Al acercarme, vi que Rowley sujetaba un voluminoso libro contra el pecho. Se había quedado dormido. Confieso que sentí la tentación de vengarme en aquel momento. Cogerlo del cuello y dejar que despertara a la pesadilla de su propia muerte. La crueldad de semejante experiencia me atraía y, desde luego, era lo que merecía. Pero, por muy satisfactorio que pudiera resultarme, era consciente de que su asesinato me serviría de muy poco.
Me planté ante él y carraspeé hasta que el hombre empezó a despertarse. Sus párpados carnosos parpadearon, y sus mandíbulas interpretaron la danza del despertar. Se limpió la baba de los labios con el dorso de la manga y alargó la mano para coger su vaso de vino.
—¿Qué pasa, Daws? —preguntó en tono ausente, pero cuando el borde plateado del vaso tocó sus labios, sus ojos me enfocaron por primera vez y supo que yo no era Daws. Se sentó muy derecho y el vino le cayó sobre el regazo—. Weaver —susurró.
—El señor Daws está incapacitado —le dije—, y vuestro mayordomo, cuyo nombre no he llegado a saber, tiene la cabeza rota.
Rowley volvió a recostarse en la silla.
—Habéis logrado escapar —observó, con una leve sonrisa.
No tenía sentido que confirmara lo obvio.
—Estabais decidido a que el jurado me condenara —dije—. ¿Por qué?
—Eso debéis discutirlo con el jurado —contestó él, encogiéndose contra el respaldo de su silla. La presión hizo que sus mandíbulas se desplegaran como alas. Parecía la máscara de un disfraz en lugar de un hombre.
—No, eso debo discutirlo con vos. No manifestasteis ningún interés por descubrir la verdad sobre la muerte de Yate. Solo os preocupasteis por hacer que me condenaran, y no vacilasteis en condenarme a la horca. Quiero saber por qué.
—El asesinato es un crimen terrible —dijo él muy suave—. Debe ser castigado.
—También el intento de asesinato, pues no puedo interpretar el trato que me dispensasteis de otro modo.
Rowley dejó de encogerse, como si hubiera decidido mostrarse osado.
—Podéis pensar lo que queráis. Vuestras opiniones son vuestras, pero no me hagáis responsable de ellas.
Di un paso hacia él.
—Permitid que diga algo evidente: solo me pueden ahorcar una vez. El veredicto ha sido pronunciado. Si me atrapan, sin duda me espera un horrible destino, independientemente de lo que suceda ahora entre nosotros. Debéis entender que en este momento la ley no puede reprimir mis actos. —Me incliné hacia él—. En vuestros esfuerzos por hacer que la ley me castigara, me habéis colocado más allá de ella, y tengo muy poco que perder si me dejo llevar por mis impulsos violentos. Así que dejad que lo pregunte otra vez. ¿Por qué queríais que me condenaran?
—Porque creía que erais culpable —dijo él volviendo el rostro.
—No os creo ni por un momento. Oísteis a los testigos confesar que cobraron por decir que vieron lo que no habían visto, puesto que no había pasado. Pero preferisteis no hacer caso de la falsedad de los testimonios. Prácticamente ordenasteis al jurado que no hiciera caso de la falsedad de los testimonios. Exijo saber por qué. —Anticipando cierta resistencia por parte de su señoría, había cogido un cuchillo de la cocina. Se lo mostré y, en lugar de esperar a que decidiera si me creía capaz de usarlo o no, le hice un corte bajo el ojo izquierdo. Nada serio, solo para que supiera que no soy de los que hablan mucho pero luego no hacen nada.
El hombre se echó las manos al ojo para taparse la herida, que, debo decir, era bastante insignificante. Sangraba un poco, pero he sufrido heridas más graves en la cara a manos de mi barbero.
—¡Me habéis dejado ciego! —gritó.
—No, no lo he hecho —repliqué—, pero veo que la idea de quedaros ciego os resulta perturbadora. No dudaré en rebanaros un ojo si no decís lo que sabéis. Tal vez no se os haya ocurrido, pero no puedo perder mucho tiempo. Espero que me perdonaréis si me impaciento un poco.
—Que el diablo os lleve, Weaver. No tenía elección. Hice lo que pude por vos. —Rowley permaneció encogido, presionándose la herida con ambas manos, como si fuera a desangrarse si no ponía sus diez dedos en acción.
—¿Por qué no teníais elección?
—Maldita sea —musitó, pero no me lo decía a mí. Parecía como si le hablara al aire. Entonces me miró una vez más—. Escuchad, Weaver, habéis escapado. Eso tendría que bastaros. Si sois listo, no perderéis el tiempo y desapareceréis. No os conviene hacer enfadar a esa gente.
—¿Qué gente? ¿Quién os dijo que pusierais al jurado en mi contra? —exigí.
Silencio. Pero entonces levanté el cuchillo y Rowley reconsideró su posición.
—¡Caramba! No pienso dejar que me mutilen por él. No lo aprecio tanto como para eso. Maldito el día que me dejé implicar en todo esto. Pero tenemos unas elecciones generales encima y ningún hombre puede permitirse ser neutral.
—¿Qué? ¿Qué tienen que ver las elecciones con esto?
—Fue Griffin Melbury —dijo—. Griffin Melbury me dijo que lo hiciera, pero os suplico que no digáis que os lo he dicho. Ese hombre es un enemigo muy peligroso, y no me gustaría que la tomara conmigo.
Sus palabras me sorprendieron tanto que casi se me cae el cuchillo. Pero conseguí sujetarlo, y lo apreté con tanta fuerza que los dedos se me pusieron blancos.
Griffin Melbury, el candidato tory que se presentaba para Westminster. El hombre que se había casado con Miriam.
—Contádmelo todo —dije—. Y no os saltéis nada.
—Melbury me pidió que me reuniera con él en cuanto salió vuestro juicio. Me dijo que era imprescindible que se os declarara culpable, que se os ahorcara. Todos los valores que defienden los tories (una Iglesia fuerte, una monarquía fuerte, controlar la nueva riqueza y a los pensadores liberales), todo dependía de ese veredicto. Dejó muy claro que si no cumplía con mi deber en este asunto, después de las elecciones seguramente descubriría que había más tories en el poder de los que hacían falta para que perdiera mi puesto.
Yo sabía que la mayoría de los jueces son criaturas políticas y deben lealtad a uno de los dos partidos. También sabía que no les importaba dejarse influir en sus resoluciones. Sin embargo, no acababa de entender por qué querían los tories que se me condenara por aquel crimen. ¿Qué relación podía tener mi destino con la causa tory? A menos, claro está, que Melbury se hubiera inventado todo aquello y para él fuera un asunto de honor. Sin embargo, no conocía a Griffin Melbury, nunca le había contrariado o enfurecido, y me resultaba difícil creer que pudiera odiarme tanto solo porque en otro tiempo había cortejado a la mujer que se había convertido en su esposa.
—¿Por qué? —pregunté.
—No lo sé —espetó, como si yo fuera su hijo y le hubiera preguntado por qué el cielo es azul—. No lo sé. No me lo dijo; no quiso decirlo. Se lo pregunté, pero él me contestó con amenazas. Debéis saber que no me ha producido ninguna satisfacción hacer esto. Pero no tenía elección.
—¿Y qué tengo que ver yo con esto? ¿Qué influencia puedo tener en la causa tory?
—¿Cómo voy a saberlo si Melbury no me dijo nada? Seguramente vos podéis contestar a eso mejor que yo. De haber podido evitar lo sucedido hoy en el tribunal, lo hubiera hecho. No me complace que mi reputación quede manchada por vuestra causa… he actuado como lo he hecho porque no podía hacer otra cosa.
Durante un buen rato permanecí inmóvil, sin oír nada… ni el chisporroteo del fuego ni el tictac del reloj ni la pesada respiración de Piers Rowley, cuyas manos habían dejado de rascar la herida, que ya había dejado de sangrar, y habían pasado a sostener su rostro lloroso.
Me pareció un personaje patético.
—Quiero ver vuestros billetes —dije.
Rowley se quitó las manos del rostro. Se había contentado con encogerse y temblar cuando solo amenazaba su vida, pero ahora que buscaba su dinero, despertó el león que llevaba dentro.
—Os tenía por una persona demasiado honorable para convertiros en ladrón —dijo con firmeza. Su voz había adquirido cierta compostura, y pensé que, o bien amaba muchísimo su dinero o la cobardía de antes solo había sido una estratagema para ahorrarse golpes.
—Se me ha condenado por un delito grave —dije—. Estoy seguro de que el jurado no habrá perdido el tiempo y habrá corrido a mi casa para confiscar mis pertenencias. Ahora no tengo ni casa ni dinero pero, puesto que vos habéis sido el artífice de mi condena, lo justo es que me compenséis por las pérdidas. Y bien, ¿vuestros billetes?
—No pienso decirlo, Weaver. No permitiré que me robéis.
«No pienso decirlo.» Sin duda había perdido el juicio. Mejor hubiera hecho en decir que no tenía dinero. Esgrimí el cuchillo, pero Rowley se mostró desafiante.
—Creo que la herida que me habéis provocado demuestra que no sois hombre dado a la violencia gratuita —dijo—. Podíais haberme hecho mucho más daño.
En aquel momento oí cierto revuelo en la cocina. Y luego el grito de una mujer. La sirvienta cuya virtud estaba a salvo con el lacayo había vuelto temprano y se había encontrado a sus compañeros del servicio en una situación apurada. No podía demorarme mucho más en casa del juez.
—Los billetes. Ahora.
El hombre se aventuró a esbozar una leve sonrisa.
—Me parece que no. —Me di cuenta de que su ego se hinchaba por momentos mientras se concentraba en desafiarme—. Veréis, Weaver, vuestra reputación os ha perjudicado. Quizá podáis esgrimir espadas y pistolas, y hasta puede que las utilicéis cuando os amenazan u os enfrentáis a peligrosos delincuentes, pero yo no soy más que un viejo juez. Dudo que hagáis daño a una criatura tan indefensa. Ya me he cansado de vuestras amenazas. Os he dicho lo que queríais, a pesar de que corro un gran riesgo. Ahora marchaos si podéis, porque no pienso daros ni un penique, ni siquiera un cuarto de penique. Si creéis que merecéis una compensación, debéis solucionar el asunto con Griffin Melbury.
Consideré sus palabras un momento y luego actué con una rapidez que a mí mismo me sorprendió. Con una mano cogí su oreja derecha y con la otra empleé mi cuchillo para rebanarle una buena parte de ella. Sostuve aquella cosa sanguinolenta entre los dedos y se la mostré antes de arrojarla encima de su mesa, donde aterrizó sobre un montón de correspondencia con un ruido sordo. Rowley, que estaba demasiado perplejo para gritar o aun moverse, se quedó mirando los pequeños pedazos de carne.
—¿Dónde guardáis el dinero? —volví a preguntar.
Para mi regocijo, descubrí que el señor Rowley tenía más de cuatrocientas libras de billetes negociables, además de otras veintitantas en efectivo; pude reunirías todas y abandonar la casa antes de que la moza regresara con quien fuera que había ido a buscar. Aunque era una flaca recompensa por el daño que me había hecho, me satisfizo arrebatarle tan elevada suma.
No tenía una idea muy clara de qué hacer con la información que Rowley me había dado, qué camino seguir, ni dónde encontraría un lugar seguro donde esconderme. Sin embargo, sabía adónde quería ir a continuación.
Jamás había imaginado cómo era la vida de un lacayo, pero de camino hacia Bloomsbury Square recibí el saludo de rameras, fui abucheado por otros hombres con librea que veían que algo faltaba en mi indumentaria, fui vilipendiado por mozos de linterna y algunos aprendices me ofrecieron de beber. El lacayo vive en la frontera entre el privilegio y la ausencia de privilegios, vive en ambos territorios y recibe las mofas de ambos si se atreve a aventurarse demasiado en uno u otro lado.
Evité a estos torturadores lo mejor que pude, pues ignoraba lo convincente que resultaría si alguien se me acercaba demasiado. La mayoría de lacayos eran más jóvenes que yo, aunque no todos, y seguramente la edad no hubiera sido mi rasgo más traidor. La peluca hizo mucho más daño, pues aunque me había tomado muchas molestias por ocultar mis rizos debajo, quedaba rara y abultada en mi cabeza y yo sabía que si alguien se fijaba bien no pasaría la prueba.
Me acerqué a los alojamientos de mi amigo Elias Gordon en un estado de cierta exaltación. Suponía que a esas alturas ya se habría descubierto mi fuga y cualquiera mínimamente familiarizado con mis hábitos sabría que Elias, que a menudo me ayudaba en mis pesquisas, sería la primera persona a quien acudiría. Si su casa estaba vigilada, seguramente también lo estaría la de mi tío, y las de la media docena de amigos y parientes más próximos. Pero de todos mis conocidos, Elias era en quien más confiaba, no solo porque sabía que me protegería, sino porque consideraría mi problema con la mente clara y abierta.
Elias era cirujano de profesión, pero era todo un filósofo. Durante mis intentos por desenmarañar el secretismo que rodeó la muerte de mi padre, fue él quien me introdujo en el misterioso funcionamiento dé las grandes instituciones financieras de este reino. Y lo más importante, él me enseñó a comprender la teoría de la probabilidad —el motor filosófico que impulsaba la maquinaria de las finanzas— y a utilizarla para resolver un crimen sin pruebas ni testigos. Mis problemas actuales parecían más serios, pero tenía la esperanza de que Elias vería lo que yo no sabía ver.
Por tanto, me arriesgué a visitarle, confiando en mi disfraz, mi agudeza mental y —aunque algo mermada— mi fuerza física. Me convencí a mí mismo de que, a menos que hubiera un ejército esperándome, podría despachar con relativa rapidez a cualquier hombre que se me pusiera por delante.
La lluvia había aflojado, aunque no paró del todo, y las calles estaban oscuras y cubiertas de fango. Cuando me acercaba a la casa de Elias, vi a dos hombres haciendo guardia en la calle, encorvados para resguardarse de la llovizna. Tendrían más o menos mi edad, pero ninguno de ellos parecía especialmente fuerte. Llevaban las ropas oscuras de los respetables hombres de clase media, peluca corta y sombrero pequeño, todo empapado. No era lo mismo que una librea pero se acercaba. No imaginaba quiénes podían ser, aunque se notaba que no eran ni guardias ni soldados. Sin embargo, iban bien armados. Vi que cada uno llevaba una pistola en la mano y tenía los bolsillos llenos, seguramente de perdigones. Yo, por mi parte, no tenía más armas que el cuchillo, que había ocultado en el interior de mi librea.
Pensé en dar un rodeo y entrar por la parte de atrás, pero uno de los hombres me vio y me llamó.
—Eh, amigo —dijo—. ¿Qué buscas?
—Vengo a ver al señor Jacob Monck, que vive aquí —dije, utilizando el nombre de un inquilino que sabía que vivía allí. También imité el marcado acento de Yorkshire, con la esperanza de que los despistara.