una máquina tal creí ver entonces;
luego, por aquel viento, busqué abrigo
tras de mi guía, pues no hallé otra gruta.
Ya estaba, y con terror lo pongo en verso,
donde todas las sombras se cubrían,
traspareciendo como paja en vidrio:
Unas yacen; y están erguidas otras,
con la cabeza aquella o con las plantas;
otra, tal arco, el rostro a los pies vuelve.
Cuando avanzamos ya lo suficiente,
que a mi maestro le plació mostrarme
la criatura que tuvo hermosa cara,
se me puso delante y me detuvo,
«Mira a Dite —diciendo—, y mira el sitio
donde tendrás que armarte de valor.»
De cómo me quedé helado y atónito,
no lo inquieras, lector, que no lo escribo,
porque cualquier hablar poco sería.
Yo no morí, mas vivo no quedé:
piensa por ti, si algún ingenio tienes,
cual me puse, privado de ambas cosas.
El monarca del doloroso reino,
del hielo aquel sacaba el pecho afuera;
y más con un gigante me comparo,
que los gigantes con sus brazos hacen:
mira pues cuánto debe ser el todo
que a semejante parte corresponde.
Si igual de bello fue como ahora es feo,
y contra su hacedor alzó los ojos,
con razón de él nos viene cualquier luto.
¡Qué asombro tan enorme me produjo
cuando vi su cabeza con tres caras!
Una delante, que era toda roja:
las otras eran dos, a aquella unidas
por encima del uno y otro hombro,
y uníanse en el sitio de la cresta;
entre amarilla y blanca la derecha
parecia; y la izquierda era tal los que
vienen de allí donde el Nilo discurre.
Bajo las tres salía un gran par de alas,
tal como convenía a tanto pájaro:
velas de barco no vi nunca iguales.
No eran plumosas, sino de murciélago
su aspecto; y de tal forma aleteaban,
que tres vientos de aquello se movían:
por éstos congelábase el Cocito;
con seis ojos lloraba, y por tres barbas
corría el llanto y baba sanguinosa.
En cada boca hería con los dientes
a un pecador, como una agramadera,
tal que a los tres atormentaba a un tiempo.
Al de delante, el morder no era nada
comparado a la espalda, que a zarpazos
toda la piel habíale arrancado.
«Aquella alma que allí más pena sufre
—dijo el maestro— es Judas Iscariote,
con la cabeza dentro y piernas fuera.
De los que la cabeza afuera tienen,
quien de las negras fauces cuelga es Bruto:
—¡mirale retorcerse! ¡y nada dice!—
Casio es el otro, de aspecto membrudo.
Mas retorna la noche, y ya es la hora
de partir, porque todo ya hemos visto.»
Como él lo quiso, al cuello le abracé;
y escogió el tiempo y el lugar preciso,
y, al estar ya las alas bien abiertas,
se sujetó de los peludos flancos:
y descendió después de pelo en pelo,
entre pelambre hirsuta y costra helada.
Cuando nos encontramos donde el muslo
se ensancha y hace gruesas las caderas,
el guía, con fatiga y con angustia,
la cabeza volvió hacia los zancajos,
y al pelo se agarró como quien sube,
tal que al infierno yo creí volver.
«Cógete bien, ya que por esta escala
—dijo el maestro exhausto y jadeante
es preciso escapar de tantos males.»
Luego salió por el hueco de un risco,
y junto a éste me dejó sentado;
y puso junto a mí su pie prudente.
Yo alcé los ojos, y pensé mirar
a Lucifer igual que lo dejamos,
y le vi con las piernas para arriba;
y si desconcertado me vi entonces,
el vulgo es quien lo piensa, pues no entiende
cuál es el trago que pasado había.
«Ponte de pie —me dijo mi maestro—:
la ruta es larga y el camino es malo,
y el sol ya cae al medio de la tercia.»
No era el lugar donde nos encontrábamos
pasillo de palacio, mas caverna
que poca luz y mal suelo tenía.
«Antes que del abismo yo me aparte,
maestro —dije cuando estuve en pie—,
por sacarme de error háblame un poco:
¿Dónde está el hielo?, ¿y cómo éste se encuentra
tan boca abajo, y en tan poco tiempo,
de noche a día el sol ha caminado?»
Y él me repuso: « Piensas todavía
que estás allí en el centro, en que agarré
el pelo del gusano que perfora
el mundo: allí estuviste en la bajada;
cuando yo me volví, cruzaste el punto
en que converge el peso de ambas partes:
y has alcanzado ya el otro hemisferio
que es contrario de aquel que la gran seca
recubre, en cuya cima consumido
fue el hombre que nació y vivió sin culpa;
tienes los pies sobre la breve esfera
que a la Judea forma la otra cara.
Aquí es mañana, cuando allí es de noche:
y aquél, que fue escalera con su pelo,
aún se encuentra plantado igual que antes.
Del cielo se arrojó por esta parte;
y la tierra que aquí antes se extendía,
por miedo a él, del mar hizo su velo,
y al hemisferio nuestro vino; y puede
que por huir dejara este vacío
eso que allí se ve, y arriba se alza.»
Un lugar hay de Belcebú alejado
tanto cuanto la cárcava se alarga,
que el sonido denota, y no la vista,
de un arroyuelo que hasta allí desciende
por el hueco de un risco, al que perfora
su curso retorcido y sin pendiente.
Mi guía y yo por esa oculta senda
fuimos para volver al claro mundo;
y sin preocupación de descansar,
subimos, él primero y yo después,
hasta que nos dejó mirar el cielo
un agujero, por el cual salimos
a contemplar de nuevo las estrellas.
Por surcar mejor agua alza las velas
ahora la navecilla de mi ingenio,
que un mar tan cruel detrás de sí abandona;
y cantaré de aquel segundo reino
donde el humano espíritu se purga
y de subir al cielo se hace digno.
Mas renazca la muerta poesía,
oh, santas musas, pues que vuestro soy; .
y Calíope un poco se levante,
mi canto acompañando con las voces
que a las urracas míseras tal golpe
dieron, que del perdón desesperaron.
Dulce color de un oriental zafiro,
que se expandía en el sereno aspecto
del aire, puro hasta la prima esfera,
reapareció a mi vista deleitoso,
en cuanto que salí del aire muerto,
que vista y pecho contristado había.
El astro bello que al amor invita
hacía sonreir todo el oriente,
y los Peces velados lo escoltaban.
Me volví a la derecha atentamente,
y vi en el otro polo cuatro estrellas
que sólo vieron las primeras gentes.
Parecía que el cielo se gozara
con sus luces: ¡Oh viudo septentrión,
ya que de su visión estás privado!
Cuando por fin dejé de contemplarlos
dirigiéndome un poco al otro polo,
por donde el Carro desapareciera,
vi junto a mí a un anciano solitario,
digno al verle de tanta reverencia,
que más no debe a un padre su criatura.
Larga la barba y blancos mechones
llevaba, semejante a sus cabellos,
que al pecho en dos mechones le caían.
Los rayos de las cuatro luces santas
llenaban tanto su rostro de luz,
que le veía como al Sol de frente.
¿Quién sois vosotros que del ciego río
habéis huido la prisión eterna?
—dijo moviendo sus honradas plumas.
¿Quién os condujo, o quién os alumbraba,
al salir de esa noche tan profunda,
que ennegrece los valles del infierno?
¿Se han quebrado las leyes del abismo?
¿o el designio del cielo se ha mudado
y venís, condenados, a mis grutas?»
Entonces mi maestro me empujó,
y con palabras, señales y manos
piernas y rostro me hizo reverentes.
Después le respondió: «Por mí no vengo.
Bajó del cielo una mujer rogando
que, acompañando a éste, le ayudara.
Mas como tu deseo es que te explique
más ampliamente nuestra condición,
no puede ser el mío el ocultarlo.
Éste no ha visto aún la última noche;
mas estuvo tan cerca en su locura,
que le quedaba ya muy poco tiempo.
Y a él, como te he dicho, fui enviado
para salvarle; y no había otra ruta
más que esta por la cual le estoy llevando.
Le he mostrado la gente condenada;
y ahora pretendo las almas mostrarle
que están purgando bajo tu mandato.
Es largo de contar cómo lo traje;
bajó del Alto virtud que me ayuda
a conducirlo a que te escuche y vea.
Dignate agradecer que haya venido:
busca la libertad, que es tan preciada,
cual sabe quien a cambio da la vida.
Lo sabes, pues por ella no fue amarga
en Utica tu muerte; allí dejaste
la veste que radiante será un día.
No hemos quebrado las eternas leyes,
pues éste vive y Minos no me ata;
soy de la zona de los castos ojos
de tu Marcia, que sigue suplicando
que la tengas por tuya, oh santo pecho:
en nombre de su amor, senos benigno.
Deja que andemos por tus siete reinos;
le mostraré nuestro agradecimiento,
si quieres que te nombre allí debajo.»
«Tan placentera Marcia fue a mis ojos
mientras que estuve allí —dijo él entonces—
que cuanto me pidió le concedía.
Ahora que vive tras el río amargo,
no puede ya moverme, por la ley
que cuando me sacaron fue dispuesta.
Mas si te manda una mujer del cielo,
como has dicho, lisonjas no precisas:
basta en su nombre pedir lo que quieras.
Puedes marchar, mas haz que éste se ciña
con un delgado junco y lave el rostro,
y que se limpie toda la inmundicia;
porque no es conveniente que cubierto
de niebla alguna, vaya hasta el primero
de los ministros ya del Paraíso.
En todo el derredor de aquella islita,
allí donde las olas la combaten,
crecen los juncos sobre el blanco limo:
ninguna planta que tuviera fronda
o que dura se hiciera, viviría,
pues no soportaría sus embates.
Luego no regreséis por este sitio;
el sol os mostrará, que surge ahora,
del monte la subida más sencilla.»
Él desapareció; y me levanté
sin hablar, acercándome a mi guía,
dirigiéndole entonces la mirada.
Él comenzó: «Sigue mis pasos, hijo:
volvamos hacia atrás, que esta llanura
va declinando hasta su último margen.»
Vencía el alba ya a la madrugada
que escapaba delante, y a lo lejos
divisé el tremolar de la marina.
Por la llanura sola caminábamos
como quien vuelve a la perdida senda,
y hasta encontrarla piensa que anda en vano.
Cuando llegamos ya donde el rocío
resiste al sol, por estar en un sitio
donde, a la sombra, poco se evapora,
ambas manos abiertas en la hierba
suavemente puso mi maestro:
y yo, que de su intento me di cuenta,
volví hacia él mi rostro enlagrimado;
y aquí me descubrió completamente
aquel color que me escondió el infierno.
Llegamos luego a la desierta playa,
que nadie ha visto navegar sus aguas,
que conserve experiencias del regreso.
Me ciñó como el otro había dicho:
¡oh maravilla! pues cuando él cortó
la humilde planta, volvió a nacer otra
de donde la arrancó, súbitamente.
Ya había el sol llegado al horizonte
que cubre con su cerco meridiano
Jerusalén en su más alto punto;
y la noche, que a él opuesta gira,
del Ganges se salía con aquellas
balanzas, que le caen cuando ha triunfado;
tal que la blanca y sonrosada cara,
donde yo estaba, de la bella Aurora
mientras crecía se tornaba de oro.
A la orilla del mar nos encontrábamos,
como aquel que pensara su camino,
que va en corazón y en cuerpo se queda.
Y entonces, cual del alba sorprendido,
por el denso vapor Marte enrojece
sobre el lecho del mar por el poniente,
tal se me apareció, y así aún la viera,
una luz que en el mar tan rauda iba,
que al suyo ningún vuelo se parece.
Y separando de ella unos instantes
los ojos, a mi guía preguntando,
la vi de nuevo más luciente y grande.
Apareció después a cada lado
un no sabía qué blanco, y debajo