Los dos se acercaron.
—¿Y qué negocios tienes con ese Monck? —preguntó el que me había llamado.
—Le traigo un mensaje. —Me adelanté un paso.
—¿Un mensaje de quién? —El tipo se limpió la lluvia de la cara.
No me demoré ni un instante.
—De mi señora —le dije, con la esperanza de que no hubiera hecho su trabajo lo bastante bien para saber que Monck era un septuagenario y no estaba para intrigas amorosas.
—¿Y quién es tu señora?
Yo le dediqué una sonrisa afectada e hice rodar los ojos como había visto hacer a un lacayo muy picarón cientos de veces.
—No es de vuestra incumbencia. ¿Y quiénes sois que os interponéis en mi camino con tanta insolencia?
—Estos pelmazos se tienen por grandes caballeros —dijo uno de los centuriones—. Somos de la guardia aduanera. Y tú no eres más que un pringado. No deberías olvidarlo.
—Marchaos y entregad vuestro mensaje, señor —dijo el otro—. Y perdonad si os hemos importunado en vuestra importante tarea. No quisiera pensar que me he interpuesto entre el señor Monck y el conejo de vuestra señora.
Sonreí con desprecio al que había hablado y llamé a la puerta; a pesar de mi altanería, estaba muy inquieto: guardias aduaneros, los agentes encargados de hacer cumplir la ley de aranceles aduaneros. ¿Qué hacían unos hombres cuya misión era perseguir a los contrabandistas y a quienes burlan las aduanas buscando a un supuesto asesino huido de Newgate? No tenía sentido, pero aquello parecía indicar que detrás de mi condena había mucho más de lo que imaginaba.
Cuando oí que abrían, me asusté. Sin duda, la señora Henry, la casera de Elias, me reconocería, y no estaba seguro de poder contar con su silencio. Siempre me había mirado con afabilidad, pero ahora se me consideraba un asesino, y sabía que habría quienes no verían mi actuación en casa del señor Rowley con buenos ojos.
Por suerte, no había motivo para asustarse. La señora Henry abrió la puerta, me miró a la cara y, como si no tuviera ni idea de quién era yo, me preguntó qué quería. Yo me limité a repetir lo que había dicho a los centuriones y ella me hizo pasar.
Pensé que la mujer querría preguntarme algo, o suplicarme que volviera a la prisión y tuviera fe en la ley y en el Señor, pero no fue así. Con una sonrisa cordial y un gesto de la cabeza, me dijo:
—Suba. Está arriba.
Elias abrió la puerta en cuanto llamé. Sus ojos se abrieron con desmesura por un momento, y luego me agarró del brazo y me arrastró al interior.
—¿Estás loco? Abajo hay hombres que te buscan.
—Lo sé —dije yo—. Guardias de aduana.
—¿Del servicio aduanero? ¿Y qué tienen que ver ellos con esto? —Empezó a decir algo sobre lo peculiar de aquel hecho, pero cambió de opinión y se acercó a un aparador en el que había una botella y unos vasos sucios. Los alojamientos de Elias eran agradables, pero no estaban precisamente limpios; había ropa sucia, libros, periódicos y platos sucios por todas partes. Tenía algunas velas encendidas sobre su escritorio y al parecer estaba ocupado con algún proyecto cuando llamé. A pesar de ser un cirujano de cierto renombre, Elias prefería las artes literarias; ya había empleado su pluma para probar con el teatro y la poesía. Según me había dicho, ahora estaba escribiendo las memorias ficticias de un osado cirujano escocés que se movía por el laberinto social de Londres.
»Es evidente que has pasado por muchas cosas —dijo—, pero, antes de que me lo cuentes, debo pedirte que tomes un enema.
—Me ofreció un cilindro del tamaño de mi dedo. Era marrón, y parecía duro como una piedra.
—¿Disculpa?
—Un enema —me explicó con gran entusiasmo—. Es un purgante para los intestinos.
—Sí, conozco la palabra. Pero, después de haberme escapado de la prisión más temida del reino, no me apetece celebrar mi libertad cagando en tu orinal mientras tú esperas para examinar las pruebas.
—A nadie le gustan los enemas, pero esa no es la cuestión. He estudiado detenidamente el asunto y he llegado a la conclusión de que es lo mejor para ti… mejor incluso que la sangría. Lo ideal sería combinarlo con un diurético y un purgante, pero sospecho que no querrás tomar las tres cosas.
—Es curioso lo bien que nos conocen los amigos —comenté—. Sabes ver en mi interior como nadie, y te has dado cuenta de que no estoy de humor para cagar, mear y vomitar al mismo tiempo.
Él levantó la palma de la mano.
—Olvidemos este asunto de momento. Yo solo pienso en tu salud, y tú lo sabes, pero no puedo obligarte a aceptar la medicina. Supongo que no me rechazarás un vaso de vino, ¿no?
—No sé por qué, pero este ofrecimiento me atrae más que el otro.
—No hay necesidad de ser impertinente —dijo mientras me servía un vaso de vino tinto de un color apagado. Cuando se volvió para dármelo, pareció reparar por primera vez en mi librea—. Te sienta bien el servicio —dijo.
—Por el momento, el traje me ha resultado muy útil.
—¿Dónde lo has conseguido?
—Es del lacayo de Piers Rowley.
Elias abrió mucho los ojos.
—Weaver, no habrás ido allí, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
—Me pareció que era la mejor opción.
Él se llevó la mano a la cara, como si yo hubiera arruinado algún gran plan. Se puso muy derecho y respiró hondo.
—Espero que no hayas hecho ningún disparate.
—Por supuesto que no. Sin embargo, le he cortado al juez una de sus orejas y le he quitado cuatrocientas libras.
Extrañamente, mis palabras parecieron asustarle. Quitó un par de pantalones manchados de vino de una silla y se sentó.
—Tienes que salir del país lo antes posible. Quizá podrías ir a las Provincias Unidas. Tienes un hermano allí, ¿verdad? O a Francia.
—No pienso abandonar el país —dije levantando lo que parecía el corsé de una dama de la silla que tenía más cerca—. No pienso huir y dejar que todo el mundo crea que soy un asesino. —Arrojé aquella prenda encima de los pantalones y tomé asiento.
—¿Y qué importa lo que piense el mundo? Incluso si pudieras demostrar que no mataste a ese Yate, te colgarían de todos modos por cortarle la oreja a un juez del Tribunal Supremo y robarle cuatrocientas libras. La ley no ve estas cosas con muy buenos ojos.
—Tampoco ve con buenos ojos la corrupción de los jueces. Estoy seguro de que una vez se comprenda que, con su corrupción, Rowley no me ha dejado otra salida, se retirará cualquier cargo que haya contra mí.
—Has perdido el juicio. Por supuesto que no se retirarán los cargos. No puedes pasar por encima de la ley, por muy justas que sean tus motivaciones o muy lógicos que sean tus argumentos. Aquí no hay juego limpio. Esto es el gobierno.
—Ya veremos qué puedo y qué no puedo hacer —dije con una confianza que no tenía.
Por un momento, Elias calló.
—Cuatrocientas libras es mucho dinero. ¿Crees que te hará falta todo?
—Elias, por favor.
—Bueno, me debes treinta libras, y puesto que dentro de poco te ahorcarán, creo que es justo que te lo recuerde. Si quiero terminar esta pequeña obra de ficción, voy a necesitar toda la ayuda posible.
—Escucha —le dije—. No puedo quedarme mucho tiempo. He dicho a los guardias que venía a entregar una carta amorosa a tu amigo inquilino. Ahora me iré. Nos reuniremos dentro de una hora en una posada llamada Turco y Sol, en Charles Street. ¿La conoces?
—Sí, pero nunca he entrado.
—Yo tampoco, por eso es un buen sitio. Y asegúrate de que no te siguen.
—¿Y eso cómo lo hago?
—No lo sé. Pide inspiración a tu musa. Coge varios coches de caballos.
—Muy bien —dijo él—. En el Turco y Sol, dentro de una hora.
Yo me puse en pie y dejé mi vaso sobre el escritorio.
—De todos modos, ¿cómo conseguiste salir?
—¿Viste aquella mujer que me abrazó cuando pronunciaron la sentencia?
—Ciertamente, la vi. Una bella criatura. ¿Quién es?
—No lo sé, pero me puso una ganzúa en la mano.
—Todo un detalle. ¿No tienes ni idea de quién puede ser?
—A juzgar por la actuación de Jonathan Wild, imagino que será de las suyas. Solo el gran cazador de ladrones podría tener una cuadrilla de bellas maestras de la ganzúa a sus órdenes. Sin embargo, no especularé sobre el motivo por el que podría querer verme libre. Y tampoco entiendo por qué testificó favorablemente.
—Yo tampoco lo entendí. Cuando subió al estrado, pensé que haría lo posible por destruirte. Te ha tratado bastante mal en el pasado, y ha mandado a sus esbirros a que te apaleen. Y ahora pretende hacernos creer que te admira. Es la cosa más desconcertante del mundo, pero no creo que tengas intención de preguntárselo, ¿me equivoco?
Yo reí.
—No, la verdad. No tengo intención de presentarme en su taberna, mientras se ofrezca una recompensa por mi cabeza, para preguntarle si, aparte del favor del estrado, también fue responsable del otro. Porque, si la respuesta es no, podría verme en un serio aprieto.
Elias asintió.
—Aun así, si fue él quien te envió a la mujer, te convendría averiguar por qué.
—Y lo haré. Tarde o temprano lo sabré.
—Puesto que ya no estás en Newgate, deduzco que hiciste buen uso de la ganzúa.
—Le di el mejor uso que pude. Abrí los cierres de mis cadenas —dije— y arranqué un barrote de la ventana, que utilicé para derribar la pared de la chimenea, por la que subí. Luego abrí unas cuantas cerraduras más, subí por varias escaleras, atravesé una ventana con barrotes y, finalmente, bajé por una cuerda que hice con mis ropas y quedé desnudo en la calle.
Se me quedó mirando.
—Una hora —repitió—; dentro de una hora en el Turco y Sol.
Había pasado cientos de veces ante aquella taberna y jamás había entrado, porque siempre me pareció poco llamativa. Sin embargo, en aquellos momentos, eso era justamente lo que buscaba. En el interior, las mesas estaban atestadas de hombres anónimos de clase media, con sus bastas ropas de lana y sus risas groseras. Hacían lo que suelen hacer los hombres en estos lugares: sobre todo beber, aunque también comían chuletas, fumaban sus pipas, y manoseaban a las putas que entraban tratando de ganarse algún chelín.
Me senté a la mesa menos iluminada que pude encontrar y pedí un plato de algo caliente y una jarra de cerveza. Cuando me pusieron delante un pollo con salsa de pasas, me lancé sobre el pájaro con una ferocidad carnívora; me puse de grasa hasta las orejas.
Imagino que los lacayos con librea no formaban parte de la clientela habitual de la taberna, por eso vi que miraban con curiosidad, aunque no tuve que aguantar ninguna otra molestia. Cuando terminé de comer, bebí la cerveza y, quizá por primera vez, me pregunté seriamente cómo salir de aquella difícil situación, sin duda la peor en la que me había visto en una vida llena de situaciones complicadas. Cuando Elias se presentó, no había llegado a ninguna conclusión. Se acercó a mi mesa, inclinándose como si tuviera miedo de que le echaran una manzana a la cabeza. Pedí una cerveza, cosa que le alegró no poco.
Una vez se hubo remojado los labios con la bebida, se sintió preparado para abordar el asunto que nos ocupaba.
—Explícame otra vez por qué no quieres huir.
—Si de verdad hubiera matado a Yate —dije—, huiría encantado. Adoptaría el papel del fugitivo. Pero yo no he matado a nadie, y no pienso pasar el resto de mi vida como un renegado, temiendo entrar en un país que siempre ha sido mi hogar porque alguien ha querido que así fuera.
—Lo que ese alguien quería era verte muerto. Mientras sigas con vida, habrás derrotado a tus enemigos.
—No puedo aceptar eso. Quiero que se haga justicia. Al menos, necesito saber por qué ha pasado todo esto, y pienso arriesgar mi vida quedándome en Londres para averiguarlo. Además, se lo debo a Yate.
—¿A Yate? Pensé que no lo conocías hasta una hora antes de su muerte.
—Y así es. Pero en una hora nos hicimos amigos. Durante la refriega, él me salvó la vida una vez y, si puedo evitarlo, no dejaré que su muerte quede impune.
Elias suspiró y se pasó las manos por el rostro.
—Dime qué has averiguado hasta ahora.
Ya le había hablado de mis encuentros anteriores con el señor Ufford y Littleton, aunque volví a recordárselos. Le hablé también de la conversación con Rowley.
Elias no pareció menos sorprendido que yo.
—¿Y por qué iba a querer Griffin Melbury que te ahorcaran? —preguntó—. Por Dios, Weaver, ¿no se la estarás pegando con su mujer? Porque si todo esto es por un asunto de faldas voy a sentirme muy decepcionado.
—No, no me estoy acostando con la mujer de otro hombre. Hace casi medio año que no veo a Miriam.
—¿No la has visto, dices? ¿Y le has mandado alguna carta?
Negué con la cabeza.
—No, en absoluto. No he tenido ningún contacto con ella. Hasta me extrañaría que Melbury supiera que la pedí en matrimonio. Dudo que ella le haya hablado de antiguos amores, y desde luego no de forma que pudiera suscitar sus celos.
—Con las mujeres nunca se sabe. A veces hacen las cosas más sorprendentes. Después de todo, ¿no te sorprendió que la señora Melbury se convirtiera al cristianismo?
Aparté la vista. Desde luego que me había sorprendido, y hasta un punto que no acertaba a comprender. Desde que había reiniciado mi relación con mis parientes, sobre todo mi tío y su familia, y había vuelto al barrio de Dukes Place, el hábito y la inclinación me empujaban cada vez más a la comunión con mis correligionarios. Respetaba la celebración del sabbat, decía mis oraciones en la sinagoga casi todos los días festivos y cada vez me resultaba más difícil violar las normas sobre alimentación. Aún no me había decidido a seguir estas leyes al pie de la letra, pero cada vez que pensaba en comer cerdo o carne hervida con leche sentía cierta repugnancia, incluso con el pollo que me habían servido en la taberna. Empezaba a incomodarme llevar la cabeza descubierta; siempre que era posible evitaba hacer negocios en viernes por la noche o sábado. De vez en cuando me sentaba en el estudio de mi tío y hojeaba su Biblia en hebreo, tratando de refrescar ese escurridizo idioma que durante tantos años había estudiado de niño.
No pretendo decir que me hubiera acercado ni remotamente a lo que un verdadero devoto consideraría la plena observancia de las leyes judías, pero me sentía más cómodo si respetaba ciertas normas. Y, tal vez porque, como cualquier hombre, yo también miro en mi interior y tiendo a pensar que el resto del mundo piensa lo mismo que yo, creía que Miriam tendría aquellas mismas inclinaciones. Después de todo, iba a la sinagoga, ayudaba a mi tía en los preparativos para las fiestas y, que yo supiera, jamás había incumplido el sabbat ni las normas de alimentación… ni siquiera cuando se fue de la casa de mi tío. Entonces… ¿por qué se había unido a la Iglesia anglicana?