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Authors: James Ellroy

La dalia negra (31 page)

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Durante los diez días siguientes, el circo se convirtió en una completa farsa, con alguna que otra tragedia incluida.

No se obtuvo ninguna pista más de la «Carta de la Muerte», y los doscientos cuarenta y tres nombres de la agenda fueron repartidos entre cuatro equipos, el no muy elevado número de policías que el plan de Jack Tierney pensaba destinar a sacarle todo el jugo posible a esa parte de la investigación de cara a los periódicos y la radio. Russ Millard pidió veinte equipos y una barrida rápida y limpia; el capitán Jack, apoyado por el Satanás de Los Ángeles, se negó a ello. Cuando el Gran Bill Koenig fue considerado demasiado inflamable para trabajar en los interrogatorios y le dieron trabajo con el papeleo, me pusieron de pareja con Fritz Vogel. Juntos interrogamos a unas cincuenta personas, hombres en su mayoría, indagando sobre su relación con Elizabeth Short. Oímos relatos predecibles sobre hombres que se encontraron con Betty en los bares y le pagaron las copas y la cena, mientras escuchaban sus fantasías de ser la novia o la viuda de un héroe de guerra, para, al final, acostarse con ella o sin conseguirlo. Unos cuantos de los hombres ni tan siquiera conocían a la famosa
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: eran «amigos de unos amigos» y sus nombres habían sido transmitidos gracias a la camaradería de los buscadores de carne femenina.

De nuestro grupo de nombres, dieciséis de los tipos eran lo que Fritzie etiquetó como «Jodedores de
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Autentificados». Casi todos pertenecían a los escalones más bajos de la gente de cine: agentes, buscadores de talentos y directores de reparto que rondaban por Schwab's en persecución de chicas crédulas que aspiraban a ser estrellas, con promesas huecas en sus labios y un montón de tarjetas para presumir en los bolsillos. Contaban historias de cama tan tristes como los cuentos de Betty sobre el éxtasis alcanzado con sus sementales de uniforme, algunos con cara de orgullo, otros con cara de vergüenza. En última instancia, los hombres que figuraban en la agenda negra de Elizabeth Short tenían dos cosas en común: sus nombres acabaron saliendo en los periódicos de Los Ángeles y escupieron coartadas que los eliminaron como sospechosos. Y según se rumoreaba en la sala común, la publicidad había eliminado a una cantidad relativamente elevada de ellos de la categoría de maridos.

Las mujeres formaban un grupo bastante variado. La mayoría era sólo de conocidas: chicas con las que había hablado, compañeras en la caza de la copa gratis y aspirantes a actrices con rumbo hacia ninguna parte. Una docena o algo así eran prostitutas y semiprofesionales, instantáneas compañeras del alma que Betty encontró en los bares. Nos dieron pistas que fueron agonizando con rapidez al ser luego investigadas: básicamente, nos informaron de que Betty se vendía por su cuenta a los asistentes de las convenciones celebradas en unos cuantos hoteles de poca categoría. Aparte de eso, afirmaban que Betty rara vez se dedicaba a la prostitución y no pudieron identificar por el nombre a ninguno de sus clientes; la batida de los hoteles hecha por Fritzie no obtuvo resultado alguno, y el hecho de que unas cuantas de las mujeres de la agenda —que los archivos confirmaron como prostitutas— no pudieran ser localizadas, todavía lo exasperó más.

El nombre de Madeleine Sprague no aparecía en el librito y tampoco surgió en ninguno de mis interrogatorios posteriores. De los doscientos cuarenta y tres nombres no salió ninguna pista que llevara a lesbianas o a bares frecuentados por éstas, y yo, cada noche, me dedicaba a comprobar los tablones de anuncios e informes de Universidad para ver si alguno de los demás equipos había tropezado con ella. Ninguno de ellos la detectó y empecé a sentirme bastante seguro en cuanto a mi numerito particular de supresión de pruebas.

Mientras las investigaciones sobre la agenda conseguían la mayor parte de los titulares, el resto del circo continuaba su marcha: llamadas, llamadas y más llamadas hacían malgastar miles de horas de tiempo policial; las cartas y las llamadas envenenadas hacían que los tipos de las comisarías se vieran obligados a lidiar con todos los chalados llenos de odio que se dedicaban a soltar acusaciones contra sus enemigos por centenares de ofensas, tanto graves como insignificantes. Los vestidos de mujer encontrados se examinaban en el laboratorio de la central y cada prenda femenina de la talla de la
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que era encontrada desencadenaba otra intensa batida en el vecindario del hallazgo.

La mayor sorpresa de mi gira con el librito negro fue Fritz Vogel. Libre de Bill Koenig, poseía un sorprendente ingenio y, dentro de su estilo rudo y musculoso, resultó ser un interrogador tan hábil y astuto como Russ Millard. Sabía cuando era necesario presionar en busca de información y entonces golpeaba rápido y duro, impulsado por un rencor personal que era capaz de apartar de su mente cuando el interrogado soltaba lo que deseábamos saber. Algunas veces tuve la sensación de que se contenía por respeto a mi estilo de buen chico en los interrogatorios, pues el pragmático encerrado dentro de él sabía que, en tales casos, era lo mejor para obtener resultados. Nos convertimos en un rápido y eficaz dúo de bueno-y-malo y pude observar que ejercía una buena influencia sobre Fritzie, era un freno y un contrapeso al confesado entusiasmo que éste sentía por hacerle daño a los criminales. Empezó a concederme un cauteloso respeto por lo que yo le había hecho a Bobby de Witt y cuando pasaron unos días de nuestra relación provisional ya hablábamos un entrecortado alemán para matar el tiempo entre interrogatorios y trayectos en coche. Si estaba conmigo, Fritzie no se dedicaba tanto a los monólogos y se portaba más como un policía normal... aunque con cierto mal fondo. Hablaba de la
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y de su ansiado grado de teniente, pero no de encontrar a un tipo que cargara con el mochuelo y, dado que nunca intentó tomarme el pelo y se mostraba honesto en sus informes, acabé por pensar que o Loew había renunciado a su idea o estaba a la espera de tiempos mejores. También me daba cuenta de que Fritzie siempre estaba tomándome la talla, a sabiendas de que Koenig no podría figurar nunca entre los detectives de altura, pero que al no estar Lee, yo sí podía hacerlo. Ese proceso de medida y apreciación me halagaba y, durante los interrogatorios, procuré mantenerme cortante como una navaja en todo momento. Cuando trabajaba con Lee en la Criminal, siempre había sido el segundo de a bordo, y si Fritzie y yo acabábamos siendo compañeros quería hacerle saber que yo no jugaría a ser el secundario —o el lacayo—, como Harry Sears hacía con Russ Millard.

Millard, la antítesis policíaca de Fritzie, ejercía su propia presión sobre mí. Se acostumbró a usar la habitación 204 del hotel El Nido como su oficina de campaña, e iba allí al final del turno diario para leer la soberbia colección de documentos interrelacionados reunida por Lee. Con éste fuera, el tiempo pesaba sobre mí como una losa y casi todas las tardes me reunía allí con él. Cuando miraba las horribles fotos de la
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siempre hacía el signo de la cruz y murmuraba «Elizabeth» con reverencia; al marcharse, decía: «Lo cogeré, cariño». Siempre se iba a las ocho en punto para volver a casa con su mujer y sus hijos. El que un hombre pudiera sentirse tan afectado y que, con todo, luego fuera capaz de apartar el asunto de su mente con tal despreocupación me asombraba. Un día le hablé de ello.

—No permitiré que la brutalidad gobierne mi vida —me respondió.

Después de las ocho, mi vida particular estaba gobernada por dos mujeres y un fuego cruzado de sus extrañas y fuertes voluntades.

Cuando salía de El Nido iba a ver a Kay. Con Lee ausente, y sin que pagara las facturas, ella tenía que buscar un trabajo a jornada completa y así lo hizo: encontró un puesto de profesora en una escuela elemental, a unas manzanas del Strip. Cuando yo llegaba, Kay se hallaba sentada ante los trabajos de sus alumnos, examinando con aire estoico los dibujos de los críos, alegre de verme pero con un fondo de causticidad, como si continuar con la fachada del todo-como-siempre fuera capaz de mantener a distancia su pena por la ausencia de Lee y su desprecio ante mi reluctancia. Le dije que la quería para hacer mella en esa fachada pero que sólo viviría con ella una vez que el escamoteo particular de Lee hubiera llegado a su fin; ella me respondió con un exceso de erudita jerga psicológica sobre nuestra tercera parte ausente, dándole la vuelta a la educación que él le había pagado para utilizarla como un arma en su contra. Yo explotaba ante frases como «tendencias paranoicas» o «egoísmo patológico» y le respondía una y otra vez con «él te salvó, él te creó». Me faltaban formas de responder a la verdad que había detrás de aquella jerga y el hecho de que sin Lee como pivote central los dos no sabíamos qué hacer, éramos una familia sin el patriarca. Era esa parálisis de las cosas la que siempre me hacía salir de la casa a la carrera... directo al motel Flecha Roja.

Y, de esa forma, me llevaba a Kay conmigo hacia donde Madeleine estaba.

Primero jodíamos, después hablábamos. La conversación giraba siempre en torno a la familia de Madeleine y era seguida por fantasías que yo iba tejiendo para no sentirme tan superado ante sus relatos. La chica de la coraza tenía a su papá, el barón de los ladrones, el único Emmett Sprague, compinche de Mack Sennett en los días gloriosos de Hollywood; a su mamá, atiborrada de elixires medicinales y pseudo-experta en arte, descendiente directa de los grandes terratenientes californianos, los Cathcart, los únicos; a su hermana Martha, el genio, una artista en la cúspide, una de las estrellas ascendentes de la calle de las agencias publicitarias. Y, como reparto de secundarios, estaba el alcalde Fletcher Bowron, el gángster Mickey Cohen, siempre con un ojo puesto en las relaciones públicas, Georgie «Soñador» Tilden, el antiguo sicario de Emmett, el hijo de un famoso anatomista escocés y artista fracasado del cine mudo. Los Doheny, los Sepúlveda y los Mulholland también eran amigos íntimos dé la familia, así como el gobernador Earl. Warren y Burton Fitts, el fiscal del distrito. Yo, que sólo tenía al senil Dolph Bleichert, a la difunta Greta Heilbruner Bleichert, a los japoneses que había delatado y a las amistades y conocidos del boxeo, hilaba historias del aire: medallas ganadas en la escuela, bailes a los que había asistido; ser guardaespaldas de Franklin Delano Roosevelt en 1943. Así iba pasando el tiempo hasta que la hora de joder llegaba de nuevo, siempre agradecido al hecho de que mantuviéramos las luces apagadas entre nuestros combates, para que así Madeleine no pudiera leer mi expresión y darse cuenta de que la envidia y el anhelo de todo eso eran lo que hacían que me corriera.

O la
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.

La primera vez ocurrió de forma accidental. Hacíamos el amor, los dos cerca del clímax. Mi mano resbaló por el barrote de la cabecera y accionó el interruptor de la pared, lo que iluminó a Betty Short bajo mi cuerpo. Durante unos breves segundos creí que era ella y grité llamando a Lee y Kay para que me ayudaran. Cuando mi amante volvió a ser Madeleine, alargué la mano hacia el interruptor pero ella me cogió por la muñeca. Con un movimiento salvaje, que consiguió crujidos de los muelles del somier, y bajo aquella luz deslumbrante, cambié a Madeleine por Betty..., hice que sus ojos fueran azules en vez de castaños, fabriqué el cuerpo de Betty a partir del que había en la película y la hice articular un «No, por favor» en silencio. Cuando me corría, supe que nunca podría ser tan maravilloso si sólo tenía a Madeleine, y lloré sin lágrimas cuando la chica de la coraza murmuró: «Sabía que, más pronto o más tarde, ella te poseería», porque todas las historias que había contado sobre mi almohada eran mentiras y, sin detenerme a pensar, le solté la auténtica historia de Lee y Kay y Bucky, llegando hasta la fijación que el señor Fuego sentía hacia la chica muerta y cómo se había esfumado de la faz de la tierra. Cuando hube terminado, Madeleine dijo:

—Nunca seré una maestra de Sioux Falls, Dakota del Sur, pero seré Betty o quien tú quieras que sea.

Dejé que acariciara mi cabeza, y me sentí agradecido porque ya no tendría que mentir, pero triste porque era ella —no Kay—, mi confesora.

Y así, Elizabeth Short y yo nos comprometimos formalmente.

19

Lee continuó sin aparecer y Madeleine siguió siendo Betty y no había nada que yo pudiera hacer respecto de esa transformación. Haciendo caso a la advertencia de los duros de la metropolitana, mantuve mi nariz fuera de su investigación, aunque me preguntaba de continuo si el señor Fuego había decidido poner pies en polvorosa de forma accidental o si lo tenía planeado de antemano. Le eché un vistazo a sus cuentas bancarias y descubrí que disponía de ochocientos dólares de los que no había retirado nada recientemente. Cuando me enteré de que la búsqueda de Lee y su Ford del 40 se había extendido a toda la nación y a México, sin resultado alguno, mi instinto me indicó que había huido al sur de la frontera, donde los Rurales usaban los boletines policiales de los gringos como papel para el retrete. Russ Millard me contó que dos mexicanos, ambos conocidos traficantes de droga, habían sido arrestados en Juárez por el asesinato de Bobby de Witt y Félix Chasco, lo cual me tranquilizó un poco en cuanto a que los de la metropolitana quisieran cargarle el trabajito a Lee... pero, más tarde empezaron a filtrarse rumores desde círculos muy, muy altos. El jefe Horrall había anulado la orden de búsqueda y captura y su decreto era: «Que se esconda si quiere». La secretaria de Thad Green le contó a Harry Sears que, según había oído, Lee sería expulsado de la policía de Los Ángeles si no aparecía en los treinta días siguientes al de su huida.

Enero fue muriendo poco a poco, días lluviosos con sólo un chispazo de emoción. El correo trajo un sobre a la Central. Su dirección estaba compuesta con letras recortadas y dentro había una hoja de papel sin marcas con el siguiente mensaje, también recortado:

HE CAMBIADO DE OPINIÓN.

NO ME DARÍAN UN TRATO JUSTO.

ASESINATO DE LA
DALIA
JUSTIFICADO.

EL VENGADOR DE LA
DALIA
NEGRA .

Unida a la hoja con cinta adhesiva iba la foto de un hombre bajo y corpulento que vestía un traje de estilo formal, con el rostro borrado. Ni en la foto ni en el sobre se encontraron huellas u otro tipo de pista y, dado que a los periodistas no se les había comunicado que se esperaba otra carta, para así poder eliminar sospechosos, sabíamos que la carta número dos era auténtica. La opinión reinante en la Central era que la foto representaba al asesino y que así éste se eliminaba simbólicamente de la «imagen» general.

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