguna parte se veía nada que fuera blanco.

A los cien pasos Hunt corrió hacia una enorme masa rocosa. Cuando estuvo junto a ella trepó con la agilidad de una cabra, y llegando a la cúspide, paseó sus miradas por una extensión de varias millas…

Hunt parecía estar en la actitud de un hombre que «no se reconocía allí».

—¿Qué hay?… —me preguntó el capitán Len Guy, después de haberle observado con atención.

—No lo sé, capitán —respondí—. Pero no ignora usted que en este hombre todo es extraño, todo inexplicable en sus actos, y, en cierto modo, merece figurar entre los nuevos seres que Arthur Pym pretende haber encontrado en esta isla… Se diría que…

—¿Qué? —repitió el capitán Len Guy. Entonces, sin terminar mi frase, dije:

—Capitán, ¿está usted seguro de haber practicado una exacta observación al tomar ayer la altura?

—Seguro.

—¿De modo que el punto?…

—Me ha dado 83° 20' de latitud y 44° 5' de longitud.

—¿Exactamente?

—Exactamente.

—¿No hay, pues, que poner en duda, que ésta sea la isla Tsalal?

—No, señor Jeorling, si la isla Tsalal está en el sitio indicado por Arthur Pym.

Efectivamente, no podía haber duda respecto a este punto.

Verdad que si Arthur Pym no se había engañado sobre este yacimiento expresado en grados y en minutos, ¿qué se debía pensar de lo fiel de su relación, en lo que concierne a la región que nuestra gente atravesaba bajo la dirección de Hunt?

El habla de cosas extrañas que no le eran familiares; de árboles cuyo producto no se parecía a los de la zona tórrida, ni a los de la zona templada, ni a los de la zona glacial del Norte, ni a los de las latitudes inferiores meridionales: éstas son sus palabras. Habla de rocas de estructura nueva, ya por su masa, ya por su estratificación. Habla de prodigiosos arroyos, cuyos lechos contenían un líquido indescriptible, sin limpidez alguna, especie de disolución de goma arábiga, dividida en venas que ofrecían los cambiantes de la seda, y que la fuerza de la cohesión no aproximaba, como si la hoja de un cuchillo las hubiera dividido.

Pues bien… Nada de esto habla, nada. Ni un árbol, ni un arbusto se mostraba en el campo. Las colinas cubiertas de bosques, donde debía estar el pueblo de Klock–Klock, no aparecía. De aquellos arroyos en los que los tripulantes de la
Jane
no se habían atrevido a apagar su sed, yo no veía uno, ni una gota de agua común. Por todas partes la desoladora, la horrible, la absoluta aridez.

Hunt marchaba rápidamente sin mostrar vacilación. Parecía que su instinto natural le empujaba, al modo que las golondrinas, esos pájaros viajeros, vuelven a sus nidos por el camino más corto, con vuelo de abeja, como decimos en América. ¡No sé qué presentimiento nos arrastraba a seguirlo como al mejor de los guías, un Bas de Cuir, un Renard–Subtil! Y después de todo, ¿era tal vez compatriota de estos héroes de Fenimore Cooper?

Pero no me cansaré de repetirlo: no teníamos ante los ojos la fabulosa, comarca descrita, por Arthur Pym. Nuestros pies pisaban un suelo convulsionado, quebrado. Era negro, sí, negro y calcinado como si hubiera sido vomitado de las entrañas de la tierra bajo la acción de fuerzas plutónicas.

Hubiérase dicho que algún espantoso e irresistible cataclismo lo había conmovido en toda su superficie.

Respecto a los animales de que en la mencionada relación se habla, ni uno solo veíamos; ni las ánades de la especie anas valisneria, ni las tortugas–galápagos, ni las bubias negras, ni esos pájaros negros también, semejantes a los busardos, ni los puercos negros de cola en forma de mazorca y patos de antílope, ni esa especie de cameros de lana negra, ni los gigantescos albatros de negro plumaje. Los mismos pingüinos, tan numerosos en los parajes antárticos, parecían haber huido de aquella tierra inhabitable… ¡Aquello era la soledad silenciosa y pasada del más horrible desierto!

Y en el interior de la isla, como en la ribera, ningún ser humano.

En medio de aquella desolación, ¿quedaban aun probabilidades de encontrar a William Guy y a los sobrevivientes de
la Jane
?

Miré al capitán Len Guy. Su rostro pálido, su frente cruzada por hondos pliegues, decían claramente que la esperanza comenzaba a abandonarle.

Llegamos, al fin, al valle, en el que en otra época estaba situado el pueblo de Klock–Klock. Allí, como en el resto de la comarca, completo abandono. Ni un habitante, ni aquellos yampoos, formados con una piel negra sobre el tronco de un árbol cortado a cuatro pies de tierra, ni aquellas barracas construidas de ramas cortadas, ni aquellos agujeros de trogloditas formados en la colina. ¿Y dónde estaba aquel arroyo que descendía por las pendientes con su agua mágica, rodando por un cauce de arena negra?

Respecto a la población de Tsalal, ¿qué se había hecho de aquellos hombres casi desnudos, y algunos cubiertos de pieles negras, armados de lanzas y mazas, y de aquellas mujeres altas, bien formadas, dotadas de una gracia y un donaire que no se encuentran en la sociedad civilizada, para emplear las mismas frases de Arthur Pym, y de aquella multitud de niños que las acompañaban? ¿Qué había sido de aquel mundo de indígenas de piel negra, cabellera negra y dientes negros, y a los cuales el color blanco llenaba de terror?

En vano busqué la morada de Too–Witt, formada por cuatro grandes pieles sujetas con pernos de madera y fijas en tierra con pequeñas estacas. Ni aun el sitio en que debía estar reconocí. Y allí, sin embargo, era donde William Guy, Arthur Pym, Dirk Peters y sus compañeros habían sido recibidos, no sin muestras de respeto, mientras gran número de insulares se agolpaba fuera. Allí fue donde se les sirvió la comida en que figuraban entrañas palpitantes de un animal desconocido, que Too–Witt y los suyos devoraban con avidez repugnante.

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