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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (28 page)

—He colaborado con él en media docena de investigaciones, y siempre ha llegado hasta el fondo, llevando a juicio a los asesinos.

—Al juicio de Pendergast, querrás decir. Teniendo en cuenta su manera de reunir pruebas, dudo que Pendergast pudiera conseguir alguna condena. Igual no es coincidencia que los culpables se acaben muriendo antes del juicio.

D'Agosta no respondió. Se limitó a apartar el plato lleno. El desayuno no estaba saliendo como se esperaba. Se sentía cansado, desorientado.

Entonces Hayward hizo algo inesperado: levantar un brazo y cogerle la mano.

—Mira, Vinnie, yo lo que quiero no es ponértelo difícil. Lo que quiero es ayudarte.

—Ya lo sé, y te lo agradezco, en serio.

—Es que la última vez que colaboraste con Pendergast te faltó tan poco para perderlo todo… Ahora el jefe te vigila con microscopio. Yo ya sé la importancia que le das a tu carrera, y no quiero ver que te la juegas otra vez. Al menos, prométeme que no te dejarás arrastrar a otra de sus expediciones ilegales. Esta investigación la llevas tú. Al final serás tú el que suba a prestar declaración sobre lo que has hecho… y lo que no.

D'Agosta asintió con la cabeza.

—Vale.

Hayward le apretó la mano, sonriendo.

—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos? —preguntó él—. Entonces era yo el curtido veterano, el malo del teniente.

—Y yo la sargento novata, recién salida de la policía de tráfico.

—Exacto. Parece mentira que hayan pasado siete años. Se podría decir que entonces te cuidaba yo a ti. Te cubría por la espalda. Es curioso que se hayan invertido los papeles.

Hayward volvió a mirar la mesa. Se le ruborizaron un poco las mejillas.

—Pero ¿sabes qué te digo, Laura? Que en el fondo me gusta más así.

Les interrumpió una voz urgente, ansiosa, por detrás del hombro de Hayward. —¿Es él?

D'Agosta se fijó en la mesa de detrás. Una mujer flaca, con blusa blanca y traje negro, se había girado y le miraba fijamente, con un teléfono móvil contra la mejilla. Al principio no entendió a quién se lo decía: a él, a la persona con quien desayunaba, o a la que hablaba con ella por teléfono.

—¡Sí, sí que es él! ¡Le reconozco de las noticias de anoche! —La mujer dejó el móvil en el bolso y se levantó de la mesa para acercarse—. ¿Verdad que es el teniente que investiga a los zombis asesinos?

La camarera se acercó al oírlo.

—¿Ah, sí?

La mujer flaca se inclinó hacia D'Agosta, aferrándose tanto al borde de la mesa con sus uñas perfectas, que se le pusieron blancos los nudillos.

—¡Por favor, dígame que van a resolverlo pronto y que meterán en la cárcel a esa gente tan horrible!

La siguiente en acercarse fue una anciana que había sorprendido la conversación.

—Por favor, señor policía —imploró, mientras del cesto que abrazaba se asomaba un yorkshire terrier del tamaño de una rata—; llevo varios días sin dormir, y mis amigas igual. El ayuntamiento no está haciendo nada. ¡Tiene usted que pararlo!

D'Agosta las miró, enmudecido de sorpresa. Nunca le había pasado nada igual, ni siquiera en las investigaciones de perfil más público. Normalmente los neoyorquinos eran gente de mundo, hastiada, desdeñosa. En cambio aquellas mujeres… Sus miradas de miedo eran tan inequívocas como la urgencia de sus voces.

Sonrió a la mujer flaca, esperando que fuera una sonrisa tranquilizadora.

—Estamos haciendo todo lo posible, señora. Ya no tardaremos mucho. Se lo prometo.

—¡Pues espero que cumpla!

Las mujeres se alejaron, en animada conversación, unidas por una causa común.

D'Agosta volvió a mirar a Hayward, que no apartó la vista, tan desconcertada como él.

—Muy interesante —acabó diciendo—. Se está inflando la cosa muy deprisa, Vinnie. Ten cuidado.

—¿Nos vamos? —preguntó él, señalando la puerta.

—Vete tú, me parece que me acabaré el café.

Dejó un billete de veinte sobre la mesa.

—¿Nos vemos esta tarde en el anexo de pruebas?

Tras verla asentir con la cabeza, se giró y se abrió paso por la pequeña pina de caras nerviosas, lo más amablemente que pudo.

42

D'
Agosta le tenía verdadero horror al nuevo anexo de pruebas del sótano de la jefatura.

Tras el enésimo caso rechazado por la justicia a causa de un fallo en la cadena de pruebas, habían remozado las instalaciones, y todos los procesos vinculados a ella. Ahora entrar en el anexo era como acceder al interior de Fort Knox.

Le enseñó los papeles a una secretaria sentada detrás de un cristal antibalas. Luego, en la sala de espera (sin sillas, revistas ni nada, salvo un retrato del gobernador), compartió unos momentos de impaciencia con Hayward, Pendergast y Bertin, mientras les hacían el papeleo.

Un cuarto de hora después, toda eficacia, radio en mano, apareció una mujer con más arrugas que una momia, pero que destacaba por su vivacidad, y repartió identificaciones y guantes de algodón.

—Por aquí —dijo con voz clara y tensa—. Quédense juntos y no toquen nada.

La siguieron por un pasillo severo, fluorescente, donde se sucedían puertas de acero pintadas y numeradas. Tras una interminable caminata, la mujer se paró frente a una de ellas, deslizó una tarjeta en la ranura y marcó un código en el teclado de seguridad, con precisión de máquina. La puerta se entreabrió. Al otro lado había una sala con armarios de pruebas en tres de sus paredes, y una mesa de fórmica en el centro, bajo unas fuertes luces. Antes las pruebas habrían estado distribuidas por la mesa. Ahora lo que había eran fotos, junto a una lista de correspondencias. Hacía falta una solicitud específica para cada objeto. Ya no se podía curiosear.

—Pónganse detrás de la mesa —dijo enérgicamente la mujer.

Entraron en fila, obedeciendo: Hayward, Pendergast y el fastidioso Bertin. D'Agosta ya sentía emanar vibraciones de reproche de Hayward. Se había opuesto a la presencia de Bertin (mala impresión, muy mala, la del frac y el garrote bastón), pero las credenciales temporales del FBI eran correctas. El hombrecillo presentaba un aspecto desastrado, con la cara pálida y gotas de sudor en las sienes.

—Bueno —dijo la mujer al otro lado de la mesa—, ¿ya lo han hecho alguna vez?

D'Agosta no dijo nada. El resto murmuró: —No.

—Solo se puede pedir un juego de pruebas a la vez. La única que puede tocarlas soy yo, a menos que necesiten hacer un examen de proximidad, lo cual les aviso de que tiene que estar autorizado de antemano. Se pueden solicitar análisis por escrito. Este papel de aquí es la lista de todas las pruebas recogidas con la orden judicial, y el resto de las relacionadas con el caso.

Se habrán fijado en que hay fotos de todo. Bueno, vamos a ver. —Casi se le cuarteó la cara al sonreír—. ¿Qué quieren examinar?

—En primer lugar —dijo Pendergast—, ¿podría traer las pruebas que nos llevamos del nicho de Fearing?

Pasó cierto tiempo antes de que hiciera su aparición el minúsculo sarcófago de papel, con su falso esqueleto dentro.

—¿Qué más? —preguntó la mujer.

—Nos gustaría ver el baúl de la Ville y su contenido. —D'Agosta señaló—. Aquella foto.

La mujer recorrió la lista con sus uñas lacadas, hasta dar un golpecito sobre un número, girarse, ir a uno de los armarios de pruebas, abrir un cajón y extraer una bandeja.

—Es demasiado grande para mí.

D'Agosta dio un paso.

—Ya la ayudo.

—No.

La mujer llamó por su radio portátil. Pocos minutos después entró un individuo corpulento que la ayudó a dejar el baúl sobre la mesa, antes de apostarse en un rincón.

—Ábrala, por favor, y saque el contenido —dijo D'Agosta, que no había podido mirarla bien al llevársela de la Ville.

La mujer levantó la tapa con una lentitud exasperante, y distribuyó con excesiva precisión su contenido, envuelto en trozos de cuero.

—Desenvuélvalos, por favor —dijo D'Agosta.

Cada objeto fue desatado y desenvuelto como si fuese una pieza de museo. Apareció un juego de cuchillos, a cuál más extraño, exótico y turbador. Las hojas estaban laboriosamente curvadas, serradas y con muescas; los mangos, de hueso y madera, tenían incrustados volutas y dibujos de lo más peculiar. El último objeto en salir de su envoltorio no era un cuchillo, sino un grueso alambre retorcido y enroscado en el más estrambótico de los dibujos, con un mango de hueso en un extremo, y en el otro un gancho, con su borde exterior afilado como una navaja. Era idéntico al birlado por Pendergast.

—Cuchillos sacrificiales con
vévé
—dijo Bertin, retrocediendo un paso.

D'Agosta se giró, irritado.

—¿Bebé?

Bertin se tapó la boca y tosió;

—Los mangos —dijo con un hilo de voz— tienen
vévé,
los dibujos de los
loa.

—¿Y qué narices es un «loa»?

—Un demonio, o espíritu. Cada cuchillo representa a uno. Los dibujos circulares representan el baile interior, o
dansecimetiére,
de ese demonio en concreto. Cuando se sacrifican animales, u… otros seres vivos… a un
loa,
hay que usar el cuchillo de ese
loa.

—Chorradas vudú, en resumen —dijo D'Agosta.

El hombrecillo sacó un pañuelo y se dio unos toquecitos en las sienes, con la mano temblando.

—No,
vodou
no, obeah.

La pronunciación francesa de «vudú» por Bertin reavivó la irritación de D'Agosta.

—¿En qué se diferencian?

—Lo auténtico es el obeah.

—«Lo auténtico» —repitió D'Agosta.

Miró a Hayward, cuya expresión era impenetrable.

Pendergast sacó un estuche de cuero de un bolsillo de su traje, lo abrió y empezó a sacar cosas (un portapipetas pequeño, tubos de ensayo, pinzas, un alfiler y varias ampollas de reactivos con gotero), que procedió a dejar sobre la mesa.

—¿Qué es? —preguntó incisivamente Hayward.

—Análisis —fue la escueta respuesta.

—Aquí no se puede montar un laboratorio —dijo ella—. Ya ha oído a la señora: tiene que estar autorizado previamente.

Una mano blanca se introdujo en la americana negra y reapareció con un papelito. Hayward lo cogió, y puso mala cara al leerlo.

—Esto es muy irregular… —empezó a decir la mujer momificada.

Antes de que pudiera terminar, apareció otro papel, sostenido ante sus ojos. Lo cogió, lo leyó y no lo devolvió.

—Está bien —dijo—. ¿Por qué objeto quiere empezar?

Pendergast señaló el gancho de alambre, que formaba complejas volutas.

—Tendré que manipularlo.

Tras otro vistazo al papel, la mujer asintió con la cabeza.

Pendergast se puso una lupa en un ojo, cogió el gancho entre sus guantes, lo giró, examinándolo con atención, y lo dejó en la mesa. Después, manipulando el alfiler con una precaución exagerada, sacó unos trocitos del material incrustado cerca del mango y los metió en una probeta. Cogió un algodón, lo humedeció en una botella, lo deslizó por una parte del gancho y lo metió en otra probeta. Repitió el proceso con varios cuchillos, tanto en el mango como en la hoja, y cada algodón acabó en su propia y diminuta probeta. Por último usó un gotero para añadir reactivos a cada probeta. Solo cambió de color la primera.

Se irguió.

—Qué insólito.

El equipo, tan presto en hacer su aparición, lo fue igualmente en desaparecer en el estuche de cuero, que una vez doblado y cerrado con cremallera, fue guardado en el bolsillo del traje.

Pendergast se alisó la americana y cruzó las manos por delante. Era el centro de todas las miradas.

—¿Sí? —preguntó inocentemente.

—Señor Pendergast —dijo Hayward—, si no es demasiada molestia, ¿le importaría hacernos partícipes del fruto de sus esfuerzos?

—Lamento decir que no he obtenido buenos resultados.

—Qué lástima —dijo Hayward.

—¿Conoce usted a Wade Davis, el etnobotánico canadiense, y su libro de 1998
Passage of
Darkness: The Ethnobiology of the Haitian Xombie.

Hayward mantuvo su mirada hostil, muda y con los brazos cruzados.

—Un estudio de grandísimo interés —dijo Pendergast—. Lo recomiendo encarecidamente.

—Me acordaré de pedirlo por Amazon —dijo la capitana.

—En resumidas cuentas, la investigación de Davis demostró que es posible convertir a una persona viva en zombi mediante la aplicación de dos sustancias químicas especiales, por lo general a través de una herida. La
púmerafcoup depondré,
tiene como principal ingrediente la tetrodotoxina, la misma toxina que hay en el manjar japonés del fugu. En la segunda interviene un disociativo similar a la datura. Una combinación determinada de estas sustancias, aplicada en dosis que se acerquen a LD50, puede mantener durante varios días en estado de cuasi muerte a una persona, con movimiento, pero con las funciones cerebrales mínimas, y sin voluntad independiente. Vamos, que en teoría es posible usar determinados compuestos químicos para crear a un auténtico zombi.

—¿Y usted ha encontrado esos compuestos químicos? —preguntó Hayward con voz tensa.

—Ahí está la sorpresa, en que no los he encontrado, ni aquí ni en otros análisis independientes que realicé en la Ville. Debo confesar mi sorpresa, y mi decepción. Hayward se giró bruscamente.

—Traiga la siguiente tanda de pruebas, ya hemos perdido bastante el tiempo.

—Ahora bien —añadió Pendergast—, sí he averiguado que en este gancho hay sangre humana.

Nadie dijo nada.

D'Agosta gruñó y se giró hacia la momia de las pruebas. —Quiero un test de ADN del gancho. Que lo cotejen con las bases de datos, y que también busquen si hay tejidos humanos.

Bueno, de hecho quiero que se analicen todos estos instrumentos, por si hay sangre humana o animal. Cerciórese de que se busquen huellas dactilares en los mangos. Quiero un seguimiento de quién los ha manipulado. —Se volvió hacia Pendergast—. ¿Tiene alguna idea de para qué sirve este gancho tan raro?

—Confieso que estoy desconcertado. ¿Monsieur Bertin? Bertin se había ido poniendo cada vez más nervioso. Hizo señas a Pendergast, para hablar con él en privado.


Mon frére,
no puedo continuar —susurró con urgencia—. Estoy enfermo. ¡Enfermo, te digo!

Y todo por culpa de aquel
hungan,
Charriére. Su conjuro de muerte… ¿Tú todavía no lo notas? —Me encuentro bien.

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