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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (39 page)

BOOK: La danza de los muertos
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—Espera —dijo Larissa y, acercándose a la puerta, puso una mano encima con suavidad y cerró los ojos. Con amabilidad, preguntó a la madera si podía entrar allí sin peligro. La escasa vida que aún vibraba en la puerta respondió con un leve resplandor.

Hay peligro
.

—La puerta tiene una trampa —comunicó a Gelaar.

Cerró los ojos de nuevo y comenzó a mover los pies despacio sobre el suelo de madera; se balanceó adelante y atrás y después impuso las manos sobre la madera otra vez con una orden silenciosa. La puerta emitió un pálido destello azul y, del otro lado, el coro cesó. Larissa se apartó e hizo una seña a Gelaar; éste abrió, y la joven se precipitó al interior.

—¡Fando! —exclamó. Cayó de rodillas sobre la sucia paja en la que yacía el joven y lo abrazó estrechamente.

El
feu follet
respondió a su abrazo con torpeza, pues tenía las manos atadas con grilletes, susurrando el nombre de su amada una y otra vez y besándola con desesperación siempre que su boca encontraba los labios de ella. Cuando la muchacha se retiró un poco para mirar los grilletes, ambos tenían los ojos llenos de lágrimas. Al verlo atado, Larissa estuvo a punto de perder la compostura, pero dominó el dolor al instante y lo convirtió en rabia fría contra Dumont y Lond.

Se puso en pie y empezó a bailar. Los grilletes se iluminaron con una luz anaranjada; el
feu follet
sintió que el metal se calentaba, pero, en el mismo momento en que alcanzaban una temperatura dañina, los aros de hierro se abrieron y le dejaron libres las manos y los pies.

Mientras tanto, Gelaar había abierto la jaula del pseudodragón y estaba soltando a Gráculus. Larissa se dirigió al
loah
zorro, y también sus grilletes empezaron a irradiar una luz anaranjada. Fando desató a Cola Bermeja enseguida.

—¿Cómo van las cosas ahí fuera? —preguntó Fando a Larissa.

Larissa se acercó a Panzón, que seguía cantando las coplas del puchero. Cola Bermeja se deslizó hacia su amigo y, de un salto, arrancó la correa del techo con los dientes. De inmediato Larissa se la sacó a Panzón por la cabeza y se estremeció al ver la delgada línea de sangre seca que rodeaba el pescuezo del animal. El zorro lamía con furia la cara del conejo, y el
loah
conejo parpadeó y enfocó sus grandes ojos marrones sobre su amigo. Confundido, se llevó una pata a la garganta y se tocó con suavidad.

—¡Mira, Cola Bermeja! —exclamó jubiloso—. ¡Estoy libre!

—Los muertos vivientes y los pocos que han sobrevivido de la tripulación están muy atareados con los lacertos —explicó Larissa—. Creo que las ratas y otros animales pequeños han debido llegar ya al barco. —Se irguió y buscó a Fando con la mirada—. Voy al encuentro de Lond.

—No, Larissa; es un…

—Es necesario —replicó, levantando una mano para silenciarlo—. Mientras siga controlando a los muertos vivientes no tenemos la menor posibilidad. Ahora que estáis libres —prosiguió, refiriéndose a todos los prisioneros—, podéis marcharos o luchar con nosotros.

—Por mi parte —manifestó Cola Bermeja con los ojos llenos de odio—, voy a luchar.

—Y yo —se aprestó Panzón.

Todas las criaturas asintieron. El cuervo se había posado en el hombro de Gelaar, y el mago tenía los ojos arrasados de lágrimas.

—Gráculus sabe cómo liberar a Aradnia —dijo con voz rota—. Tengo que ocuparme de ella antes de…

—Por supuesto —ratificó Larissa—. Los demás… hacia las cubiertas.

Salieron al teatro ante el asombro de los artistas, que seguían cantando. Los que estaban actuando en ese momento se quedaron en silencio mirando a Larissa como si hubieran visto a un fantasma.

—¡Larissa! —exclamó una chica del coro sin apartar los ojos del séquito que apareció tras la bailarina del cabello blanco—. ¿Cómo…?

—No hay tiempo para explicaciones. El barco ha sido abordado por mis amigos. No os harán daño alguno, pero dejad de cantar; no os mováis de aquí y no os sucederá nada.

Antes de separarse para ir a cumplir sus respectivos cometidos —Larissa, al encuentro de Lond, y Fando, a la batalla—, se abrazaron otra vez con fuerza.

—Ten cuidado —le recomendó Fando, consciente de la insensatez de sus palabras.

—Y tú también —repuso Larissa apretándole las manos.

Él la besó levemente, con ternura, y salió de la sala con los antiguos prisioneros; Larissa se rezagó un momento y después hizo lo mismo, procurando mantenerse oculta entre las sombras mientras subía los dos tramos de escalera.

Kaedrin se retiró, agradecido por el instante de tregua en medio del combate, y contempló la situación con severidad.

Los muertos vivientes, la mayoría mutilados por alguna parte, seguían peleando contra los lacertos, pero numerosos cadáveres se amontonaban en la cubierta. Las criaturas pequeñas habían llegado ya y por todas partes pululaban ratas, zorros y demás mamíferos ligeros, haciendo tropezar a los muertos vivientes y desgarrándoles la carne seca una vez que los tenían en el suelo.

Kaedrin observó complacido cómo Orejasluengas tomaba carrerilla y saltaba sobre un zombi con las patas traseras por delante. La vigorosa patada del
loah
acertó al cadáver viviente en plena cara y se la hundió.

—¿Cansado tan pronto? —dijo una voz burlona, cargada de tensión. Kaedrin se volvió con una mezcla de temor y alegría en el corazón al ver que Deniri abordaba el barco. Ella lo miró con una expresión de amor en el rostro—. No iba a dejarte toda la diversión para ti solo, ¿verdad?

—Deniri, es tan peligroso…

—Si tú luchas, yo también. ¿Crees que te dejaría morir sin matar a unos cuantos yo también?

Sin una palabra más, se transformó en visón y se alejó veloz. Kaedrin la vio abalanzarse sobre la garganta de un muerto viviente y proceder a desgarrarlo; después, ya no la vio más.

—¡Cuidado, Kaedrin!

Era la voz de Fando, y el leñador, en un movimiento reflejo, levantó el escudo y la espada a la vez que se volvía. El alfanje que blandía contra él un muerto viviente de rasgados ojos amarillos cayó a plomo sobre el escudo redondo. Kaedrin rechazó el ataque justo a tiempo y logró encajar un mandoble certero en el cadáver de cabellos plateados; pero otro enemigo, al ver una abertura en la defensa del ermitaño, atacó. El golpe rebotó en la armadura y le cortó la respiración unos instantes.

Lo vio todo marrón y de pronto se dio cuenta de que un visón gigante se abalanzaba sobre la garganta del segundo atacante. La bestia mordió y rasgó con furor, y la cabeza del muerto quedó separada del tronco. El visón la tiró por la borda, pero el cuerpo decapitado seguía moviéndose. Kaedrin se volvió hacia el zombi de los ojos dorados y comprobó con horror que había perdido interés en él y se disponía a atacar al visón con la espada; con un movimiento cortante apuñaló al animal.

Deniri se retorció al morir, empalada en la hoja de Ojos de Dragón. Incluso en los últimos estertores de la agonía, sacó los dientes para roer el metal y desgarró con las uñas todo aquello que se puso al alcance, incluso su propio cuerpo. La sangre de la muchacha visón empapó la tablazón de la cubierta.

Mientras Ojos de Dragón saltaba sobre el cuerpo peludo y lo sujetaba con un pie para sacar el alfanje, Kaedrin lo atravesó de un lado a otro con su espada. Con un grito de lamento, el ermitaño del pantano se zambulló en lo más encarnizado de la refriega repartiendo hachazos a diestro y siniestro contra cualquiera que se pusiera a tiro, fuera amigo o enemigo. Fando se apoderó del arma de un lacerto muerto e intentó ir en pos del guerrero enloquecido de dolor, pero al momento vio que sucumbía bajo la presión de numerosos muertos vivientes.

—¡Kaedrin! —gritó Fando.

En ese mismo instante, sintió que unas enormes manos muertas le atenazaban la garganta; un zombi le retorcía el cuello con calma, y Fando se llevó las manos a la garganta para liberarse de la increíble presión de aquellos dedos.

De pronto, el muerto viviente aflojó la presión, y algo cálido y húmedo salpicó a Fando en el cogote. Se alejó dando tumbos y se giró a ver quién lo había atacado. Brynn ya no tenía cabeza y, perplejo, se llevó las manos al cuello cortado; la sangre que todavía manaba de los hombros se le escurría por entre los dedos.

Con un grito, Fando agarró el cuerpo de Brynn, lo empujó hasta la borda y lo lanzó al agua. El no muerto cayó con un fuerte chapoteo, y el
feu follet
buscó con la mirada a su salvador.

Sardan lo miraba con una expresión asustada; también él tenía la cara salpicada de sangre. El cantante bajó la vista hasta la espada que sujetaba en la mano.

—Ese golpe es del tercer acto —musitó—. Y funciona, maldita sea. ¿Dónde demonios te habías metido, Fernando?

—Estaba prisionero —logró decir; le costaba hablar y se restregó la garganta—. ¿Estás conmigo o contra mí?

—Acabo de salvarte la vida —repuso Sardan con un esfuerzo supremo por mostrar aplomo—, así que no creo que ahora vaya a quitártela.

—Entonces, empieza a atacar a los muertos vivientes. —Sardan abrió los ojos de par en par, pero Fando no tenía tiempo para explicar las cosas con calma—. Sí, están muertos, Sardan. Los seres del pantano están vivos y son amigos míos. Adelante.

Dio media vuelta y arremetió contra otro de los cadáveres animados. Sardan, pasmado todavía por la conducta de su compañero, asintió, echó un vistazo a la espada ensangrentada y se apresuró a reunirse con su amigo.

Lond contemplaba la pelea con el interés distante de un buitre que observa el duelo a muerte entre dos animales. La batalla se desarrollaba encarnizadamente en las tres cubiertas inferiores; los pocos lacertos que habían osado introducirse en la superior se habían ganado sendos puñados de polvos por su atrevimiento. Algunos ya comenzaban a levantarse y a arrastrarse hacia los pisos inferiores para atacar a sus congéneres y aliados, que los miraban atónitos al encontrar la muerte a manos de un amigo.

Se había divertido con la broma que le había gastado a Dumont; sin embargo, a pesar de la crueldad que implicaba, la decisión de injertarle un brazo muerto probablemente le había salvado la vida. Seguro que se había retirado a algún rincón a lamentar su triste fortuna.

El número de tripulantes no muertos y criaturas del pantano transformadas en zombis iba superando poco a poco el del ejército atacante. Lond sonrió bajo la capucha. Saldría de Souragne en las veinticuatro horas siguientes, libre para desplegar sus poderes en una tierra distinta.

Se dio cuenta de que había terminado los polvos y regresó al camarote a buscar más; fue entonces cuando captó un reflejo blanco que se deslizaba en sus habitaciones.

«Larissa, maldito sea su pelo blanco». Se apresuró a alcanzarla, pero le llevaba unos buenos dos minutos de ventaja.

La joven bailarina se quedó horrorizada por lo que vio allí y perdió unos segundos valiosísimos mirando despavorida y conteniendo la náusea que le provocaba el hedor. ¿Qué le había dicho Fando? Que aquellos frascos con horrendas decoraciones eran muy importantes para el hechicero. Algunos no contenían más que ingredientes para los encantamientos, pero en otros guardaba cosas mucho más horripilantes. Según las palabras de la Doncella, el antiguo
bocoru
no sólo animaba cadáveres sino que también encerraba sus almas.

Frunció los labios con un rictus implacable, echó a correr hacia la primera caja y procedió a estrellar contra el suelo todo su contenido. Las ampollas se rompieron y los ingredientes se esparcieron en charcos nauseabundos o en montones de polvos de varias clases. Enseguida se acercó a una segunda caja.

La primera señal que recibió de la presencia de Lond fue su voz, que recitaba una letanía; aumentó la velocidad de sus movimientos y sacudió el blanco cabello en todas direcciones mientras visualizaba los frascos rompiéndose en la tercera caja.

Una repentina ráfaga de aire sopló desde la nada y se llevó las poderosas palabras de Lond al tiempo que salían de su boca. El viento mágico invocado por Larissa había encontrado la caja y la levantaba hasta el techo. La joven hizo un gesto violento con la mano, y la caja se dio la vuelta; los frascos estallaron estrepitosamente contra el suelo.

Después, todo sucedió en un instante, pero a Larissa, asustada y horrorizada, le pareció una eternidad. A aquel estrépito, desagradable aunque natural, lo siguió un coro horrísono, el gruñido grave de múltiples voces que comenzó a elevarse de los fragmentos de cristal. Una miríada de nubéculas luminosas salieron disparadas hacia arriba, todas a la vez, y recorrieron la habitación enloquecidas. Entonces, como respondiendo a una señal convenida, se unieron todas en una sola nube que se dirigió directamente contra Lond.

El mago gritó y retrocedió, y Larissa aprovechó el momento para llegar a la puerta y escapar. Había recorrido unos cuantos metros cuando chocó contra un muro invisible y cayó al suelo. Rodó sobre sí misma y vio a Lond ileso; la nube de almas no había conseguido hacerle nada y había desaparecido. Su oscura figura avanzaba hacia ella con malevolencia.

—Me has hecho perder todos mis muertos vivientes, mata-blanca, pero hay más en el lugar de donde proceden. Ahora que vas a morir, piensa que has fallado a todos aquellos que confiaban en ti. —Levantó las manos.

Larissa intentaba pensar en algo pero tenía la mente en blanco. Desesperada, se enraizó con la esperanza de que se le ocurriera alguna cosa.

En ese mismo momento, un grito grave sonó a espaldas de Lond.

—¡Corre, Larissa! —exclamó Dumont con la voz desgarrada—. ¡Déjame a mí a ese condenado!

Lond, sorprendido, se hizo a un lado justo a tiempo para esquivar la espada del capitán, aunque, de todas formas, ésta lo hirió profundamente en el hombro derecho y lo hizo aullar, furioso por el atrevimiento de atacarlo a él. Se limpió la sangre con la mano izquierda y se untó después la derecha.

Dumont acababa de empezar un conjuro cuando Lond lo apresó por el cuello. La sangre goteaba sobre la cubierta y siseaba como una serpiente al entrar en contacto con la madera.

El capitán se quedó inmóvil, el rostro se le tornó gris y la espada se le cayó de la mano, entumecida de repente. La mano injertada, la de muerto, trepó por el pecho y empezó a escarbar con frenesí. Atravesó sin dificultad la camisa y los músculos y se detuvo ante el esternón; impertérrita, se cerró en un puño y aplastó el hueso para abrirse camino en la cavidad pectoral, de donde emergió con lo que buscaba: el corazón de Dumont.

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