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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (20 page)

—Jem —dijo el capitán Len Guy a las cinco de la mañana—. Es preciso huir…

—Huiremos, capitán… pero corriendo el riesgo de ser tragados por el mar.

En efecto: nada más peligroso que aquella marcha cuando no puede adelantarse a las olas, y únicamente se apela a ella cuando es imposible guardar la capa. Además, corriendo al Este la Halbrane, se alejaría de su camino, en medio del laberinto de témpanos acumulados en esta dirección.

Durante tres días, 6, 7 y 8 de Diciembre, la tempestad se desencadenó sobre aquellos parajes, con acompañamiento de remolinos de nieve, que provocaron sensible baja en la temperatura. Sin embargo, la capa pudo ser mantenida después que el pequeño foque, desgarrado por el viento, fue reemplazado con otra tela más resistente.

Inútil es decir que el capitán Len Guy se mostró verdadero marino, que Jem West estuvo en todo, que la tripulación les secundó resueltamente, y que Hunt fue siempre el primero en la faena cuando hubo maniobra que efectuar o peligro que correr.

¡En verdad que era un hombre del que no se puede dar idea! ¡Qué diferencia entre él y la mayor parte de los marineros reclutados en las Falklands, y sobre todo Hearne! De éstos era difícil obtener lo que se tenía el derecho de esperar y exigir. Sin duda obedecían, porque de bueno o mal grado era preciso obedecer a un oficial como Jem West… Pero, cuando este no les oía, ¡qué de quejas y recriminaciones!

Cosa que, yo lo temía, nada bueno presagiaba para el porvenir.

Hay que advertir que Martín Holt había vuelto a sus ocupaciones. Muy entendido en su oficio, era el único que, por su habilidad y celo, podía rivalizar con Hunt.

—Y bien, Holt —le preguntó un día en que se encontraba en conversación con el contramaestre—, ¿en qué relaciones está usted ahora con ese diablo de Hunt? Después del salvamento, ¿se ha mostrado algo más comunicativo?…

—No, señor Jeorling —respondió el maestro velero— Al contrario… Parece evitar mi presencia.

—¿Evitarla?… —dije yo.

—Como lo hacía antes… Ni más ni menos.

—¡Es singular!

—Y que es una verdad… —añadió Hurliguerly—. En más de una ocasión lo he notado.

—Entonces… ¿le huye a usted como a los demás?…

—No… Más que a los otros…

—Más… ¿por qué?

—Lo ignoro, señor Jeorling.

—¡Lo que no impide que le debas una buena candela! —declaró el contramaestre— Pero no intentes encenderla en honor suyo… Le conozco…, y soplaría.

Gran sorpresa me produjo lo que acababa de oír. Sin embargo, observando con atención, pude asegurarme de que, en efecto, Hunt evitaba toda ocasión de estar en contacto con nuestro maestro velero. ¿No creía tener derecho a la gratitud de Martín Holt, aunque éste le debiese la vida? Seguramente, tal conducta era bien extraña.

En la tarde del 8, el viento indicó tendencia a remontar hacia el Este, lo que, debía traer un favorable cambio de tiempo. De ser así, la
Halbrane
podía ganar lo perdido y volver a tomar su itinerario sobre el meridiano 43.

Entretanto, aunque la mar continuó dura, el velamen pudo ser aumentado sin riesgo a las dos de la mañana. De este modo, bajo la mesana–goleta, y la cangreja a dos rizos, la trinqueta y el pequeño foque, la
Halbrane,
amuras a babor, se aproximó al camino, del que la tormenta la había alejado.

En esta parte de la mar antártica, los témpanos derivan en mayor número, y había motivo para pensar que la tempestad, apresurando el deshielo, había tal
vez
roto hacia el Este las barreras del banco de hielo.

XIII
A LO LARGO DEL BANCO DE HIELO

Aunque aquellos parajes, situados más allá del círculo polar, hubieran sido profundamente conmovidos por la borrasca, justo era reconocer que hasta entonces nuestra navegación se había efectuado en condiciones excepcionales. ¡Y feliz circunstancia si la
Halbrane,
en aquella primera quincena de Diciembre, iba a encontrar abierto el camino de Weddell!

Y, en verdad, que digo el camino de Weddell como si se tratase de un camino terrestre, bien conservado, con sus piedras miliarias y con está inscripción sobra un poste indicador: «Camino del polo Sur».

Durante el día 10, la goleta pudo sin dificultad maniobrar entre los témpanos abandonados, llamados
floes
y
brashs.
La dirección del viento la permitió seguir la línea recta entre los pasos. Aunque faltaba todavía un mes para la época de la disgregación total, el capitán Len Guy, habituado a estos fenómenos, afirmaba que lo que de ordinario se produce en Enero se iba a producir esta vez en Diciembre.

Evitar las numerosas masas errantes no dio gran trabajo a la tripulación. Las verdaderas dificultades no aparecerían hasta el día, ya próximo, en que la goleta procurase abrirse paso al través del banco.

Por lo demás, no había que temer sorpresa alguna. La presencia de los témpanos era señalada por un tinte amarillento de la atmósfera, al que los balleneros designaban con el nombre de
blink.
Es un fenómeno de reverberación propio de las zonas glaciales que jamás engaña al observador.

Cinco días más la
Halbrane
navegó sin avería alguna, sin haber temido ni por un instante que se efectuara un choque. Verdad que, a medida que descendía hacia el Sur, el número de témpanos crecía y los pasos se hacían más estrechos. Una observación practicada el día 14 dio por resultado 72° 37' de latitud, siendo la longitud la misma de antes, entre el 42 y 43 meridiano. Era éste ya un punto que pocos navegantes habían podido tocar más allá del círculo antártico, ni los Balleny, ni los Bellingshausen. Sólo dos grados nos faltaban para tocar la altura a que llegó James Weddell.

La navegación se hizo, pues, más delicada en medio de aquellos témpanos fríos y pálidos llenos de excrementos de pájaros. Algunos tenían apariencia leprosa. Su volumen era ya tan considerable que nuestro navío parecía muy pequeño, pues algunos de estos
ice–bergs
dominaban su arboladura.

Las formas que afectaban estos témpanos variaban hasta lo infinito. El efecto era maravilloso cuando, disipadas las brumas, reverberaban como enormes diamantes a los rayos solares. Algunas veces se dibujaban en colores rojizos, cuyo origen no está exactamente fijado, coloreándose luego con matices violeta y azul probablemente debidos a los efectos de la refracción.

No dejaba yo de admirar aquel espectáculo tan notablemente descrito en la relación de Arthur Pym: aquí pirámides de agudas puntas; allí moles redondeadas como las torres de una iglesia bizantina, o abultadas como las de una iglesia rusa; mámelas que se erguían; dólmenes en tablas horizontales; kromlechs, menhirs, en pie como en el campo de Kamac; vasos rotos, copas boca abajo; en fin, cuanto la imaginación ve algunas veces en la caprichosa disposición de las nubes… ¿Acaso las nubes no son los témpanos errantes del mar celeste?

Debo reconocer que el capitán Len Guy unía, a mucho atrevimiento, mucha prudencia. Jamás pasaba junto a un témpano si la distancia no le aseguraba el buen resultado de la maniobra. Familiarizado con la navegación, no temía aventurarse por entre aquellas flotillas de
drífts y de packs.

Un día me dijo:

—Señor Jeorling. No es ésta la primera vez que he intentado penetrar en la mar polar sin conseguirlo. Y si yo lo intentaba cuando no tenía más que simples presunciones sobre la suerte de la
Jane,
¿qué no haré hoy que esas presunciones se han convertido en certeza?

—Lo comprendo, capitán, y en mi opinión la experiencia que tiene usted de la navegación por estos parajes debe aumentar las probabilidades del buen éxito.

—¡Sin duda, señor Jeorling! No obstante… lo que hay más allá del banco aun es desconocido para mí, como para tantos otros navegantes.

—¿Desconocido? No en absoluto, capitán, puesto que poseemos los informes muy serios de Weddell…, y los de Arthur Pym.

—Sí… Lo sé… Hablan de la mar libre…

—¿Es que no cree usted en ella?

—¡Sí! ¡Creo! ¡Sí! Existe por razones que tienen su valor. Es evidente que esas masas designadas con los nombres de
ice–fields o ice–bergs
no podrían formarse en plena mar. Un violento o irresistible esfuerzo provocado por las olas las separa de los continentes o de las islas de las altas latitudes. Después, las corrientes las arrastran hacia las aguas más templadas, donde los choques desgastan sus aristas, mientras la temperatura disgrega sus bases y sus flancos sometidos a las influencias termométricas.

—Eso es evidente —respondí.

—Así, pues —añadió el capitán—, esas masas no vienen del banco. Lo tocan derivando, le rompen a veces y franquean sus pasos. Por lo demás, no es preciso juzgar zona austral según la boreal. Las condiciones de una y otra no son idénticas. Así, Cook, ha podido afirmar que jamás había encontrado en los mares de Groenlandia el equivalente de las montañas de hielo de la mar antártica, ni a latitud más elevada.

—Y ¿á qué se debe eso?

—Indudablemente a que en las comarcas boreales predomina la influencia de los vientos del Sur. No llegan allí sino cargados de los abrasadores calores de América, Asia y Europa, y contribuyen a elevar la temperatura de la atmósfera. Aquí las tierras más próximas, terminadas por las puntas del cabo de Buena Esperanza, de la Patagonia, de la Tasmania, no modifican las corrientes atmosféricas, y por esto la temperatura permanece más uniforme en el dominio antártico.

—He ahí una observación importante, capitán, y que justifica la opinión de usted respecto a una mar libre.

—Sí… Libre al menos en diez grados tras el banco. Así, pues, comencemos por franquear éste, y la mayor dificultad estará vencida. Ha tenido usted razón al decir que la existencia de esta mar libre ha sido formalmente reconocida por Weddell.

—Y por Arthur Pym, capitán. Y por Arthur Pym. A partir del 15 de Diciembre las dificultades de la navegación aumentaron con el número de los témpanos. No obstante, el viento continuó siendo favorable, variando del Nordeste al Noroeste, sin acusar nunca tendencia a caer al Sur. Ni una vez hubo necesidad de bordear entre los
ice–bergs
y los
ice–fields,
operación siempre difícil y peligrosa. La brisa refrescaba a veces, y era preciso disminuir el velamen… Veíase entonces la mar lanzando espuma a lo largo de los bloques y cubriéndolos de rocío, como a las focas de una isla flotante, sin llegar a suspender su marcha. Varias veces los ángulos fueron medidos por Jem West, resultando de tales cálculos que la altura de estos bloques estaba comprendida, generalmente, entre 10 y 100 toesas.

En lo que a mí se refiere, participaba de la opinión del capitán Len Guy, y, creía que tales masas sólo a lo largo de un litoral, tal vez de un continente polar, habían podido formarse. Pero con toda evidencia este continente debía estar escotado por bahías, dividido por brazos de mar, cortado por estrechos que habían permitido a la
Jane
llegar al yacimiento de la isla Tsalal.

Y la existencia de estas tierras polares, ¿no es, en suma, lo que impide las tentativas de los descubridores para elevarse a los polos ártico o antártico? ¿No dan a las montañas de hielo sólido punto de apoyo, del que aquellas se separan en la época del deshielo? Si los parajes boreales y australes sólo por las aguas estuvieran cubiertos, ¿hubieran tal vez sabido encontrar paso los navíos?

Puédese, pues, afirmar que cuando penetró hasta el paralelo 83 el capitán William Guy de la
Jane,
guiárale su instinto de navegante o la casualidad, había debido remontar al través de algún ancho brazo de mar.

No dejó nuestra tripulación de impresionarse al ver que la goleta se aventuraba por entre aquellas movibles masas, los tripulantes nuevos sobre todo. Verdad que la costumbre no tardó en acabar con la sorpresa.

Lo que convenía organizar con el mayor cuidado era una incesante vigilancia, para lo cual Jem West hizo izar un tonel —lo que se llama un
nido de pie—
a la punta del palo de mesana, y allí hubo un vigía en constante guardia.

Empujada por la brisa la
Halbrane,
caminaba rápidamente. La temperatura era soportable, unos 42° (de 4° a 5° centígrados sobre cero). El peligro venía de las brumas que flotaban sobre estos mares, y hacían difícil evitar los choques.

Durante el día 16, los hombres experimentaron grandes fatigas. Los témpanos no ofrecían más que estrechos pasos, con ángulos bruscos que obligaban a cambiar frecuentemente las amuras.

Cuatro o cinco veces por hora se oían estas órdenes.

—¡Orza!

—¡Arriba!

El timonel no holgaba en el timón, y los marineros no cesaban de tomar por avante la gavia, los juanetes, o de izar las velas bajas.

En estas circunstancias, y aunque nadie dejaba la tarea, Hunt se distinguía entre todos.

En lo que este hombre —de alma de marino— se mostraba más útil, era cuando se trataba de llevar un calabrote a algún témpano y fijarlo allí, por medio de un ancla, para unirle al cabestrante, a fin de que la goleta, empujada lentamente, consiguiese doblar el obstáculo.

Hunt se arrojaba en la canoa, la dirigía al través de los témpanos y desembarcaba en la superficie resbaladiza. Así es que el capitán Len Guy y su tripulación consideraban a Hunt como a un marinero excepcional. Pero lo que había de misterioso en su persona no dejaba de excitar en alto grado la curiosidad.

Más de una
vez
sucedió que Hunt y Martín Holt embarcaron en el mismo bote para efectuar alguna peligrosa maniobra que desempeñaban juntos. Si el maestro velero le daba una orden, Hunt la ejecutaba con tanto celo como pericia. Solamente que jamás le respondía.

En aquella época la
Halbrane
no podía estar muy lejos del banco. Si continuaba su camino en tal dirección no tardaría en llegar a aquel, y no tendría más que buscar paso. Sin embargo, hasta entonces, por cima de los témpanos el vigía no había podido aun notar una cresta ininterrumpida de hielo.

La jornada del 16 exigió minuciosas e indispensables precauciones, pues el timón, quebrantado por incontables choques, corría el riesgo de ser desmontado.

Al mismo tiempo habíanse producido varios choques por los restos pequeños, más peligrosos que los grandes bloques. No obstante, la solidez de la
Halbrane
alejaba el peligro de que fuera desfondada.

Respecto al safre del timón, Jem West le hizo meter entre dos gimelgas, consolidándole con berlingas aplicadas a la espiga, lo que debía preservarle.

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