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Authors: James Ellroy

La dalia negra (33 page)

Dulange apagó su cigarrillo y alargó la mano hacia el paquete. Russ tomaba notas; yo me imaginé el momento y el lugar, recordando al Búho Nocturno de los días en que trabajaba con la Patrulla Central. Estaba en la Sexta y Hill, a dos manzanas del hotel Biltmore, donde Red Manley dejó a Betty Short el viernes, diez de enero. El francés, sin descartar del todo que sus recuerdos se debieran al
delirium tremens
, había logrado un poco más de credibilidad.

—Joe, eso ocurrió entre el sábado once y el domingo doce, me está hablando de ese período, ¿verdad? —dijo Russ.

Dulange encendió otro cigarrillo.

—Soy un francés, no un calendario. Ya se puede imaginar que inmediatamente después del sábado viene el domingo.

—Continúe.

—Bueno, la
Dalia
, yo y Johnnie tenemos una pequeña conversación y yo la invito al hotel. Llegamos ahí. Las cucarachas andan sueltas, cantan y muerden la madera. La
Dalia
dice que de abrirse de piernas nada a menos que yo las mate. Cojo a Johnnie y empiezo a darles con él, Johnnie me dice que no le duele. Pero el coño de la
Dalia
no se abrirá hasta que las cucarachas hayan sido eliminadas al estilo científico. Bajo a la calle y busco a ese médico. Les da inyecciones de veneno a las cucarachas a cambio de uno de cinco. Yo y la
Dalia
jodemos igual que conejos, Johnnie Red nos mira. Está enfadado porque la
Dalia
es tan buena que no quiero darle ni un poquito.

Hice una pregunta destinada a que se dejara de tantas memeces.

—Describe su cuerpo. Haz un buen trabajo o no verás a Johnnie Red hasta que salgas del calabozo militar.

El rostro de Dulange se ablandó; parecía un niño pequeño amenazado con perder a su osito de peluche.

—Responda a su pregunta, Joe —dijo Russ.

Dulange sonrió.

—Hasta que se las rebajé, tenía las tetitas subidas con pezones rosa. Piernas algo gruesas, un matorral soberbio. Con esos lunares de los que le hablé al mayor Carroll y unos arañazos en la espalda realmente muy nuevos, como si acabaran de darle una paliza.

Sentí un cosquilleo, recordando las «marcas de látigo no muy profundas» que el forense mencionó en la autopsia.

—Siga, Joe —dijo Russ.

Dulange sonrió igual que un ogro en un cementerio.

—Entonces, la
Dalia
empieza a portarse raro y dice: «¿Cómo es que eres sólo cabo si ganaste todas esas medallas?». Empieza a llamarme Matt y Gordon y no para de hablar sobre nuestra criatura, aunque sólo lo hicimos una vez y yo llevaba un condón. Johnnie se asusta y yo y las cucarachas empezamos a cantar: «No, señor, ésa no es mi chica». Yo quiero más coñito así que me llevo la
Dalia
a la calle para ver al doctor de las cucarachas. Le suelto uno de diez y él hace ver que la examina. «La criatura está sana y llegará dentro de seis meses», le dice.

Más confirmaciones, brotadas del mismísimo centro de la neblina creada por el
delirium tremens
... ese Matt y ese Gordon eran, obviamente, Matt Gordon y Joseph Gordon Fickling, dos de los esposos de fantasía que Betty Short tuvo. Pensé que estábamos acercándonos al blanco y que debíamos conseguírselo al gran Lee Blanchard.

—¿Y después qué, Joe? —dijo Russ.

Dulange pareció realmente sorprendido: ahora estaba más allá de toda bravata, de los recuerdos de un cerebro empapado en alcohol y el deseo de reunirse otra vez con Johnnie Red.

—Entonces, la corté.

—¿Dónde?

—Por la cintura.

—No, Joe. ¿Dónde cometió el crimen?

—Oh. En el hotel.

—¿Qué número de habitación?

—La 116.

—¿Cómo llevó el cuerpo hasta la Treinta y Nueve y Norton?

—Robé un coche.

—¿Qué clase de coche?

—Un Chevy.

—¿Año y Modelo?

—Sedán del 43.

—Joe, durante la guerra no se fabricaron coches en Estados Unidos. Pruebe otra vez.

—Sedán del 47.

—¿Alguien se dejó las llaves puestas en un bonito coche nuevo como ése? ¿En la parte baja de Los Ángeles?

—Le hice un puente.

—¿Cómo le hace usted un puente a un coche, Joe?

—¿Qué?

—Explíqueme el procedimiento.

—Se me ha olvidado cómo lo hice. Estaba borracho.

—¿Dónde queda el cruce de la Treinta y Nueve y Norton? —pregunté, metiendo baza.

Dulange jugueteó con el paquete de cigarrillos.

—Está cerca del bulevar Crenshaw y la calle Coliseum.

—Dime algo que no apareciera en los periódicos. —Le hice un tajo de oreja a oreja.

—Eso lo sabe todo el mundo.

—Yo y Johnnie la violamos.

—No fue violada, y Johnnie habría dejado señales. No había ninguna. ¿Por qué la mataste?

—No jodía bien.

—Estupideces. Has dicho que Betty jodía igual que una coneja.

—Una coneja mala.

—Oye, imbécil, de noche todos los gatos son pardos. ¿Por qué la mataste?

—No le iba el francés.

—Ésa no es una razón. Puedes conseguir el francés en cualquier burdel de cinco dólares. Un francés como tú debería saberlo.

—Lo hacía mal.

—Eso es algo que no se puede hacer mal, idiota.

—¡La hice rebanadas!

Golpeé la mesa al estilo Harry Sears.

—¡Eres un hijo de puta mentiroso!

El abogado militar se levantó; Dulange puso cara de pena y gimoteó:

—Quiero a mi Johnnie.

—Que vuelva aquí dentro de seis horas —dijo Russ al capitán, y me sonrió... la sonrisa más suave y amable que le había visto jamás en el rostro.

Así que habíamos dejado la cosa en 50-50 y luego se había puesto 75-25 en contra.

Russ se marchó para mandar su informe y enviar un equipo de investigación a la habitación 116 del hotel Habana en busca de manchas de sangre; yo me fui a dormir en la habitación del ala de oficiales que el mayor Carroll nos asignó.

Soñé con Betty Short y Fatty Arbuckle en blanco y negro; cuando el despertador sonó, alargué la mano en busca de Madeleine.

Al abrir los ojos vi a Russ vestido con un traje limpio.

—Nunca subestimes a Ellis Loew —dijo, y me alargó un periódico. Era de Newark y llevaba el titular: «¡Soldado de Fuerte Dix acusado en Sensacional Asesinato de Los Ángeles!». Bajo el titular había fotos de Joe Dulange, «el francés», y Loew posando en una forma más bien teatral detrás de su escritorio. El texto decía lo siguiente:

En una revelación exclusiva a nuestra publicación hermana, el
Mirror
de Los Ángeles, el ayudante del fiscal del distrito, Ellis Loew, encargado legal del enigmático asesinato de la
Dalia Negra
, anunció que la noche anterior se había logrado un gran avance en el caso. «Dos de mis más apreciados colegas, el teniente Russell Millard y el agente Dwight Bleichert, acaban de informarme que el cabo Joseph Dulange, de Fuerte Dix, Nueva Jersey, ha confesado haber asesinado a Elizabeth Short y que la confesión ha sido refrendada por hechos que sólo el asesino podría conocer. El cabo Dulange es un conocido degenerado. Proporcionaré más datos a la prensa sobre la confesión tan pronto como mis hombres vuelvan con Dulange a Los Ángeles para que sea acusado legalmente.»

El caso de Elizabeth Short ha tenido perplejas a las autoridades desde la mañana del 15 de enero, cuando el cuerpo desnudo y mutilado de la señorita Short, cortado en dos por la cintura, fue encontrado en un solar vacío de Los Ángeles. El ayudante del fiscal del distrito, Ellis Loew, no desea revelar los detalles de la confesión del cabo Dulange, pero ha dicho que Dulange era una de las relaciones íntimas que se le conocían a la señorita Short. «Ya habrá más detalles —dijo—. Lo importante es que ese demonio se halla custodiado en un sitio donde no podrá volver a matar.»

Me reí.

—¿Qué le dijiste a Loew en realidad?

—Nada. Cuando hablé por primera vez con el capitán Jack le comenté que Dulange se presentaba como una buena posibilidad. Me dio la bronca por no haberle informado antes de irnos, y eso fue todo. La segunda vez que llamé le dije que Dulange me estaba empezando a parecer otro chiflado. Se preocupó mucho y ahora sé la razón.

Me puse en pie y me desperecé.

—Bueno, esperemos que realmente la matara.

Russ meneó la cabeza.

—Los de investigación dijeron que no había manchas de sangre en la habitación del hotel y tampoco agua corriente con la que desangrar el cadáver. Y Carroll ha solicitado información en tres Estados sobre el paradero de Dulange desde el diez al diecisiete de enero: hospitales, sitios especiales para borrachos, todo ese jaleo. Acabamos de recibir la respuesta a esa petición: nuestro franchute estuvo en el ala especial del hospital de San Patricio de Brooklyn desde el catorce hasta el diecisiete de enero.
Delirium tremens
severo. Fue dado de alta esa mañana y recogido dos horas más tarde en la estación de Pennsylvania. Ese hombre está limpio.

No sabía con quién irritarme. Loew y compañía deseaban acabar con el caso como fuera, Millard quería justicia, yo volvía a casa con unos titulares que me harían aparecer como un imbécil.

—¿Qué hay de Dulange? ¿Quieres tener otra sesión con él?

—¿Y oír más sobre las cucarachas que cantan? No. Carroll le dijo cuál había sido la respuesta a nuestra petición. Confesó que había inventado esa historia para obtener publicidad. Quiere reconciliarse con su primera esposa y pensó que esa atención le haría obtener algo de simpatía por su parte. He vuelto a hablar con él y todo fue fruto del
delirium tremens
. No puede contarnos nada más al respecto.

—Jesús.

—Sí, ya puedes mencionar al Salvador. Joe va a ser liberado a toda velocidad y nosotros cogeremos un avión para regresar a Los Ángeles, dentro de cuarenta y cinco minutos. Por lo tanto, ve vistiéndote, compañero.

Me puse mi traje sucio y, después, Russ y yo fuimos a esperar el jeep que nos llevaría hasta la pista para el despegue. A lo lejos distinguí una silueta alta y vestida de uniforme que se nos acercaba. Me estremecí al notar el frío que hacía; el hombre se aproximó más. Me di cuenta de que era el mismísimo cabo Joseph Dulange en persona.

Cuando estuvo ante nosotros, extendió hacia mí un periódico de la mañana y señaló su foto en la primera página.

—Lo he conseguido y ahora tú eres letra pequeña, que es donde los alemanes deben estar.

Olí a Johnnie Red en su aliento y le di un buen directo en la mandíbula. Dulange se derrumbó igual que una tonelada de ladrillos; la mano derecha me latía con fuerza. La expresión de Russ Millard me recordó a la de Jesús preparándose a reñir a los paganos.

—No seas tan condenadamente educado —dije—. No te hagas el jodido santo.

21

—He convocado esta pequeña reunión por varias razones, Bucky —dijo Ellis Loew—. Una, disculparme por haberme apresurado a cargarle el mochuelo a Dulange. Me precipité al hablar con mis contactos de los periódicos y tú has salido perdiendo por eso. Mis disculpas.

Miré a Loew y a Fritz Vogel, que se hallaba sentado a su lado. La «pequeña reunión» tenía lugar en la sala de Fritzie; los dos días de titulares sobre Dulange me habían retratado como un policía demasiado ansioso por lograr resultados, que había perseguido una pista equivocada, pero nada más.

—¿Qué quiere, señor Loew?

—Llámame Ellis —repuso Loew.

Con eso lograba establecer un nuevo fondo en el Departamento de sutilezas, superando incluso a los cócteles y el cuenco de galletitas saladas que la
hausfrau
de Fritzie había servido como tentempié. Yo tenía que encontrarme con Madeleine al cabo de una hora y confraternizar con mi jefe fuera del trabajo era lo último que deseaba en el mundo.

—De acuerdo, Ellis —dije.

Loew se erizó visiblemente ante mi tono de voz.

—Bucky, en el pasado hemos tenido muchos desacuerdos. Puede que ahora mismo estemos a punto de tener otro. Pero creo que en unas cuantas cosas sí estamos de acuerdo. A los dos nos gustaría ver cerrado el caso Short y volver al trabajo normal. Tú quieres regresar a la Criminal y yo, por mucho que me guste la idea de acusar al asesino, he visto cómo mi parte en la investigación se iba haciendo incontrolable y ha llegado el momento de que vuelva a mis viejos casos.

Me sentí igual que un viejo jugador de cartas con una mano imbatible.

—¿Qué quieres, Ellis?

—Que vuelvas mañana a la Criminal y hagamos una última intentona con el caso Short antes de volver a mis viejos asuntos pendientes. Bucky, los dos somos tipos destinados a triunfar. Fritzie te quiere como compañero en cuanto consiga ser teniente y...

—Russ Millard me quiere tener en cuanto Harry Sears se jubile.

Fritzie se tomó un buen trago de su cóctel.

—Eres demasiado tosco para él, chico. Le ha comentado a unos cuantos que no puedes controlar tu temperamento. El viejo Russ es una hermanita de la caridad y yo soy mucho más de tu tipo.

No estaba mal como carta; pensé en la mirada de disgusto que me había soltado Russ después de que yo dejara frío a Joe Dulange.

—¿Qué quieres, Ellis?

—Muy bien, Dwight, te lo diré. En las celdas del ayuntamiento siguen cuatro tipos que han confesado. No tienen coartadas para los días perdidos de Betty Short, no se mostraron coherentes cuando les interrogaron por primera vez y todos son lunáticos violentos de los que sueltan espuma por la boca. Quiero que vuelvan a ser interrogados, con lo que podrías llamar «el equipo adecuado». Es un trabajo que requiere músculos. Fritzie había elegido a Bill Koenig para él, pero Bill está un poco demasiado enamorado de la violencia, por eso te he escogido a ti. Bien, Dwight, ¿sí o no? ¿Volver a la Criminal o trabajar removiendo mierda en Homicidios hasta que Russ Millard se canse de ti? Millard es un hombre paciente y con un montón de aguante, Dwight. Podría pasar un tiempo muy largo.

Mi gran mano ganadora se había esfumado.

—Sí.

Loew irradiaba felicidad.

—Ve a la cárcel ahora. El encargado nocturno ha expedido órdenes de traslado para los cuatro hombres. Hay una camioneta en el aparcamiento del turno de noche con las llaves bajo la alfombrilla. Lleva a los sospechosos al 1701 de Alameda Sur, donde Fritzie te estará esperando. Bienvenido una vez más a la Criminal, Dwight.

Me puse en pie. Loew cogió una galletita del cuenco y la mordisqueó con gesto delicado; Fritzie apuró su copa con mano temblorosa.

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