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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (41 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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—¡Iiiiii! —chilló el zombi.

D'Agosta sintió inmediatamente un fuerte golpe en la cabeza. Ante sus ojos explotaron más estrellas. La cosa volvía a sujetarle el antebrazo, y se lo sacudía contra el suelo para que soltase el arma.

—¡Iiiiii! —volvió a chillar.

A pesar de su aturdimiento, D'Agosta estuvo seguro de haberle dado; a la vista estaban sus gritos y su agitación, pero aun así parecía más fuerte que nunca, con una furia inhumana. El zombi le pisoteó el antebrazo. D'Agosta oyó romperse un hueso. Sintió un dolor indescriptible justo encima de la muñeca, mientras la pistola salía disparada, y la cosa se le echaba otra vez encima. Ahora le rodeaba el cuello con las dos manos.

D'Agosta se retorcía y le daba golpes con el otro brazo para soltarse, pero estaba perdiendo muy deprisa la poca vitalidad que le quedaba.

—¡Pendergast! —dijo con voz estrangulada.

Los dedos de acero se cerraron aún más. D'Agosta saltaba y se contorsionaba, pero sin oxígeno era una lucha perdida. Se apoderó de él un extraño hormigueo, acompañado de un zumbido. Entonces tendió un brazo y buscó el cuchillo a tientas por el suelo, con los dedos crispados, pero lo que encontró fue un trozo grande de ladrillo. Lo apretó y se lo estampó al zombi en la cabeza, con todas sus fuerzas.

—¡Iiiiaaaaaa! —chilló la cosa de dolor, tambaleándose.

D'Agosta se llenó los pulmones, echó el ladrillo hacia atrás y dio otro golpe al ser, que se apartó de un salto, con otro grito estridente.

Tosiendo, con la respiración entrecortada, D'Agosta consiguió levantarse y corrió a oscuras sin saber adonde. Al cabo de un momento oyó correr al hombre cosa a sus espaldas, golpeando la viscosa piedra con los pies descalzos.

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esde su observatorio (un gran boquete en la tela metálica), Rich Plock observó con una satisfacción inquebrantable a la multitud que la cruzaba. Diez grupos iniciales, de unos doscientos cada uno; en total, dos mil personas, menos de lo esperado, pero de una temible determinación. Para criterios neoyorquinos no dejaba de ser una manifestación pequeña, pero con algo que la diferenciaba: la entrega de los manifestantes, gente de convicciones. Esta vez se habían quedado en casa los nerviosos y los pusilánimes, los que solo iban a curiosear y a tomar el sol (como Esteban). Mejor. Era un grupo expurgado, con las ideas claras, al que difícilmente arredrarían los obstáculos, o incluso la violencia; aunque de eso, violencia, poca podía haber, ya que la superioridad numérica de los manifestantes sobre los habitantes de la Ville debía de ser de diez a uno. Al principio quizá se resistieran, pero en poco tiempo se verían superados.

Daba gusto que hubiera funcionado todo tan bien, como un mecanismo de relojería. Habían tomado totalmente por sorpresa a la policía. Engañados por el grupo de manifestantes iniciales (planeado al milímetro para parecer lo más inofensivo posible), los polis se habían creído que sería una manifestación pequeña e intelectual, con mucho ruido y pocas nueces.

Luego, en pocos minutos, habían llegado los otros grupos, sigilosamente, a pie, desde varias direcciones, y tal como estaba planeado, se habían puesto en marcha todos a la vez, fundiéndose en un solo grupo que avanzaba decidido por los campos, hacia la Ville. La policía no había tenido tiempo de formar ninguna barricada; tampoco de arrestar a los cabecillas, modificar las posiciones de sus unidades de avanzada o pedir refuerzos; solo podían gritar inútilmente por los megáfonos, implorando orden, mientras un solo helicóptero daba vueltas por encima, difundiendo un aviso ininteligible. Plock oía sirenas y megáfonos a sus espaldas: era el último esfuerzo de la policía, con retraso y en la retaguardia, por impedir que convergiesen todos en la Ville.

Seguro que los refuerzos ya estaban de camino; con la policía de Nueva York no se jugaba, pero cuando llegasen, Plock y los suyos estarían dentro de la Ville, y ya les faltaría poco para cumplir su objetivo: expulsar a los asesinos, y tal vez encontrar a la mujer secuestrada, Nora Kelly.

Los últimos cruzaron la verja y se agruparon en el campo situado ante la entrada principal de la Ville, desplegándose como tropas de choque. Se separaron para dejar pasar a Plock, listo para la que sería su alocución final. La Ville se erguía silenciosa en el crepúsculo, lúgubre y monolítica, sin más señales de vida que algunas ventanas amarillas en lo alto de la iglesia. La puerta principal estaba cerrada y atrancada. Sería poca, sin embargo, la resistencia que ofreciese a la primera fila silenciosa de hombres con arietes, dispuestos a entrar en acción.

Plock levantó una mano. Lamente se calló.

—Queridos amigos… —No alzó mucho la voz. El resultado fue un silencio aún más profundo—. ¿A qué venimos? —Dejó pasar unos segundos—. Digámoslo bien claro. ¿A qué venimos?

Miró a su alrededor.

—Venimos a echar abajo esta puerta y expulsar a unos torturadores de animales, unos asesinos. Lo haremos mediante nuestra implacable condena moral, y por la fuerza del número.

No les dejaremos sitio. Soltaremos a los animales que hay en este antro.

El helicóptero de la policía les sobrevolaba en círculos, sin dejar de emitir su mensaje ininteligible. Plock no le hizo caso.

—Una cosa os digo, algo fundamental: no somos asesinos.

Conservaremos nuestra superioridad moral. Pero tampoco somos pacifistas, y si ellos deciden luchar, lucharemos. Nos defenderemos, sí, y defenderemos a los animales.

Respiró hondo. Sabía que no era un orador elocuente, pero tenía la fuerza de sus convicciones, y se daba cuenta de que los ánimos estaban encendidos.

Ya se acercaba la policía por el camino, pero eran ridículamente pocos en comparación con ellos, y Plock no les prestó atención. Estaría dentro de la Ville antes de que tuvieran tiempo de reagruparse.

—¿Estamos listos? —exclamó. —¡Listos! —fue la respuesta. Señaló. —¡Adelante!

La multitud se abalanzó rugiendo contra la puerta principal de la Ville, que parecía reparada y reforzada hacía poco tiempo. Encabezaban el grupo los dos hombres de los arietes, que corrieron hasta hacerlos chocar consecutivamente. Los tablones temblaron y se partieron.

El boquete quedó abierto en menos de un minuto. La multitud se apresuró a quitar los restos, y Plock se sumó a la masa humana que se derramaba por un oscuro callejón, estrecho y bordeado de edificios torcidos de madera. Estaba más vacío de lo normal. No se veía ningún habitante. El clamor del gentío era como un grito animal, amplificado por la estrechez de la Ville. Corrieron por la esquina del fondo, y se encontraron con la antigua iglesia.

Fue un momento de vacilación. La iglesia intimidaba; parecía una construcción medieval, de una singularidad digna del Bosco, inclinada, cubierta a medias de madera, con contrafuertes de aspecto rudimentario que se proyectaban en el aire antes de clavarse en el suelo, erizados y colosales. La entrada estaba delante: otra doble puerta de madera, con tiras y remaches de metal.

La vacilación duró muy poco. Cuando se elevó otra vez el clamor, era más fuerte que antes.

Los hombres de los arietes se adelantaron otra vez para ponerse a ambos lados de las puertas reforzadas, marcando un ritmo alterno y asincrónico con ellos: pum ¡pum! pum ¡pum! pum ¡pum! Un fortísimo crujido anunció la rotura del antiguo roble, pero no el final de los golpes.

Era una puerta mucho más resistente que la anterior, aunque al final se vino abajo con estruendo, a la vez que se oían saltar los remaches y las tiras. Primero las hojas se hundieron hacia dentro. Luego se cayeron por su propio peso, con un estrépito descomunal.

Había dos hombres en la oscuridad, cerrando el paso. Uno era alto y llamativo, con una larga capa marrón, la capucha hacia atrás, cejas pobladas y unos pómulos tan grandes que casi escondían dos ojos negros; la luna, que acababa de salir, hacía brillar su blanca piel; su nariz era como una hoja de cuchillo, curva y afilada. El otro hombre, de menor estatura y aspecto más vulgar, llevaba una túnica ceremonial con adornos de fantasía. Saltaba a la vista que era algún tipo de religioso. Miraba fijamente a los invasores, con un brillo malévolo en los ojos.

La fuerza innata del más alto aquietó enseguida a la multitud.

—No sigan adelante —dijo, levantando una mano.

Hablaba en voz baja y fúnebre, con un ligero acento que Plock no reconoció; una voz, sin embargo, que transmitía un gran poder.

Plock se abrió camino hasta plantarle cara.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Bossong, y estoy al frente de la comunidad que están ustedes profanando con su presencia.

Plock se irguió, muy consciente de que su adversario era el doble de alto y la mitad de ancho que él. Aun así, era tal su convicción que hizo crepitar su voz.

—Sí que seguiremos adelante, y usted se apartará. No tiene ningún derecho a estar aquí, viviseccionador.

Los dos hombres se quedaron muy quietos. Plock se llevó una sorpresa al vislumbrar a un centenar de personas en la penumbra roja de detrás.

—No hacemos daño a nadie —añadió Bossong—. Solo queremos que se nos deje en paz.

—¿Que no hacen daño? Entonces, ¿qué es rebanarle el pescuezo a animales inocentes?

—Eso son sacrificios sagrados, un puntal de nuestra religión…

—¡Venga ya! ¿Y la mujer que han secuestrado? ¿Dónde está? ¿Y los animales? ¿Dónde los guardan? ¡Dígamelo!

—Yo no sé nada de ninguna mujer.

—¡Mentiroso!

De repente el sacerdote levantó un sonajero en una mano, y un penacho de plumas muy extraño en la otra, y su voz tembló al entonar con fuerza un cántico en otro idioma, como si estuviera echando una maldición sobre la fuerza invasora.

Plock le dio un golpe en la mano, quitándole las plumas.

—¡Apárteme esta porquería de la cara! ¡O nos dejan pasar, o les atropellamos!

El hombre le escrutó sin decir nada. Plock dio un paso, como si quisiera pasar por encima de él. Detrás, la multitud reaccionó con un rugido y se puso en movimiento, haciendo que Plock chocara sin querer con el sacerdote, el cual quedó rápidamente tendido por el suelo, mientras la multitud le rodeaba para entrar en la iglesia oscura, apartando a Bossong sin la menor contemplación. Dentro, los congregantes, vacilando al ver a su sacerdote en el suelo, gritaron de miedo, rabia e indignación por la violación de su santuario.

—¡Los animales! —exclamó Plock—. ¡Buscad a los animales!

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P
endergast tenía la ropa hecha jirones, manchada de sangre, y todavía le zumbaban los oídos por el ataque. Consiguió recuperar cierto equilibrio y se levantó. Su encuentro con el hombre bestia le había dejado unos minutos inconsciente, hasta volver en sí en la oscuridad. Metió una mano en la americana, sacó una linterna LED muy pequeña que llevaba para casos de emergencia y la encendió. Buscó su pistola por el suelo húmedo, despacio y metódicamente, pero no la encontró. Reconoció algunas señales de pelea, con huellas que se alejaban: las de D'Agosta, evidentemente, perseguido por el hombre descalzo y pintarrajeado.

Apagó la linterna y reflexionó en la oscuridad. Tras un cálculo rápido, tomó una decisión no menos rápida. Los cuidadores de aquel zombi le habían grabado un objetivo terrible y criminal. Suelto, representaba una grave amenaza para ambos. Aun así, confiaba en D'Agosta, con una confianza rayana en la fe. Si había alguien capaz de cuidarse, era el teniente.

En cambio Nora… Nora aún esperaba que la rescatasen.

Volvió a encender la linterna para examinar la siguiente sala. Era una auténtica necrópolis de ataúdes de madera, dispuestos sobre hileras de pedestales de piedra, a veces de dos en dos, o de tres en tres. Muchos estaban rotos, y vertían su contenido por el suelo. Era como si gran parte de los espacios subterráneos de la Ville, originalmente construidos para algún otro fin, hubieran sido convertidos en depósitos de muertos.

Al girarse para reemprender la búsqueda de Nora, se fijó en algo justo al principio de la sala, una tumba diferente que le llamó la atención. Se acercó para examinarla más de cerca. Luego tomó una decisión y la tocó.

Era un ataúd con gruesas paredes de plomo. En vez de estar apoyado en un pedestal, como los otros, estaba empotrado en el suelo de piedra, del que solo sobresalía la parte de encima. Lo que le llamó la atención fue que la tapa estaba entreabierta, y que se notaba que habían saqueado el interior. Muy recientemente.

Lo examinó con más atención. Antiguamente, el plomo había estado reservado para enterrar a las personas importantes, debido a sus virtudes de conservación. Moviendo la linterna por encima, vio lo bien cerrado que había estado el ataúd, con la tapa de plomo cuidadosamente soldada al borde; también vio que alguien había reventado la selladura de un hachazo para levantar la tapa, dejando un orificio irregular. La intervención no solo era reciente, sino muy apresurada; las marcas en el metal blando se veían brillantes, sin indicios de haberse empezado a borrar u oxidar.

Miró el interior. El cadáver (momificado por lo hermético del recipiente) había sido manipulado sin la menor delicadeza para arrancarle algo de las manos retorcidas, dejando rotos y dispersos los dedos osificados, y un brazo fuera de su polvorienta articulación.

Metió una mano y palpó el polvo de cadáver, para ver lo seco que estaba. Había pasado tan poco tiempo, que ni siquiera el aire húmedo del sótano había conseguido impregnar el interior del ataúd. No podía haber pasado más de media hora desde el saqueo.

¿Coincidencia? De ninguna manera.

Se fijó en el cadáver. Era el cuerpo de un anciano de barba poblada y largo pelo blanco, en un estado de conservación excepcional. Tenía dos guineas de oro en los ojos. La cara estaba arrugada como una manzana vieja, con los labios retirados de la dentadura por la desecación, y la piel del color del mejor marfil antiguo. La ropa, sencilla y de estilo cuáquero (levita austera, camisa, chaleco marrón y bombachos claros), estaba desgarrada a la altura del pecho y descompuesta por el saqueador, que lo había dejado todo lleno de botones y trozos de tela, consecuencia, a lo que parecía, de un frenético registro. En el estropeado pecho del cadáver, Pendergast vio marcas en la tela, debidas a la presión de un recipiente pequeño y rectangular: una caja.

Sumándole los dedos rotos, se obtenía una historia. El saqueador había arrancado una caja de los dedos polvorientos del cadáver.

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