Todavía latía, y bombeaba sangre enloquecido. La mano apretó y el músculo se convirtió en un mero amasijo sanguinolento. Al capitán se le desorbitaron los ojos y cayó desplomado sobre la cubierta; la mano muerta seguía agitándose con vida propia.
Larissa miraba, enferma y horrorizada, con la mente anestesiada por un instante. En algún tiempo había querido a Dumont como a un padre y, a pesar de la traición, aún se preocupaba por él.
—Tío —musitó.
—Entrometido —masculló Lond, furioso—. Ahora, mata-blanca, te toca a ti.
Los ojos de Larissa ardían de furor, pero esta vez estaba preparada para enfrentarse al nigromante. Los pocos segundos que había gastado en enraizarse le habían sugerido una idea. Presionó los pies contra el suelo y envió un mensaje a la vida que aún pudiera latir en los maderos. La orden estremeció las placas de madera hasta llegar al grifo mitológico que adornaba la cabina del piloto.
Los ojos del animal brillaron como gemas, y sus alas de pan de oro se abrieron. Con un crujido como de un mástil que se rompe en la tormenta, la talla rediviva rompió su prisión y se quedó en suspenso una fracción de segundo; después, con la resolución de un águila que se lanza sobre la presa, se lanzó en picado hacia Lond.
Pero el hechicero ya se había puesto en guardia. Cuando la bestia de madera se cernía sobre él, con el pico abierto y las garras preparadas, Lond lanzó un conjuro. El grifo chocó contra el muro invisible que se acababa de formar y estalló con un crujido espantoso. Cayó al suelo detrás de Lond convertido en astillas.
Larissa probó el sabor de la amarga derrota. Había gastado grandes reservas de energía esa noche, y el grifo la había dejado prácticamente exhausta. Lond se giró despacio para encararse a ella. Larissa resollaba, sin fuerzas ni para ponerse en pie, mientras aguardaba desafiante el golpe de gracia con la cara irradiando odio.
Sin embargo, Lond no hizo nada; se limitó a mirarla con ojo crítico, y ni siquiera se movió cuando Larissa, vacilante, se levantó para enfrentarse a él.
—¿De verdad creías que me detendrías con un juguete de madera? —preguntó—. La magia de las frutas y las flores no es nada, nada en absoluto; sólo ofrece lo que se pueda conseguir sin salirse de las reglas. Únicamente cuando se es capaz de establecer leyes propias, el poder llega a ser ilimitado. —Avanzó hacia ella, y la muchacha retrocedió con una mano extendida en busca del apoyo de la barandilla—. Reconozco que has aprendido mucho —prosiguió zalamero—. No me extraña que la Doncella deseara con tanto empeño ganarte para sus filas; pero ya ves cuan fácilmente se agota la magia de las frutas y las flores. Sangre y huesos: ahí reside el poder verdadero, y puedo enseñártelo, Larissa Bucles de Nieve. Podría ser tu guía a través del sendero.
Larissa no apartaba los ojos del enemigo, pero, para sus adentros, calculaba el tiempo que tardaría en llegar a la cabina del piloto y salir al exterior desde allí. Si lograra escapar por el otro lado…
—¿Por qué hacer que algo reverdezca cuando se puede doblegar a la propia voluntad? ¿Por qué favorecer la vida si la muerte es mucho más previsible y manejable? ¿Por qué ser como los
feux follets
cuando lo que la gente teme y respeta son los fuegos fatuos?
Tiró de las largas mangas hasta rasgar la tela negra, y un cuchillo largo y afilado apareció en su mano; lo apoyó sobre su antebrazo y cortó. La luna menguante salió de una nube, y Larissa percibió el brazo con detalle.
Tenía el tamaño y la forma de un brazo humano normal, pero una increíble red de cicatrices lo hacía aterrador. La magia de la sangre se compraba, no era concedida, y Lond había comprado la ciencia negra con su propio fluido rojo. Se había abierto la carne una y otra vez, y en el brazo no le quedaba el más mínimo espacio sin tejido cicatrizado. La luz lunar restalló sobre la piel brillante e irregular.
La sangre goteaba sobre la cubierta con un silbido ominoso. Unas manos como zarpas desgarraron la capa negra. El mago llevaba una túnica bajo el manto en que se envolvía, y no había un solo fragmento de piel sana. Lo más horrendo de todo era el rostro. Había negociado con casi todo el tejido de las mejillas en sus diabólicas permutas, y el hueso blanco se vislumbraba entre los músculos como una cabeza de muerto a punto de emerger. Al parecer, sólo los ojos se habían librado de la cuchilla, y brillaban perversos y fríos en medio de los relieves de los cortes.
La luna arrancaba destellos negros al charco de sangre, que se escurría en dirección a Larissa.
«Ahora», pensó la bailarina; alcanzó las escaleras de la cabina del piloto de una carrera y desde allí saltó con agilidad al techo del barco. Recorrió la lisa superficie y, cuando estaba a punto de dejarse caer por el extremo opuesto, se encontró cara a cara con un muerto viviente que trepaba hacia ella.
Era Dumont, que la miraba fijamente con ojos vacíos; la mano muerta, cubierta de sangre, le atenazó el tobillo. Larissa sofocó un grito, se soltó con un tirón y descendió un poco más, en el preciso momento en que un lacerto no muerto alcanzó el techo con paso lento y seguro.
Larissa miró desesperada a su alrededor. La estaban rodeando desde todos los ángulos y, mientras miraba, Lond compareció también, como alzado con delicadeza por una mano invisible; aterrizó con una calma que ponía en evidencia el pánico de Larissa.
De pronto, el terror la abandonó. Estaba entre la espada y la pared, y no había lugar para el miedo. Se enderezó y miró a Lond con frialdad.
—Conozco tu sendero, Alondrin,
el Renegado
—pronunció con gélidas inflexiones mientras los muertos vivientes se acercaban sin remedio—. No me asustan tus secuaces. He comido a la mesa del señor de los muertos, he sido recibida con honor en la
Maison de la Détresse y
estoy aquí como emisaria de Antón Misroi, a quien creo que conoces perfectamente. ¿Crees que me habría permitido asumir el poder que ahora me pertenece? —Rió, y en las carcajadas no había nota alguna de alegría. Con una elegancia estudiada, levantó los brazos y se reafirmó sobre los pies—. Misroi ha sido mi maestro, y me enseñó la danza de los muertos. Permíteme que te lo muestre.
Blandió la fusta de montar que le había dado Misroi y se golpeó con fuerza la mano izquierda. El latigazo escocía muchísimo y comenzó a sangrar, pero la joven hizo caso omiso de ello.
La fusta se alargó, se retorció y se transformó en la serpiente con la que ya había trabajado en el pantano; pero en esos momentos no la amedrentó en absoluto. Se había sobrepuesto a ese miedo concreto y era dueña absoluta de su magia. Era una mata-blanca, una bailarina, y, si se acobardaba en su misión, todo se perdería.
Sin la menor vacilación, se enrolló la serpiente en los hombros y en el cuello. La criatura se deslizó enseguida hacia sus brazos y su tacto frío, seco y suave le resultó estimulante; sintió que una seguridad desconocida se apoderaba de ella.
Después, la serpiente la envolvió como un manto vivo, y la joven comenzó a bailar. Sin asomo de duda, renunció a toda la ciencia que había aprendido bajo la tutela de la Doncella y se zambulló en la terrorífica danza de los muertos.
Fando se distrajo un momento cuando el grifo del mascarón cobró vida con un crujido y levantó el vuelo; pero no pudo dedicarle mayor atención porque estaba combatiendo contra Yelusa, la primera muerta viviente no humana de Lond.
Yelusa luchaba con una espada que a Fando le parecía mucho más pesada que la propia muchacha lechuza, y la blandía con escasa pericia aunque con fuerza. El joven esquivó un mandoble, pero el impacto le dio en el brazo y le causó gran dolor. Yelusa tenía una clara ventaja sobre el
feu follet
: ella podía pelear eternamente, mientras que Fando ya comenzaba a sentir síntomas de cansancio.
Ante su propio asombro, la decapitó cuando ella se detuvo a preparar una estocada que nunca llegaría a descargar. Sin aliento, Fando se atrevió a echar un vistazo alrededor. Todos los muertos vivientes habían dejado de luchar, y todos a una se volvieron hacia la escalera del piso superior.
Sardan llegó junto a él al instante, con una expresión de horror que nada tenía en común con su habitual sonrisa despreocupada y ligeramente aburrida. Fando tuvo la impresión de que el atractivo tenor rubio nunca volvería a ser el mismo.
—¿Qué sucede? —preguntó sin resuello, enjugándose el sudor de la frente con la ensangrentada mano.
—No lo sé —repuso Fando—, pero no me gusta. ¿Por qué motivo detendría Lond a todos sus…? ¡Larissa!
—¿Está aquí? —preguntó Sardan, blanco como la cal—. ¿Y le has permitido combatir? Pero Larissa no sabe…
—Sardan, Larissa es quien nos dirige, y está ahí arriba, lo sé. ¡Vamos!
Fando subió la escalera a una velocidad insospechada para su cuerpo humano, poseído por un miedo terrible. Por muy poderosa que fuera, Larissa no podría enfrentarse sola a Lond y al grueso de su ejército de muertos vivientes. No sabía qué podría hacer para salvarla, puesto que sus poderes mágicos eran puramente defensivos, pero tenía que intentarlo.
Llegó al techo con los pulmones a punto de reventar, y Sardan tras él, pero la multitud de muertos vivientes le impedía ver lo que sucedía. Oyó la voz de Larissa en el sofocante aire nocturno.
—Misroi ha sido mi maestro y me enseñó la danza de los muertos. Permíteme que te lo muestre.
Se horrorizó al oírla hasta el punto de perder el control, consternado bajo el peso aplastante de las implicaciones de aquellas palabras. Sardan lo alcanzó y le puso una mano solidaria en el hombro. El
feu follet
recuperó su energía y se volvió hacia el compañero.
—Perdóname —jadeó, y sacudió un puñetazo a Sardan en la mandíbula.
El tenor retrocedió, más sorprendido por la reacción de su amigo que por las consecuencias del golpe.
—Pero ¿qué demonios…?
El bardo no llegó a terminar la frase pues Fando le asestó un segundo golpe, tan potente que le estremeció la mano de dolor. Sardan se desplomó sobre la cubierta con los ojos en blanco… Era la única manera de ponerlo a salvo.
Se preguntó si aún tendría tiempo de detener a Larissa, y, mientras su mente consideraba la cuestión, sus pies ya lo transportaban hasta la proa, donde la joven bailarina había comenzado a danzar en un éxtasis infernal.
Se abrió paso a codazos entre los muertos vivientes, y, de repente, Larissa entró bailando en su campo de visión.
Fando contuvo el aliento. Tenía la intención de abordar, sin mirarla, a la bellísima joven y detener los pasos que destruían a todo aquel que los presenciase. Pero ya la había visto y no fue capaz de apartar la mirada de su cuerpo, flexible y ágil.
Estaba atrapado, fatalmente atrapado, y sintió un frío mortal y nefasto. El
feu follet
había resistido la magia negra de Lond, pero era hijo de Souragne, más sensible a las influencias nativas que cualquier otro ser humano, y no podía sustraerse de ninguna manera a la magia del señor de la tierra, a la magia que el propio Misroi había transmitido a la bailarina. Los brazos se le quedaron sin vida, y un entumecimiento le insensibilizó los muslos y las piernas. Sentía la muerte en todo el cuerpo, que renunciaba a sí mismo miembro a miembro, una articulación tras otra.
Lo último que lo abandonó, que se alejó de él poco a poco, sin querer desprenderse, fue la mente. Pensó en Larissa, y las lágrimas le rodaron por las mejillas; lágrimas por todas las posibilidades que perdía, por las alegrías y las penas que jamás llegaría a experimentar.
El último pensamiento consciente de Fando, antes de que la magia negra de la danza de los muertos lo poseyera para siempre, fue la inefable belleza de Larissa cuando bailaba.
Larissa sabía que no tenía nada que temer de Lond. En esos momentos bailaba con la muerte, y el poder del hechicero no era más que una mísera tonadilla comparada con la música salvaje que resonaba en su cabeza. La bailarina saltaba, y la serpiente se movía con ella, rodeándola como la mano de un amante.
Sintió que el frío se apoderaba de sus entrañas; era el frío de la muerte, y aún peor, que comenzaba a expandirse hacia la superficie. Tuvo miedo al recordar lo que había vivido en la
Maison de la Détresse
. Ya sabía que si un ser vivo, una criatura que respiraba aire, interpretaba la danza de los muertos, aunque fuese con el permiso del señor de la tierra, se arriesgaba a convertirse en muerto viviente a su vez.
La danza se aceleraba, y Larissa comenzó a sudar a pesar del frío increíble que barría sus músculos. Ya no sabía quién era ni dónde estaba: se había transformado en la danza misma. Con un aliento final que casi la consumió, elevó las manos y ordenó a los muertos vivientes que detuvieran a Lond.
Transcurrieron unos segundos sin que nada sucediera. Ella había caído de rodillas al suelo; jadeante, se apartó el cabello de la cara y levantó la mirada.
La derrota la corroyó como un ácido: los muertos vivientes no se habían movido de su sitio, no hacían el menor amago por atacar al enemigo.
Lond, conocedor de los efectos letales de la danza de los muertos, se había quedado paralizado, incapaz de contraatacar, limitándose a taparse los ojos y a aguardar a que el baile terminara. En ese momento, bajó las manos y miró a Larissa en primer lugar, y después a los inmóviles cadáveres. Sorprendido y regocijado, comenzó a reír a carcajadas.