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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (32 page)

D'Agosta se aplacó ligeramente. Parecía que Wartek empezaba a ponerse las pilas, o como mínimo se daba cuenta de la situación. Apretaba la boca más que nunca, que ya era decir, y le temblaba un poco el buche, enrojecido por el afeitado. Presentaba el aspecto de alguien a quien acababan de dar un rapapolvo de primera.

—Y bien, ¿qué piensa hacer?

El administrador asintió con un gesto rápido de pájaro, y cogió un papel de su escritorio.

—Hemos consultado a nuestros abogados, hemos buscado precedentes y hemos discutido el tema con las máximas autoridades en materia de vivienda. La conclusión a la que hemos llegado es que en este caso no rige el derecho de prescripción adquisitiva, ya que podría estar en juego el bien público. Otro aspecto que… refuerza nuestra postura es la constancia documental de que hace ciento cuarenta años el ayuntamiento ya protestó contra esta ocupación de suelo público.

D'Agosta se hundió un poco más en el sofá. Parecía que la llamada del alcalde les había espabilado un poco.

—Me alegro.

—Sobre el momento exacto en que empezó la ocupación no hay nada claro en los archivos.

Por lo que sabemos, fue poco después de que estallase la guerra de Secesión. De ser así, la primera queja del ayuntamiento se encuadraría perfectamente en la legalidad.

—¿O sea, que no hay ningún problema? ¿Van a echarles?

Los circunloquios jurídicos de aquel individuo no parecían muy de fiar.

—Rotundamente sí. Y todavía no le he comentado nuestra postura jurídica de último recurso: aunque hubiesen obtenido algún tipo de derecho por la propiedad, seguiríamos pudiendo adquirirlo por dominio eminente. La causa pública tiene prioridad sobre las necesidades personales.

—¿La qué?

—La causa pública. El bien común.

—Entonces, ¿cómo queda el calendario?

—¿El calendario?

—Sí. ¿Cuándo se irán?

Wartek cambió de postura, incómodo.

—Hemos quedado en someter el tema a la consideración de nuestros abogados, para la redacción de un procedimiento jurídico de desalojo expeditivo.

—¿O sea?

—Sumando los preparativos legales y la investigación jurídica, y luego el juicio con su apelación (porque doy por supuesto que apelarán), calculo que puede estar todo acabado en unos tres años.

La habitación permaneció un buen rato en silencio.

—¿Tres años?

—Dándonos prisa, dos.

Wartek sonrió nerviosamente.

D'Agosta se levantó. Era increíble. Un chiste.

—Señor Wartek, no disponemos ni de tres semanas.

El hombrecillo se encogió de hombros.

—Todo tiene que ajustarse a derecho. Ya le he dicho al alcalde que el mantenimiento del orden público compete a la policía, no a la autoridad sobre vivienda. En Nueva York, desahuciar a alguien es un procedimiento jurídico difícil y caro. Con razón.

D'Agosta sentía palpitar sus sienes de rabia, y cómo se tensaban sus músculos. Hizo el esfuerzo de controlar su respiración. Estaba a punto de decir «tendrá noticias mías», pero al final desistió. No tenía sentido amenazar a nadie. Lo único que hizo fue girarse y salir.

Mientras salía del despacho, la voz de Walker resonó en el pasillo.

—Teniente, mañana haremos una rueda de prensa para anunciar nuestra acción contra la Ville. Tal vez calme un poco los ánimos.

—No sé por qué —gruñó D'Agosta—, pero lo dudo.

47

L
aura Hayward se miraba en el espejo del lavabo de señoras del piso treinta y dos de jefatura. Tenía delante un rostro grave, inteligente. Su traje estaba inmaculado. Ni uno solo de sus cabellos, de color azabache, se salía de su sitio.

Con la excepción del año de excedencia para acabar el máster en la Universidad de Nueva York, había sido policía durante toda su carrera: primero en tráfico, y luego en el Departamento de Policía de Nueva York. A sus treinta y siete años seguía siendo el capitán más joven (y la única mujer capitán) de todo el cuerpo. Sabía que se hablaba de ella a sus espaldas. Algunos la llamaban lameculos, y otros decían que su rápido ascenso se debía justamente a ser mujer, como estandarte del progresismo del que blasonaba el cuerpo. Ya hacía tiempo que había dejado de importarle lo que dijesen de ella. En realidad, tampoco le importaba mucho el rango. Sencillamente le encantaba su trabajo.

Apartó la vista del espejo para consultar su reloj. Las doce menos cinco. Rocker, el jefe de policía, la había citado a mediodía.

Sonrió. La vida era un rosario de putadas, pero también tenía sus momentos, y aquel prometía ser uno de ellos.

Abandonó el lavabo de señoras y salió al pasillo. Por muy cierto que fuera su desinterés por los ascensos, aquello era otra cosa. El equipo especial que estaba montando el alcalde era algo serio, no el típico humo vendido a los medios de comunicación.

Hacía años que se echaba en falta más confianza y colaboración de alto nivel entre la oficina del jefe de policía y la del alcalde, y le habían asegurado desde las más altas instancias que eso lo cambiaría el equipo especial. Podía significar muchísima menos burocracia, una oportunidad de mejorar drásticamente la eficacia del cuerpo. Por descontado que también significaría un empujón enorme a su carrera (la vía rápida para llegar a subinspectora), pero lo importante no era eso; lo importante era la oportunidad de cambiar las cosas.

Cruzó la doble puerta de cristal de las oficinas del jefe de policía, y se anunció a la secretaria. Apareció casi enseguida un ayudante, que la acompañó al sanctasanctórum interno del jefe, a través de despachos y salas de reuniones. Rocker estaba sentado detrás de su escritorio de caoba, firmando informes. Se le veía exhausto, como siempre, con ojeras aún más pronunciadas que de costumbre.

—Hola, Laura —dijo—. Siéntese.

Hayward se sentó en una de las sillas de delante de la mesa, sorprendida. Rocker, que era muy puntilloso en cuanto a protocolo y formas, casi nunca llamaba a nadie por su nombre de pila.

Rocker alzó la vista. Su expresión la puso inmediatamente en guardia.

—Como no hay manera fácil de decirlo, iré directamente al grano. No voy a nombrarla para el equipo especial.

Al principio pensó que no lo había oído bien. Abrió la boca, pero no salió ningún sonido.

Le dolió tragar saliva. Respiró profundamente.

—Yo… —articuló, antes de enmudecer; se sentía confusa, anonadada, incapaz de construir frases coherentes.

—Lo siento mucho —dijo Rocker—. Ya sé cuánta ilusión le hacía esta oportunidad.

Hayward volvió a respirar hondo. Sentía brotar un extraño calor en sus brazos y piernas. No se había dado cuenta de la importancia que daba al nombramiento hasta que se le había ido inesperadamente de las manos.

—¿A quién nombrará en mi lugar? —preguntó.

Rocker apartó un poco la vista antes de contestar. Parecía avergonzado, cosa rara en él. —A Sánchez. —Sánchez es bueno. Era como estar en un sueño, y que sus palabras las dijera otra persona.

Rocker asintió con la cabeza.

Hayward se dio cuenta de que le dolían las manos. Al bajar la vista, vio que se aferraba a los brazos de la silla con todas sus fuerzas. Hizo un esfuerzo para relajarse y mantener la compostura (con escaso éxito).

—¿Es por algo que haya hecho mal? —dijo de sopetón.

—No, no, claro que no. De eso nada.

—¿Le he fallado de alguna manera? ¿Me he quedado corta?

—Ha sido una policía ejemplar, y estoy orgulloso de tenerla en el cuerpo.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por inexperiencia?

—Considero que su máster en sociología es idóneo para el equipo especial. Lo que ocurre es que… pues que este tipo de nombramientos son políticos al cien por cien, y resulta que Sánchez tiene más antigüedad.

Hayward no contestó enseguida. No tenía conciencia de que la antigüedad fuese un factor.

De hecho, pensaba que era el único nombramiento que se salvaba de aquellas chorradas.

Rocker se movió un poco en la silla.

—No quiero que tenga la sensación de que es consecuencia de su trabajo.

—Pero seguro que era consciente de nuestras antigüedades respectivas antes de darme esperanzas… —dijo Hayward en voz baja.

Rocker enseñó las palmas de las manos.

—La verdad es que las fórmulas de antigüedad pueden llegar a ser bastante oscuras. Me equivoqué, y lo siento.

Hayward no dijo nada.

—Ya habrá otras oportunidades, sobre todo para un capitán de su calibre. Tranquila, me encargaré de que su esfuerzo y su entrega sean recompensados.

—La virtud es su propia recompensa… Es lo que dicen, ¿no?

Hayward se levantó, y al ver en la expresión de Rocker que estaba todo dicho, fue hacia la puerta sin que la sostuvieran del todo las piernas.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, ya estaba recuperada. En el amplio pasillo resonaba el ajetreo de la hora de comer. Una vez cruzado el control de seguridad, Hayward se abrió camino hasta la escalinata por las puertas giratorias. No tenía pensado adonde ir. Solo necesitaba caminar. Caminar sin pensar.

Alguien chocó con ella, sacándola de su ensimismamiento. Levantó enseguida la vista. Era un hombre; delgado, de aspecto juvenil, con marcas de acné en las mejillas.

—Perdone. —Se paró y se irguió—. ¿La capitana Hayward?

Ella frunció el entrecejo.

—Sí.

—¡Qué coincidencia!

Se fijó más en él. Sus ojos, oscuros y fríos, desdecían su sonrisa. Tras un rápido cotejo mental (con conocidos, colegas y delincuentes), se convenció de que no le conocía.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Me llamo Kline, Lucas Kline.

—¿A qué coincidencia se refiere?

—Pues a que voy al mismo sitio de donde viene usted.

—¿Ah, sí? ¿Qué sitio, si puede saberse?

—El despacho del jefe de policía. Es que me quiere dar las gracias en persona.

Y antes de que la capitana pudiera decir nada, Kline metió una mano en el bolsillo, sacó un sobre, extrajo la carta que contenía y se la enseñó, abierta.

Ella quiso cogerla, pero Kline la mantuvo fuera de su alcance.

—No se toca.

Hayward volvió a mirarle, entornando los ojos. Después se fijó en la carta. Era de Rocker, efectivamente, con membrete oficial y fecha del día antes; agradecía a Kline (como presidente de Digital Veracity) el donativo de cinco millones de dólares al Fondo Dyson que acababa de anunciar. El fondo, sagrado para las bases de la policía de Nueva York, llevaba el nombre de Gregg Dyson, un policía secreto asesinado diez años antes por unos traficantes de drogas. Su creación respondía al objetivo de prestar ayuda económica y emocional a las familias de los policías de Nueva York muertos en acto de servicio.

Volvió a mirar a Kline. Del edificio salía una marea humana que pasaba por su lado. La sonrisa de Kline se mantenía incólume.

—Me alegro mucho por usted —dijo Hayward—, pero ¿qué tiene que ver conmigo?

—Todo.

Sacudió la cabeza.

—No le entiendo.

—Ya lo entenderá, que para algo es una poli lista. —Kline se volvió hacia las puertas giratorias, pero antes de cruzarlas se paró y miró hacia atrás—. Aunque le puedo dar una buena pista.

Hayward esperó.

—Pregúnteselo a su novio, Vinnie.

Al girarse de nuevo, Kline ya no sonreía.

48

N
ora Kelly abrió los ojos. Al principio no entendía dónde estaba, pero se acordó de golpe: olor de alcohol para friegas y comida mala, pitidos y murmullos, sirenas a lo lejos… El hospital. Todavía.

Siguió acostada, con dolor de cabeza. El gotero, colgado en su percha al lado de la cama, oscilaba bajo la intensa luz de la luna, chirriando como un letrero oxidado al viento. ¿Lo había hecho moverse ella? Tal vez el choque de una enfermera, que acabara de pasar a comprobar su estado y administrarle más tranquilizantes, de los que Nora insistía en que no necesitaba…

A menos que hubiese entrado el policía apostado en la puerta por D'Agosta.

La botella de suero se balanceaba y chirriaba sin parar.

Poco a poco empezó a sentirse extrañamente ajena a todo. El cansancio era mayor de lo que pensaba. También podían ser efectos secundarios de la segunda conmoción cerebral.

La conmoción… Mejor no pensar en ella, porque sería recordar su causa: el piso a oscuras, la ventana abierta y…

Sacudió la cabeza, suavemente; luego apretó los párpados y empezó a respirar en profundidad, para limpiarse por dentro. Al recuperar la calma, abrió los ojos y miró a su alrededor. Estaba en la misma habitación doble que en los últimos tres días, en la cama más próxima a la ventana. Estaba cerrada la persiana, y corrida la cortina de la cama más cercana a la puerta.

Se giró para fijarse en la cortina. Veía la silueta del paciente que dormía dentro, dibujada en el resplandor que se filtraba del lavabo. Pero ¿era realmente una silueta humana? Al quedarse dormida, ¿no estaba vacía la cama de al lado? En las tres noches que llevaba allá (solo para observación, como no se cansaban de decir los médicos, prometiéndole el alta para el día siguiente), siempre había estado vacía aquella cama.

Empezó a apoderarse de ella una horrible sensación de
deja vu.
Aguzando el oído, distinguió a duras penas la respiración, un tenue, irregular suspiro. Volvió a mirar a su alrededor. Veía rara toda la habitación, sin los ángulos correctos; la tele apagada de encima de la cama tenía las líneas torcidas de una película expresionista alemana.

«Será que aún duermo —pensó—. Solo es un sueño.» Tenía la impresión de estar sumida en el sopor de un paisaje onírico, que la envolvía en su abrazo vaporoso.

La silueta salió de su inmovilidad. Se oyó un suspiro. Un vago ruido de mucosidades.

Después se levantó despacio un brazo, cuyo contorno se imprimió en la cortina. Nora se aferró a la sábana con un escalofrío de terror, intentando apartarse, pero se sentía tan débil…

La cortina se descorrió con pavorosa lentitud, mientras las anillas de metal chirriaban un poco contra el frío acero de la barra. Paralizada de miedo, Nora vio surgir la oscura silueta de una persona, primero en la penumbra… y después a la luz de la luna…

Bill.

La misma cara abotargada, el mismo pelo apelmazado, los mismos ojos amoratados y abolsados, los mismos labios grises… La misma sangre seca, tierra, putrefacción. Nora no podía moverse. No podía gritar. Solo podía quedarse tumbada, asistiendo con los ojos muy abiertos a la pesadilla que pondría fin a todas sus pesadillas.

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