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Authors: James Ellroy

La dalia negra (47 page)

—Pregunte.

—Primero, he visto la investigación hecha por la policía de Boston sobre el ambiente de Betty y su nombre no figuraba en la relación de los interrogatorios. ¿No hablaron con usted?

Carmody me devolvió la moneda.

—La casa invita, y no hablé con la policía de Boston porque se referían a Lizzie como si se tratara de una especie de fulana. No coopero con la gente que tiene la boca sucia.

—Eso es admirable, señor Carmody. Pero, dígame, ¿qué le habría contado?

—Nada sucio, de eso puede estar bien seguro. Para mí, Lizzie era una chica soberbia. Si los policías hubieran mostrado el debido respeto hacia los muertos; eso mismo les habría dicho a ellos.

El hombre comenzaba a cansarme.

—Soy un tipo respetuoso. Imagine que hemos retrocedido en el tiempo y cuéntemelo.

Carmody no parecía demasiado familiarizado con mi estilo, así que mastiqué la barra de caramelo para calmarle un poco.

—Les habría dicho que Lizzie era una mala empleada —empezó por fin—. Y también que no me importaba que lo fuera. Atraía a los chicos igual que un imán y si no cesaba de meterse en el cine de hurtadillas para ver la película, ¿qué más me daba? Por cincuenta centavos a la hora no podía esperar que me hiciera de esclava.

—¿Y sus amigos, sus novios? —pregunté.

Carmody dio una palmada en el mostrador. Jujubees y Milk Duds cayeron en cascada.

—¡Lizzie no era de ésas! El único chico con el que la vi era ese joven ciego y yo sabía que no se trataba más que de una amistad. Oiga, ¿quiere saber la clase de chica que era Lizzie? Se lo diré. Yo tenía la costumbre de no cobrarle al ciego por escuchar la película, y Lizzie se metía en el cine con él para contarle lo que había en la pantalla. Ya sabe, se lo explicaba. ¿Le parece que las fulanas se comportan así?

Fue como si me hubieran dado un puñetazo en el corazón.

—No, desde luego. ¿Recuerda el nombre del ciego?

—Tommy algo. Tiene una habitación encima del VFW Hall, más abajo, y si él es un asesino yo agitaré los brazos y volaré hasta Nantucket.

Le alargué la mano.

—Gracias por el caramelo, señor Carmody.

Nos estrechamos las manos.

—Si agarra al tipo que mató a Lizzie —dijo Carmody—, le compraré la fábrica que hace estas malditas cosas.

Al pronunciar las palabras, supe que ése era uno de los mejores instantes de mi vida.

—Lo agarraré.

El VFW Hall estaba al otro lado de la calle, un poco más abajo del Majestic, otro edificio de ladrillo rojo manchado de hollín. Fui hacia él pensando en Tommy el ciego como algo que debía acabar de pagarse, alguien con quien tenía que hablar para calmar a Betty y hacer que viviera cómodamente dentro de mí, pero nada más.

Subí al piso superior por una escalera lateral; al hacerlo, pasé junto a un buzón donde se leía T. GILFOYLE. Cuando pulsé el timbre, oí música; al mirar por una de las ventanas vi la más completa oscuridad. Entonces, una suave voz masculina me llegó desde el otro lado de la puerta.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Policía de Los Ángeles, señor Gilfoyle. Es sobre Elizabeth Short.

La ventana se iluminó y la música dejó de sonar. Al abrirse la puerta, un hombre alto y algo grueso, con gafas oscuras, me hizo una seña para que entrara. Iba inmaculadamente vestido con una camisa deportiva a rayas y pantalones, pero la habitación era una pocilga, con polvo y mugre por todas partes y un ejército entero de bichos dispersándose ante la inusitada explosión de luz.

—Mi profesor de Braille me ha leído los periódicos de Los Ángeles —dijo Tommy Gilfoyle—. ¿Por qué contaban esas cosas tan horribles sobre Beth?

Probé con la diplomacia.

—Porque no la conocían igual que usted.

Tommy sonrió y se dejó caer en una maltrecha silla.

—¿Está realmente muy mal el apartamento?

El sofá aparecía cubierto de discos; aparté un puñado y me senté en él.

—No le vendría mal una barrida, y la promesa de repetirla.

—Algunas veces me dan ataques de pereza. ¿Han vuelto a empezar con la investigación sobre Beth? ¿Es asunto de prioridad?

—No. me encuentro aquí por mi cuenta. ¿Dónde ha aprendido la jerga policial?

—Tengo un amigo policía.

Aparté una cucaracha bastante gorda de mi manga.

—Tommy, hábleme de ustedes dos. Déme algún detalle que no saliera en los periódicos. Alguna pista buena.

—¿Se trata de algo personal para usted? ¿Como una
vendetta
?

—Más que eso.

—Mi amigo dice que si los policías se toman su trabajo como algo personal suelen meterse en apuros.

Aplasté a una cucaracha que exploraba mi zapato.

—Sólo quiero coger a ese bastardo.

—No hace falta que hable tan fuerte. Soy ciego, no sordo. Tampoco era ciego a los pequeños defectos de Beth.

—¿Como cuáles?

Tommy acarició con los dedos el bastón que había junto a su silla.

—Bueno, no voy a extenderme en ello pero Beth era bastante promiscua, tal y como los periódicos daban a entender. Yo conocía la razón pero me la callé porque no deseaba manchar su memoria y sabía que no ayudaría a que la policía encontrara a su asesino.

Su voz tenia ahora un tono quejoso, atrapado entre el deseo de hablar y de guardar secreto.

—Deje que sea yo quién juzgue eso —le contesté—. Soy un detective con experiencia.

—¿A su edad? Por su voz me doy cuenta de que es joven. Mi amigo dijo que para llegar a detective tienes que servir como mínimo diez años en el cuerpo.

—Maldita sea, no me dé lecciones sobre el oficio. He venido aquí por mi cuenta y no he venido a...

Me detuve al darme cuenta de que le había asustado, ya que su mano se tendía hacia el teléfono.

—Mire, lo siento. Ha sido un día muy largo y estoy lejos de casa.

Tommy me sorprendió con una sonrisa.

—Yo también lo siento. Estaba dando rodeos para prolongar su rato de compañía y eso no es de buena educación, así que le hablaré de Beth, de sus pequeñas manías y de todo lo demás.

»Es probable que sepa los sueños que tenía de llegar a ser una estrella, ésa es la verdad. Quizá haya adivinado que no tenía mucho talento, y eso también es cierto. Beth me leía obras de teatro, e interpretaba todos los papeles, y era terrible... sencillamente espantosa. Entiendo bastante de libros y créame cuando se lo digo.

»Para lo que sí valía Beth era para escribir. Yo solía sentarme en el Majestic y Beth acostumbraba a contarme las cosas para que tuviera algo con que acompañar el diálogo. Resultaba brillante, y yo la animaba a que escribiera para el cine pero lo único que ella deseaba era ser una actriz, como todas las demás chicas tontas que anhelaban escapar de Medford.

Yo habría sido capaz de cometer una matanza para escapar de ahí.

—Tommy, ha dicho que conocía la razón de que Beth anduviera con tantos hombres.

Tommy suspiró.

—Cuando Beth tenía dieciséis o diecisiete años, dos canallas la atacaron en Boston. Uno la violó y cuando el otro estaba a punto de hacerlo, un marinero y un infante de marina aparecieron por aquel lugar y les hicieron huir.

»Beth pensó que aquel hombre podía haberla dejado embarazada y fue a un médico para que la examinara. Éste le dijo que tenía quistes ováricos benignos y que nunca podría tener hijos. Beth se volvió como loca: ella siempre había deseado montones de críos. Buscó al marinero y al infante de marina que la habían salvado y les suplicó que fueran los padres de su hijo. El infante le respondió que no y el marinero... utilizó a Beth hasta que le mandaron fuera del país.

Pensé de inmediato en Joe Dulange, «el franchute»..., su historia sobre que la
Dalia
creía estar embarazada y cómo la había engañado con un «amigo médico» y un falso examen. Esa parte del relato de Dulange no había sido fruto de la bebida como Russ Millard y yo habíamos pensado en un principio, y ahora resultaba una sólida pista sobre los días perdidos de Betty, con el «amigo médico» como un testigo de primera importancia, y quizá un sospechoso.

—Tommy, ¿conoce los nombres del marinero y el infante? —pregunté—. ¿Y del médico?

Tommy meneó la cabeza.

—No. Pero entonces fue cuando Betty empezó a liarse tanto con los uniformes. Pensaba que eran sus salvadores, que podían darle una criatura, una niña para que fuera una gran actriz en caso de que ella no lo consiguiera. Es triste pero, según he oído decir, Beth sólo era una gran actriz en la cama.

Me puse en pie.

—¿Y qué ocurrió luego con Beth y usted?

—Perdimos contacto. Se fue de Medford.

—Me ha dado usted una buena pista, Tommy. Gracias.

El ciego golpeó el suelo con su bastón al oír mi voz.

—Entonces coja a quien lo hizo, pero no permita que le hagan más daño a Beth.

—No lo permitiré.

32

El caso Short estaba al rojo de nuevo..., al menos para mí.

Horas visitando los bares de Medford me dieron una versión Costa Este de la promiscua Betty, todo un anticlímax tras las revelaciones de Tommy Gilfoyle. Cogí un vuelo de medianoche para regresar a Los Ángeles y llamé a Russ Millard desde el aeropuerto. Estuvo de acuerdo conmigo: el «médico de las cucarachas» de Joe «el franchute» era, probablemente, real, con independencia de los
delirium tremens
de Dulange. Propuso llamar a Fuerte Dix para que intentáramos sacarle más detalles al chalado, ahora licenciado, y una batida de las oficinas de los médicos de la parte baja, hecha por tres hombres, concentrada en los alrededores del hotel Habana, donde Dulange se acostó con Betty. Yo sugerí que quizá el «médico» era una mosca de bar, un abortista o un charlatán; Russ estuvo de acuerdo conmigo también en eso. Dijo que hablaría con sus chivatos y con los de investigación, que él y Harry Sears estarían empezando a llamar a las puertas dentro de una hora. Nos dividimos el territorio: de Figueroa a Hill y de la Sexta a la Novena para mí; de Figueroa a Hill y de la Quinta a la Primera para ellos. Colgué y me fui directamente a la parte baja.

Robé un listín de páginas amarillas e hice una lista: médicos auténticos y quiroprácticos, vendedores de hierbas medicinales y místicos, chupasangres que vendían religión y medicina embotellada bajo el caduceo de «médico». En el listín había unas cuantas entradas para ginecólogos y especialistas en obstetricia pero el instinto me dijo que el truco del médico empleado por Joe Dulange había sido algo fruto del momento, no el resultado de que en realidad buscara a un especialista para calmar a Betty. Funcionando a base de adrenalina, empecé a trabajar.

Localicé a la mayor parte de los médicos al comienzo de su jornada y obtuve el más amplio surtido de negativas sinceras que jamás me había encontrado como policía. Cada uno de los sólidos y respetables curalotodo con quién hablé me convenció un poco más de que el amigo del franchute tenía que ser por lo menos un tanto turbio. Tras engullir un almuerzo a base de bocadillos, empecé con la categoría siguiente: los cuasi-médicos.

Los chiflados de las hierbas eran todos chinos; los místicos, la mitad mujeres y la otra mitad tipos de aspecto normal. Creí todos y cada uno de sus asombrados noes; me los imaginé demasiado aterrados ante el franchute como para tomar en consideración su oferta. Estaba a punto de empezar con los bares para buscar datos sobre médicos alcoholizados cuando el cansancio pudo más que yo. Fui a mi «casa», en El Nido, y dormí durante... veinte minutos.

Demasiado nervioso para dormirme de nuevo, intenté pensar de forma lógica. Eran las 6, las consultas de los médicos comenzaban a cerrar, los bares no estarían maduros para una batida hasta unas tres horas después, por lo menos. Russ y Harry me llamarían si conseguían algo prometedor. Alargué la mano hacia el archivo y empecé a leer.

El tiempo se me pasó volando; nombres, datos y lugares en la jerga policial me mantuvieron despierto. Entonces, vi algo que ya había examinado una docena de veces antes, sólo que ahora pareció destacar del resto.

Eran dos tiras de anotaciones:

18/1/47: Harry — Llama a Buzz Meeks en Hugues y haz que llame a posibles relaciones neg. películas E. Short. Bleichert dice que la chica quería ser estrella. Hazlo con independencia de Loew — Russ.

22/1/47: Russ — Meeks dice que nada. Lástima. Tenía ganas de ayudar — Harry.

Con la manía fílmica de Betty fresca en mi mente, esas tiras tenían un aspecto diferente. Recordé a Russ diciéndome que iba a hablar con Meeks, el jefe de seguridad de Hughes y el «enlace no oficial» del departamento con la comunidad de Hollywood; recordé que eso ocurrió durante la época en que Ellis Loew se dedicaba a suprimir pruebas sobre la promiscuidad de Betty para conseguirse un caso en el cual poder exhibir mejor sus habilidades como fiscal. Además, el librito negro de Betty tenía anotado cierto número de gente del cine en escalones no muy altos, nombres que habían sido comprobados durante los interrogatorios del libro negro en el 47.

La gran pregunta:

Si Meeks había hablado de verdad con sus conexiones, ¿por qué no dio al menos con algunos de los nombres del libro negro y se los pasó a Russ y Harry?

Salí al vestíbulo, busqué el número de seguridad de la Hughes en las páginas amarillas y lo marqué. Una mujer de voz cantarina y algo nasal me respondió.

—Seguridad. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buzz Meeks, por favor.

—El señor Meeks no se encuentra ahora en su despacho. ¿Quién debo decirle que ha llamado?

—Detective Bleichert, policía de Los Ángeles. ¿Cuándo volverá?

—Cuando termine la reunión presupuestaria. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de la llamada?

—Asunto policial. Dígale que estaré en su despacho dentro de media hora.

Colgué y fui hasta Santa Mónica, a todo gas, en veinticinco minutos. El guardia de la puerta me dejó entrar en el estacionamiento de la fábrica y me señaló la oficina de seguridad, un barracón prefabricado Quonset al final de una larga hilera de hangares para aviones. Estacioné el coche y llamé a la puerta; me abrió la mujer de la voz cantarina.

—El señor Meeks dice que debe esperarle en su despacho. No tardará mucho.

Entré y la mujer se marchó, pareciendo aliviada de que su jornada laboral hubiera terminado. Las paredes estaban empapeladas con cuadros de los aeroplanos Hughes, arte militar que se hallaba al mismo nivel que los dibujos de las cajas de cereales para el desayuno. El despacho estaba mejor decorado: fotos de un hombre corpulento que llevaba el cabello cortado a cepillo en compañía de unos cuantos pesos pesados de Hollywood, actrices cuyo nombre no logré recordar junto con George Raft y Mickey Rooney.

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