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Authors: James Ellroy

La dalia negra (48 page)

Me instalé en una silla. El hombre corpulento apareció unos minutos después, con la mano extendida hacia mí de forma automática, como alguien cuyo trabajo fuera en un noventa y cinco por ciento relaciones públicas.

—Hola. Detective Blyewell, ¿verdad?

Me puse en pie. Nos estrechamos las manos; me di cuenta de que a Meeks le disgustaba un poco mi barba de tres días y las ropas que no me había cambiado desde hacía dos.

—Bleichert.

—Por supuesto. Usted dirá.

—Tengo que hacerle unas cuantas preguntas sobre un antiguo caso en el cual usted ayudó a Homicidios.

—Ya veo. Está con ellos, ¿no?

—Patrulla de Newton.

Meeks tomó asiento detrás de su escritorio.

—Un poco lejos de su jurisdicción, ¿no? Y mi secretaria dijo que era usted detective.

Cerré la puerta y me apoyé en ella.

—Es algo personal:

—Entonces, perderá usted sus veinte arrestos diarios de negros vagabundos que se mean en la calle. ¿O no le ha dicho nadie que los policías que se toman el trabajo como algo personal acaban muriéndose de hambre?

—No paran de repetírmelo y yo les digo una y otra vez que ése es mi problema. ¿Se tira usted a muchas aspirantes a estrella, Meeks?

—Me tiré a Carole Lombard. Le daría su número de teléfono, pero está muerta.

—¿Jodió con Elizabeth Short?

Tilt, bingo, premio gordo, resultados perfectos en el detector de mentiras en cuanto Meeks enrojeció y empezó a remover los papeles que había sobre su escritorio; su voz convertida en un jadeo para acabar de arreglarlo todo.

—¿Recibió unos cuantos golpes de más peleando con Blanchard o qué? Esa puta ha muerto.

Me abrí un poco la chaqueta para enseñarle a Meeks el 45 que llevaba.

—No hable así de ella.

—De acuerdo, chico duro. Ahora, supongamos que me dice lo que desea. Después lo arreglaremos y le pondremos fin a esta pequeña farsa antes de que se salga de madre. ¿Comprende?

—En el 47, Harry Sears le pidió que hablara con sus contactos del cine sobre Betty Short. Usted informó que no había conseguido averiguar nada. Mintió. ¿Por qué?

Meeks cogió un abridor de cartas. Pasó un dedo a lo largo de la hoja, vio lo que estaba haciendo y volvió a dejarlo.

—No la maté y no sé quién lo hizo.

—Convénzame o llamo a Hedda Hopper y le doy en bandeja su columna de mañana. ¿Qué tal le suena esto?: «Hombre relacionado con Hollywood suprimió pruebas del caso
Dalia
porque... blanco, blanco, blanco». Llene esos espacios para mí o lléneselos a Hedda. ¿Comprende?

Meeks probó una vez más con la bravata.

—Bleichert, si quiere joder a alguien, se ha equivocado de hombre.

Saqué el 45, me aseguré de que el silenciador estuviera bien colocado y metí una bala en la recámara.

—No, el que se ha equivocado es usted.

Meeks alargó la mano hacia un frasco de cristal tallado que había en un estante junto a su escritorio, se sirvió una buena ración de licor y la engulló.

—Lo que obtuve fue una pista que no llevaba a ninguna parte, pero puede quedarse con ella si tanto la desea.

Dejé oscilar el arma, sosteniéndola con un dedo por la guarda del gatillo.

—Me muero por saberlo, capullo. Démela.

Meeks abrió una pequeña caja fuerte incorporada a su escritorio y sacó un fajo de papeles de ella. Los estudió un momento, hizo girar su asiento y le habló a la pared.

—Me dijeron algo sobre Burt Lindscott, un productor de la Universal. Le saqué el dato a un tipo que odiaba a uno de los amigos de Lindscott, Scotty Bennett. Scotty era un chulo y un apostador, y le daba el número de teléfono de Lindscott en Malibú a todas las jovencitas de buen ver que pedían trabajo en la oficina de repartos de la Universal. La Short consiguió una de las tarjetas de Scotty y llamó a Lindscott.

»El resto, las fechas y todo eso, lo conseguí del mismo Lindscott. La noche del diez de enero, la chica le llamó desde el Biltmore. Burt le pidió una descripción del aspecto físico, y le gustó lo que oyó. Le comunicó a la chica que le haría una prueba de pantalla por la mañana, cuando volviera de una sesión de póquer en su club. La chica dijo que no tenía ningún sitio donde ir hasta entonces, por lo que Lindscott le contestó que pasara la noche en su casa: su criado le daría de cenar y le haría compañía. Ella cogió el autobús hasta Malibú y el criado —era marica— le hizo compañía. Después de eso, al mediodía del día siguiente, Lindscott y tres amigos suyos volvieron borrachos a casa.

»Pensaron que sería divertido, así que le hicieron la prueba a la chica; ella tuvo que leer un guión que Burt tenía por ahí. Era mala y se le rieron en la cara; después, Lindscott le hizo una oferta: si les trabajaba a los cuatro, él le daría un papelito en su siguiente película. La chica seguía enfadada con ellos porque se habían reído durante su prueba y perdió el control. Les llamó traidores, dijo que deberían estar de uniforme y que no tenían lo necesario para ser soldados. Burt la echó alrededor de las dos y media de esa tarde, sábado, día once. El criado dijo que no tenía ni un centavo y que, según había contado, pensaba volver andando a la ciudad.

»Así que Betty caminó o hizo autostop los cuarenta kilómetros hasta la ciudad, y así se encontró a Sally Stinson y Johnny Vogel en el vestíbulo del Biltmore unas seis horas después.

—Meeks, ¿por qué no informó de esto? —dije—. Y míreme a la cara.

Meeks se volvió hacia mí; en sus rasgos se leía la vergüenza.

—Intenté hablar con Russ y Harry pero estaban trabajando en la calle, así que llamé a Ellis Loew. Me dijo que no debía informar de lo que había descubierto y me amenazó con revocar mi licencia como responsable de seguridad. Más tarde, descubrí que Lindscott era un pez gordo de los republicanos y le había prometido a Loew un montón de dinero para su campaña como fiscal del distrito. Loew no quería verle implicado en lo de la
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.

Cerré los ojos para no tener que ver a ese hombre; Meeks siguió con sus disculpas mientras yo me pasaba imágenes mentales de Betty aguantando risas, proposiciones y siendo echada a patadas con destino a su muerte.

—Bleichert, hablé con Lindscott, con su criado y sus amigos. Lo que tengo son declaraciones auténticas, no les falta nada, lo comprobé. Ninguno de ellos pudo haberla matado. Todos estaban en casa y en sus trabajos desde el día doce hasta el viernes diecisiete. Ninguno de ellos pudo llevar a cabo el crimen y no me lo habría callado si el asesino fuera uno de esos bastardos. Tengo las declaraciones aquí mismo, se lo demostraré.

Abrí los ojos; Meeks hacia girar el dial de una caja fuerte empotrada en la pared.

—¿Cuánto le pagó Loew para comprar su silencio? —pregunté.

—Uno de los grandes —farfulló Meeks y retrocedió igual que si temiera ser golpeado.

Le aborrecía demasiado como para darle la satisfacción del castigo y me fui dejando suspendida en el aire la etiqueta de su precio.

Ahora tenía a medio llenar los días perdidos de Elizabeth Short.

Red Manley la dejó delante del Biltmore al anochecer del viernes, diez de enero; desde allí llamó a Burt Lindscott, y sus aventuras de Malibú duraron hasta las 2.30 de la tarde siguiente. Esa noche, el sábado once, estaba de nuevo en el Biltmore, donde se encontró con Sally Stinson y Johnny Vogel en, el vestíbulo, jodió con Johnny hasta un poco después de la medianoche y luego se marchó. Entonces encontró al cabo Joseph Dulange, o quizá fuera más avanzada la mañana, en el bar Búho Nocturno, entre la Sexta y Hill, a dos manzanas del Biltmore. Estuvo con Dulange, allí y en el hotel Habana, hasta la tarde o la noche del domingo, doce de enero, cuando él la llevó a ver a su «amigo médico».

De vuelta a El Nido, una pieza que faltaba seguía acosándome pese a mi cansancio. Logré definirla cuando pasé ante una cabina telefónica: si Betty llamó a Lindscott a Malibú, lo cual suponía poner una conferencia, tenía que existir un registro en la Bell Costa del Pacífico. Si puso otras conferencias, entonces o el día once, antes o después de acostarse con Johnny Vogel, la B.C.P. tendría la información en sus registros: la compañía guardaba los recibos de las conferencias de ese tipo para hacer estudios de coste y precios.

Mi fatiga se esfumó una vez más. Durante el resto del camino fui por las calles de menos tráfico, y me salté las señales de stop y las luces rojas; cuando llegué, estacioné delante de una boca de riego y subí los escalones de tres en tres hasta la habitación en busca de un cuadernillo.

Me dirigía hacia el teléfono del vestíbulo cuando éste se me adelantó con su sonido.

—¿Sí?

—¿Bucky? Cariño, ¿eres tú?

Madeleine.

—Mira, ahora no puedo hablar contigo.

—Teníamos una cita ayer, ¿recuerdas?

—Me he visto obligado a salir de la ciudad. Un asunto del trabajo.

—Podías haber llamado. Si no me hubieras contado lo de este pequeño escondite tuyo, habría pensado que estabas muerto...

—Madeleine, por Cristo...

—Cariño, necesito verte. Mañana van a derribar esas letras del cartel de Hollywoodlandia y también algunos bungalós que papá posee allá arriba. Bucky, las concesiones del terreno han vuelto a la ciudad pero papá compró esas propiedades y construyó esas casas con su propio nombre. Usó los peores materiales, y un investigador del concejo ha estado metiendo las narices y rondando a los abogados fiscales de papá. Uno de ellos le dijo que ese viejo enemigo suyo que se suicidó le dejó al concejo un informe sobre las propiedades de papá y...

No parecía tener el menor sentido: papá, un tipo duro, metido en problemas; Bucky, un tipo duro, el segundo en la fila de los consoladores.

—Mira, ahora no puedo hablar contigo —repuse, y colgué.

Tenía por delante la peor parte del trabajo detectivesco, la auténtica mierda. Coloqué mi cuadernillo y mi pluma sobre el estante que había junto al teléfono. Después, vacié las monedas acumuladas durante cuatro días en mis bolsillos, y conseguí unos dos dólares... suficiente para cuarenta llamadas. Primero telefoneé a la supervisora nocturna de la Bell Costa del Pacífico, y le pedí una lista de todas las conferencias puestas en los teléfonos públicos del hotel Biltmore las tardes y noches del 10, 11 y 12 de enero de 1947; los nombres y direcciones de los destinatarios de las llamadas, y las horas de éstas.

Me quedé sosteniendo, nervioso, el auricular mientras la mujer hacía su trabajo, lanzándole miradas feroces a los demás residentes de El Nido que deseaban utilizar el teléfono. Luego, una media hora más tarde, la supervisora llamó y empezó a hablar de nuevo.

El número y la dirección de Lindscott figuraba entre los anotados el 10 de enero pero nada más de lo registrado esa noche me pareció sospechoso. De todas formas, anoté su información al completo; después, cuando la mujer llegó a la noche del 11 —más o menos cuando Betty se encontró a Sally Stinson y Johnny Vogel en el vestíbulo del Biltmore—, me tocó la lotería:

Se hicieron cuatro llamadas a consultas de especialistas en obstetricia de Beverly Hills. Anoté los números y los nombres, junto con los números de servicio nocturno de los médicos y la lista de llamadas que vino a continuación. Ésa no me produjo ninguna chispa, pero las copié de todas formas. Después, ataqué Beverly Hills con un arsenal de monedas de veinticinco centavos.

Hizo falta toda mi calderilla para conseguir lo que deseaba.

Les dije a las telefonistas de los servicios de llamadas nocturnas que era una emergencia policial; me pusieron con los domicilios particulares de los médicos. Hicieron que sus secretarias fueran en coche a sus consultas para comprobar sus registros y luego me telefonearon a El Nido. La totalidad del proceso requirió dos horas. Al final, había obtenido lo siguiente:

A primera hora de la noche del 11 de enero de 1947, una tal «señora Fickling» y una tal «señora Gordon» llamaron a un total de cuatro especialistas en obstetricia distintos de Beverly Hills, en petición de hora para una prueba de embarazo. Las telefonistas del servicio de llamadas nocturnas concertaron las citas para las mañanas del 14 y el 15 de enero. El teniente Joseph Fickling y el mayor Matt Gordon eran dos de los héroes de guerra con los que Betty había salido y con los que fingió estar casada; nadie acudió a las citas porque el día catorce estaba siendo torturada hasta morir; el día 15 era un montón de carne mutilada entre la Treinta y Nueve y Norton. Llamé a Russ Millard a la Central; una voz vagamente familiar me respondió:

—Homicidios.

—Teniente Millard, por favor.

—Está en Tucson, con la extradición de un prisionero.

—¿Harry Sears también?

—Sí. ¿Cómo te encuentras, Bucky? Soy Dick Cavanaugh.

—Me sorprende que hayas reconocido mi voz.

—Harry Sears me dijo que llamarías. Te ha dejado una lista de médicos pero no consigo encontrarla. ¿Era eso lo que deseabas?

—Sí, y necesito hablar con Russ. ¿Cuándo estará de vuelta?

—Supongo que a última hora de mañana. ¿Hay algún sitio al cual pueda llamarte si consigo encontrar la lista?

—Estoy moviéndome mucho. Ya te llamaré.

Había que probar con los demás números pero la pista de esos médicos era demasiado potente como para dejarla reposar. Volví a la parte baja para buscar al médico amigo de Dulange, después de que me hubiera desprendido de mi agotamiento igual que si fuera una patata caliente.

Estuve en ello hasta la medianoche. Me concentré en los bares alrededor de la Sexta y Hill; hablé con las moscas que los frecuentaban, pagándoles copas y recogiendo comentarios a propósito de sus problemas y un par de indicaciones sobre abortistas que casi parecían ser auténticas.

Así terminó otro día sin dormir; empecé a ir en coche de un bar a otro, haciendo sonar la radio para no cerrar los ojos. Las noticias no paraban de hablar sobre la «importante remodelación» del letrero de Hollywoodlandia. La consideraban un hecho clave e interpretaban el que se quitara L-A-N-D-I-A como lo más importante que había ocurrido desde Jesucristo. Mack Sennet y su proyecto de Hollywoodlandia estaban consiguiendo mucho tiempo de emisión y un cine de Hollywood estaba exhumando un montón de sus viejas películas con los Keystone Kops.

Cuando se acercaba la hora de cierre de los bares, me sentía igual que un Keyston Kop y parecía un vagabundo: barba de varios días, ropas sucias, una febril atención a todo que no dejaba de extraviarse de continuo. Cuando los borrachos ansiosos de encontrar más bebida y camaradería empezaron a buscarme, me lo tomé como un serio aviso, fui hasta un estacionamiento desierto, entré en él y me dormí.

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