poco a poco otra cosa también blanca.
Nada el maestro aún había dicho,
cuando vi que eran alas lo primero;
y cuando supo quién era el piloto,
me gritó: « Dobla, dobla las rodillas.
Mira el ángel de Dios: junta las manos,
verás a muchos de estos oficiales.
Ve que desdeña los humanos medios,
y no quiere más remo ni más velas
entre orillas remotas, que sus alas.
Mira cómo las alza hacia los cielos
moviendo el aire con eternas plumas,
que cual mortal cabello no se mudan.»
Después al acercarse más y más
el pájaro divino, era más claro:
y pues de cerca no lo soportaban
los ojos, me incliné, y llegó a la orilla
con una barca tan ligera y ágil,
que parecía no cortar el.agua.
A popa estaba el celestial barquero,
cual si la beatitud llevara escrita;
y dentro había más de cien espíritus.
«In exitu Israel de Aegipto»
cantaban todos juntos a una voz,
y todo lo que sigue de aquel salmo.
Después les hizo el signo de la cruz;
y todos se lanzaron a la playa:
y él se marchó tan veloz como vino.
La turba que quedó, muy sorprendida
pareció del lugar, mirando en torno
como aquel que contempla cosas nuevas.
De todas partes asaeteaba al día
el sol, que había echado con sus flechas
de la mitad del cielo a Capricornio,
cuando la nueva gente alzó la cara
a nosotros, diciendo: «Si sabéis,
mostradnos el camino que va al monte.»
Y respondió Virgilio: « Estáis pensando
que este sitio nosotros conocemos;
mas peregrinos somos de igual forma.
Llegamos poco antes que vosotros,
por camino tan áspero y tan fuerte,
que ahora el subir parece un simple juego.»
Las almas que se dieron cuenta entonces
por mi respiración, de que vivía,
maravilladas, empalidecieron.
Y como al mensajero que el olivo
trae, va la gente para oír noticias,
y de apretarse esquivos no se muestran,
así a mi vista se agolparon todas
aquellas almas apesadumbradas,
casi olvidando el ir a hacerse bellas.
Y yo vi que una de ellas se acercaba
para abrazarme, con tan grande afecto,
que me movió a que hiciese yo lo mismo.
¡Ah vanas sombras, salvo la apariencia!
tres veces por detrás pasé mis brazos,
y tantas otras los volví a mi pecho.
Creo que enrojecí, maravillado,
y sonrió la sombra y se alejaba,
y yo me fui detrás para seguirla.
Suavemente me dijo que parase;
supe entonces quién era, y le rogué
que, para hablarme, allí se detuviera.
«Así —me respondió— como te amaba
en el cuerpo mortal, libre te amo:
por eso me detengo; y tú ¿qué haces?»
«Por volver otra vez, Cassella mío,
adonde estoy, viajo; mas ¿por qué
—le dije— tantas horas te han quitado?»
Y él a mí: «No me hicieron injusticia,
si aquel que lleva cuándo y a quien quiere,
me ha negado el pasaje muchas veces;
de justa voluntad sale la suya:
mas desde hace tres meses ha traído
a quien quisiera entrar, sin oponerse.
Por lo que yo, que estaba en la marina
donde el agua del Tíber sal se hace,
benignamente fui por él llevado.
El vuelo a aquella desembocadura
dirigió, pues que siempre se congregan
allí los que a Aqueronte no descienden.»
Y yo: «Si no te quitan nuevas leyes
la memoria o el uso de los cantos
de amor, que mis deseos aquietaban,
con ellos té suplico que consueles
mi alma que, viniendo con mi cuerpo
a este lugar, se encuentra muy angustiada.»
El amor que en la mente me razona
entonces comenzó tan dulcemente,
que en mis adentros oigo aún la dulzura.
Mi maestro y yo y aquellas gentes
que estaban junto a él, tan complacidas
parecían, que en nada más pensaban.
Todos pendientes y fijos estábamos
de sus notas; y el viejo venerable
nos gritó: «¿Qué sucede, lentas almas?
¿qué negligencia, qué esperar es éste?
corred al monte a echar las impurezas
que no os permiten contemplar a Dios.»
Como cuando al coger avena o mijo,
las palomas rodean el sustento,
quietas y sin mostrar su usado orgullo,
si algo sucede que las amedrenta,
súbitamente dejan la comida,
pues un mayor cuidado las asalta;
yo vi a aquella mesnada recién hecha
dejar el canto y escapar al monte,
como quien va y no sabe dónde acabe:
no fue nuestra partida menos presta.
Por más que aquella huida repentina
por la llanura a todos dispersara,
hacia el monte en que aguija la justicia,
a mi fiel compañero me arrimé:
¿pues cómo habría yo sin él corrido?
¿Quién por el monte hubiérame llevado?
Le creí descontento de sí mismo:
¡Oh qué digna y qué pura concïencia
con qué amargor te muerde un leve fallo!
Cuando sus pies dejaron de ir aprisa,
que a cualquier acto quítale el decoro,
mi pensamiento, empecinado antes,
reanudó su discurso, deseoso,
y dirigí mis ojos hacia el monte
que al cielo más se eleva de las aguas.
El sol, que atrás en rojo flameaba,
se rompia delante de mi cuerpo,
pues sus rayos en mí se detenían.
Me volví hacia los lados temeroso
de estar abandonado, cuando vi
sólo ante mí la tierra oscurecida;
y: «¿Por qué desconfías? —mi consuelo
volviéndose hacia mí empezó a decirme—
¿no crees que te acompaño y que te guío?
Es ya la tarde donde sepultado
está aquel cuerpo en el que sombra hacía;
no en Brindis, sino en Nápoles se encuentra.
Por lo cual si ante mí nada se ensombra,
no debes extrañarte, igual que el cielo
no detiene el camino de los rayos.
Por sufrir penas, frías y calientes,
Dios ha dispuesto cuerpos semejantes,
de modo que no quiere revelarnos.
Loco es quien piense que nuestra razón
pueda seguir por la infinita senda
que sigue una sustancia en tres personas.
Os baste con el quía, humana prole;
pues, si hubierais podido verlo todo,
ocioso fuese el parto de María;
y tú has visto sin frutos desearlo
a tales que aquietaran su deseo,
que eternamente ahora les enluta:
de Aristóteles hablo y de Platón
y aun de otros más»; y aquí inclinó la frente,
y más no dijo y quedóse turbado.
Llegamos entretanto al pie del monte;
tan escarpadas estaban las rocas,
que en vano habrfa piernas bien dispuestas.
Entre Rurbia y Lerice el más desierto,
el más roto barranco, es escalera,
comparado con éste, abierta y fácil.
«¿Ahora quién sabe en donde la pendiente
—deteniéndose, dijo mi maestro—
pueda subir aquel que va sin alas?»
Y mientras meditaba con la vista
baja, sobre la suerte del camino,
y yo miraba arriba del peñasco,
a mano izquierda apareció una turba
de almas que venía hacia nosotros,
mas tan lentos que no lo parecía.
«Alza —dije— maestro, la mirada:
hay aquí quien podrá darnos consejo,
si no puedes tenerlo por ti mismo.»
Entonces miró, y con el rostro sereno
me dijo: «Vamos pues, que vienen lentos;
y afirma la esperanza, dulce hijo.»
Tan lejos aún estaba aquella gente,
luego de haber mil pasos caminado,
como un buen lanzador alcanzaria,
cuando a las duras peñas se arrimaron
de la alta sima, quietos y apretados,
cual caminante que dudoso mira.
«Felices muertos, almas elegidas
—Virgilio dijo— por la paz aquella
que todos esperáis, según bien creo,
decidnos dónde baja la montaña,
para poder subir; pues más disgusta
perder el tiempo a quien su precio sabe.»
Cual salen del redil las ovejillas
de una, de dos, de tres y temerosas
están las otras, vista y morro en tierra;
y lo que la primera hacen las otras,
acercándose a ella si se para,
simples y calmas, y el porqué no saben;
así vi que venía la cabeza
de aquella grey afortunada entonces,
con recatado andar y rostro honesto.
Al ver los de delante interrumpida
la luz en tierra a mi derecho flanco
desde mí hasta la roca haciendo sombra,
se detuvieron, y hacia atrás se echaron,
y todos esos que detrás venían,
no sabiendo por qué, lo mismo hicieron.
«Sin que lo preguntéis yo os comunico
que este cuerpo que veis es cuerpo humano;
por lo que el sol ha interceptado en tierra.
No os debéis asombrar, pero creedme
que no sin que lo quieran en el cielo
estas paredes escalar pretende.»
Así el maestro; y esas dignas gentes:
«Volved —dijeron— y seguid un poco»,
haciéndonos señales con la mano.
Y uno de aquéllos empezó: «Quien quiera
que seas, vuelve el rostro mientras andas:
recuerda si me viste en la otra vida.»
Volví la vista a él muy fijamente
rubio era y bello y de gentil aspecto,
mas un tajo una ceja le partía.
Cuando con humildad hube negado
haberle visto nunca, él dijo: «Mira»
y mostróme una llaga sobre el pecho.
Luego sonriendo dijo: «Soy Manfredo:
la emperatriz Constanza fue mi abuela;
y te suplico que, cuando regreses,
le digas a mi hermosa hija, madre
del honor de Aragón y de Sicilia,
la verdad, si es que cuentan de otro modo.
Después de ser mi cuerpo atravesado
por dos golpes mortales, me volví
llorando a quien perdona de buen grado.
Abominables mis pecados fueron
mas tan gran brazo tiene la bondad
infinita, que acoge a quien la implora.
Si el pastor de Cosenza, que a mi caza
entonces fue enviado por Clemente,
la página divina comprendiera,
los huesos de mi cuerpo aún estarían
al pie del puente junto a Benevento,
y por pesadas piedras custodiados.
Mas los baña la lluvia y mueve el viento,
fuera del reino, casi junto al Verde,
donde él los trasladó sin luz alguna.
Mas por su maldición, nunca se pierde,
sin que pueda volver, el infinito
amor, mientras florezca la esperanza.
Verdad es que quien muere contumaz,
con la Iglesia, aunque al fin arrepentido,
fuera debe de estar de esta montaña,
treinta veces el tiempo que viviera
en esa presunción, si tal decreto
no se acorta con buenas oraciones.
Piensa pues lo dichoso que me harías,
a mi buena Constanza revelando
cómo me has visto, y esta prohibición:
que aquí, por los de allá, mucho se avanza.
Cuando algún sufrimiento o alegría
de alguna facultad nuestra se adueña,
toda en ella se centra nuestra alma,
y no atiende a ninguna otra potencia
y es esto contra aquel error que opina
que un alma sobre otra alma arda en nosotros.
Por eso, cuando se oye o se ve algo
que atraiga al alma fuertemente a ello,
el tiempo pasa y nada el hombre advierte;
porque es una potencia la que escucha,
y otra la que retiene al alma entera:
una está casi presa, y la otra libre.
Puede experimentar de veras esto,
escuchando a aquel alma y admirando;
pues bien cincuenta grados ya subido
había el sol, sin darme cuenta, cuando
llegamos donde, a una, aquellas almas
gritaron: «Aquí está lo que buscáis.»
Mayor portillo muchas veces cierra
con un manojo apenas de zarzales
el campesino al madurar la uva,
de lo que era la senda que subimos,
yo detrás de mi guía, los dos solos
al partir de nosotros aquel grupo.
Se va a Sanleo, a Noli se desciende,
se sube a Bismantova hasta la cumbre
a pie, pero volar aquí es preciso;
digo con leves alas y con plumas
del deseo, detrás de aquel llevado,
que me daba esperanza y me alumbraba.
Por un girón subimos de la roca,
cuyas paredes casi se juntaban,
y el suelo nos pedía pies y manos.
Cuando ya al borde superior llegamos
de la alta base, a un sitio descubierto
«Maestro —dije— ¿qué camino haremos?»
Y él me dijo: «No tuerzas ningún paso;
únicamente sígueme hacia el monte,
hasta que llegue alguna escolta sabia.»
La cima, de tan alta, era invisible
y aún más pina la cuesta que la raya
que une el medio cuadrante con el centro.
Estaba muy cansado y exclamé:
«Oh dulce padre, vuélvete y advierte
que solo quedaré, si no te paras.»
«Hijo —me contestó— sube hasta allí»,
un repliegue más alto señalando
que por allí giraba todo el monte.
Tanto me espolearon sus palabras,
que me esforcé trepando tras de él
hasta que puse pies en la cornisa.
Nos sentamos los dos vueltos a oriente,
donde estaba el camino que subimos,
que siempre de mirar es agradable.
La vista dirigí primero abajo;
luego arriba, hacia el sol, y me admiraba
que nos hería por el lado izquierdo.
Bien comprendió el poeta que yo estaba
por el carro solar estupefacto,
que entre nosotros y Aquilón nacía.
Por lo cual me explicó: «Si los Gemelos