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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

La conjura (8 page)

Finalmente, me encontré en una gran estancia, oscura y abandonada. Sin embargo, pude ver una luz a lo lejos y, tras avanzar con tiento hacia ella, me encontré una ventana con barrotes. Normalmente, aquello hubiera hecho desesperar a cualquiera, pero había llegado tan lejos que, para mí, una ventana con barrotes no era distinta de una sin ellos tras la que hubiera una bella jovencita para ayudarme a pasar. Los barrotes eran viejos y estaban muy oxidados, así que en una hora ya los había roto y pude deslizarme entre ellos y salir al tejado de un edificio vecino.

Caía una lluvia fría, casi helada, y me estremecí en la oscuridad mientras el agua gélida se encharcaba en torno a mis pies. Pero fue agradable que el agua limpiara el fango de mi cuerpo. Levanté la mirada hacia la oscura masa de nubes y dejé que el agua se llevara el hollín de mi piel y liberara mis narices del hedor de la prisión.

Sí, mi cuerpo era libre. Pero no podía bajar hasta la calle. Tras recorrer varias veces el tejado, descubrí que no había forma de bajar, y si saltaba desde tan gran altura no era probable que sobreviviera… como poco me habría roto las piernas. Había logrado escapar de la fortaleza, pero no había manera de salvar aquellos tres pisos de forma segura.

Sabía que no debía demorarme mucho tiempo. Si se descubría mi ausencia mientras estaba en el tejado, me capturarían sin esfuerzo. Así que llegué a una conclusión muy poco ortodoxa. Aunque por naturaleza soy una persona pudorosa, me quité todas mis ropas y con ellas hice una cuerda. Las sujeté a un clavo que sobresalía del tejado y me descolgué por ella hasta quedar a unos dos metros sobre la calle. Salté y caí sobre los pies (aún llevaba los zapatos); noté el gélido aguijón de la nieve. Me dolía terriblemente la pierna izquierda, que me había roto en mis tiempos de luchador, pero por lo demás estaba ileso, y era totalmente libre.

Así pues, eché a andar cojeando y desnudo en la fría noche londinense.

4

Sé que es una descortesía dejar al lector en suspenso mientras recorro las calles de Londres desnudo, muerto de frío y acosado por las fuerzas de la ley, pero una vez más debo volver atrás si deseo que el lector comprenda exactamente cómo fue que me encontré en un juicio por la muerte de Yate.

Mi intención era valerme del obsequioso John Littleton, el estibador a quien Ufford me había presentado para que me ayudara, pero antes de seguir tan valiosa pista, decidí investigar por mi cuenta. Littleton había mencionado al señor Dennis Dogmill, el comerciante de tabaco cuya avaricia le había llevado a manipular a los estibadores y dividirlos en bandas rivales. Si Ufford utilizaba sus sermones para hablar en favor de los estibadores y trataba de provocar disturbios, lo más lógico era que Dogmill lo supiera. No creía que él hubiera escrito aquella nota, pero intuía que, o bien tenía algo que ver en aquella extorsión, o se había propuesto averiguar quién lo había hecho para poder defender su inocencia.

En mis andanzas por la ciudad, yo había descubierto que los comerciantes de tabaco frecuentaban el café de Moore, cerca de los muelles, y, dado que en el pasado había hecho ciertos trabajos para el señor Moore, supuse que podría contar con su ayuda en este asunto. Le mandé una nota preguntando si Dogmill frecuentaba su local. Él contestó casi enseguida: sí, ciertamente Dogmill tenía por costumbre visitar su negocio, aunque últimamente se le veía menos por allí porque era el representante del candidato whig para Westminster. Sin embargo, esa tarde Dogmill iría para reunirse con unos socios.

Así pues, fui al café de Moore y me acerqué al propietario, que era muy joven para ser dueño de nada y había heredado el negocio de su padre haría unos dos años. No tendría más de veintitrés o veinticuatro; sin embargo, tenía una perspicacia para el negocio poco común a sus años, y sabía supeditar siempre sus deseos a los de sus clientes. Abría temprano y cerraba tarde, limpiaba las espitas con sus propias manos y supervisaba la preparación del café, la adquisición de la cerveza o la preparación de las pastas. Aunque vestía un traje oscuro de buena calidad, propio de un próspero comerciante, sus ropas estaban arrugadas y manchadas, y su rostro se veía cubierto de sudor.

—Buenos días, señor Weaver —dijo, cogiendo mi mano con cordialidad—. Siempre es un placer ayudaros… después de todo lo que habéis hecho por mí.

Todo lo que yo había hecho por él era encontrar a la gente que le debía dinero y obligarles a pagar… quedándome un generoso porcentaje. Yo no lo veía como un favor, sino como un negocio, pero no tenía intención de explicárselo a Moore.

—Sé que estáis muy ocupado, así que, si queréis señalarme al sujeto, dejaré que sigáis con vuestros asuntos.

—Es aquel. —Moore apuntó su dedo hacia un hombre enorme sentado de espaldas a mí—. El grandullón.

Describir a aquel hombre como «el grandullón» era como llamar a Fleet Ditch «la apestosa».
[3]
Era una mole e, incluso de espaldas, me di cuenta de que toda aquella carne era más músculo que grasa. Sus brazos y su espalda eran tan anchos que la tela de la chaqueta le quedaba muy tensa. Tenía el cuello grueso como mi muslo.

Debo recordar al lector que había pasado unos años ganándome la vida como pugilista, luchando para comer. En los tiempos sobre los que escribo, ya me había retirado del combate, pero no era un hombre menudo. Sin embargo aquel tipo hizo que me sintiera enclenque y escuchimizado. Estaba sentado solo, inclinado sobre unos papeles, y aferraba su pluma con tanta fuerza que parecía que quería partirla.

Yo permanecí en pie unos instantes, esperando que reparara en mí, pero como vi que no lo hacía, carraspeé.

—Perdonad que os moleste, señor Dogmill. Mi nombre es Benjamin Weaver y me preguntaba si podría hablar con vos en relación a cierto asunto sobre los estibadores de los muelles de Wapping.

Dogmill dejó de escribir y levantó ligeramente la cabeza, aunque no me miró. Tenía el rostro ancho y redondo. El mismo rostro que había visto en muchos hombres que consiguen una fuerza extraordinaria mediante el ejercicio y por tanto necesitan una cantidad ingente de comida para saciarse. Pero, aunque sus cuerpos se ven recios, sus rostros suelen ser blandos y regordetes.

No supe cómo interpretar su rígido silencio, así que decidí lanzarme.

—El señor Ufford, un cura, ha solicitado mis servicios porque ha recibido una serie de amenazas por sus palabras a favor de mejorar las condiciones de los estibadores de Wapping. Dado que cierto número de estos hombres están a vuestro servicio, he pensado que tal vez sabríais algo del asunto.

Sin cruzar sus ojos con los míos ni por un momento, Dogmill se dio la vuelta.

—¡Moore! —llamó, como un amo que desea reprender a un siervo.

El propietario del local, que en ese momento estaba sacando lustre a unos platos, dejó el trapo y el vaso enseguida y acudió a toda prisa.

—Sí, señor Dogmill.

—Aquí hay un necio que me molesta. —Y puso una moneda en la mano de Moore—. Échalo a la calle y enséñale a no ser tan impertinente con sus superiores.

Dogmill volvió a sus papeles. Moore se quedó con la moneda en la mano un momento, como si fuera una hermosa mariposa que no sabía si aplastar o espantar. Al cabo, cerró la mano y me aferró del brazo.

—Vamos —dijo, y me llevó a rastras.

—Ah, Moore —dijo Dogmill, sin levantar la vista—. Por favor, explícale a ese individuo que si vuelve a dirigirse a mí, saltaré sobre sus manos hasta que estén tan destrozadas que no tengan salvación. Asegúrate de que lo entiende.

Moore, viendo que el discurso había terminado, volvió a tirar de mí. Tuve el impulso de decirle a Dogmill que podía intentar aquello cuando quisiera, pero me contuve. Hablar no hubiera servido de nada, y no quería poner a Moore en un compromiso. Él solo quería guardar las apariencias ante su cliente y, tras considerar el riesgo de contrariarme a mí o contrariar a Dogmill, sin duda tomó la decisión adecuada. Podía disculparse ante mí sabiendo que yo no se lo tendría en cuenta. Me pareció que Dogmill no era de esa clase de hombres con los que conviene equivocarse.

Una vez salimos, reparé en el rostro enrojecido de Moore.

—Lo siento de verdad, señor Weaver, pero no tenía ni idea de que le ibais a gustar tan poco. Cuando al señor Dogmill no le gusta alguien, puede ser muy desagradable.

—Por lo de saltar encima de mis manos y eso.

—No es broma, os lo juro. Una vez lo hizo con un agiotista que le había engañado. Ahora el tipo no puede ni coger una pluma. Y no siempre reserva su mal genio para quienes le atacan deliberadamente. Una vez le vi darle un puñetazo a una puta por toquetear sus pantalones aunque él le había dicho que lo dejara en paz. En toda la cara; ya habéis visto esas manos que tiene. Pobre zorra. Murió, ¿sabéis?

—Entonces supongo que puedo considerarme afortunado.

El otro negó con la cabeza.

—Ojalá me hubierais dicho que queríais hablarle de un asunto que no iba a gustarle. Os hubiera aconsejado que no perdierais el tiempo o, cuando menos, que lo hicierais en el café de otro. Dogmill es monstruoso y brutal, pero paga sus deudas puntualmente, y trae clientes.

—Entiendo. Entonces ya buscaré otro momento para hablar con él.

Moore me tendió la moneda.

—No puedo quedarme esto con la conciencia tranquila.

Me reí.

—Os lo habéis ganado. No me quedaré con vuestro dinero.

—¿Estáis seguro?

—Por favor, Moore. Habéis hecho lo que habéis podido por servirme.

El hombre asintió con el gesto y entonces se acercó a un charco de fango y porquería que había allí mismo, se acuclilló y se embadurnó bien. Se puso en pie y se volvió hacia mí con una sonrisa, con las ropas manchadas y el rostro sucio y asqueroso.

—No creo ni que haya oído vuestro nombre ni que os haya mirado a la cara, pero si lo ha hecho, no puedo esperar que crea que he hecho desaparecer a Benjamin Weaver sin que se me note desmejorado. Buenos días tengáis, señor.

No había terminado con Dogmill, desde luego, pero decidí utilizar métodos más sutiles mientras consideraba cómo reiniciar mis intentos con el comerciante. Así que fui a reunirme con John Littleton. Aunque siempre he preferido la ropa sencilla, reconozco que me gustan las telas de calidad y el buen trabajo de un sastre, pero antes de que fuéramos en busca de Greenbill Billy, Littleton observó que mis ropas destacarían demasiado en los muelles. Así pues, me puse unos pantalones viejos, una camisa manchada y una vieja chaqueta de lana. Oculté mi pelo bajo un viejo sombrero, ancho de ala y de copa, y hasta me apliqué un poco de pintura para oscurecer una tez que, para los estándares de los británicos, ya era más bien oscura. Al mirarme en el espejo, me felicité porque casi no me reconocía: era la viva imagen de un marinero de Wapping.

Quedamos en que me reuniría con Littleton en su casa, una decrépita habitación que tenía alquilada en Bostwick Street, y desde allí fuimos andando hasta El Ganso y la Rueda. Yo solo lo había visto en la mesa de la casa de Ufford, así que cuando se reunió conmigo en la puerta, me sorprendió ver que era más alto de lo que pensaba, y más ancho de hombros. Me había parecido un tipo endeble en sus últimos años de vida, pero ahora lo vi más curtido, uno de esos tipos duros que se aferran tenazmente a su juventud.

—No me entusiasma la idea de hacer esto —dijo Littleton mientras nos abríamos paso entre los mendigos y borrachos que estaban sentados al fresco. Un hombre pasó dando empujones, vendía un pastel de carne recién hecho que humeaba desaforadamente en la fría tarde.

Littleton iba con los hombros muy tiesos y los levantaba hacia los oídos como si estuviera encogido.

—Sé que soy yo quien lo ha propuesto, pero El Ganso y la Rueda es territorio de Greenbill, si alguno de sus matones me reconoce, no les va a gustar nada. Voy a salir muy malparado.

—No es necesario que entréis —dije—. Me habéis sido de tanta ayuda como el señor Ufford hubiera podido desear. Me habéis indicado la dirección que creéis adecuada; a partir de aquí puedo seguir yo solo.

El hombre puso cara de niño petulante.

—Iré. No quiero dejaros solo ahí dentro. Pero he estado pensando. Le habéis pedido cinco libras al cura. Eso es mucho arroz para un pollo, y para un hombre solo. Y si lo piensa uno, lo único que habéis hecho para ganar esa pasta es preguntarme a mí y dejar que le lleve en la dirección adecuada. Un chelín aquí y otro allá no está mal, pero ya que soy vuestro amigo, ¿no creéis que lo justo sería darme la mitad de lo que vais a ganar?

—Creo que deberíais estar más que contento con lo que os han dado y os han prometido.

—Y lo estoy —dijo el otro, y sonrió para demostrarlo—. Solo que sería más feliz si me dieran lo que es justo.

—¿Cómo podéis saber lo que es justo hasta que el asunto esté resuelto?

—Bueno, si todo sale bien, creo que deberíais darme dos libras y media. Eso es todo.

—Digamos que hablo con Greenbill y decido que es nuestro hombre. ¿Qué debo hacer entonces? ¿Cómo vais a ganaros vuestras dos libras y media?

Littleton dejó escapar una risa despectiva… para disimular su confusión.

—Ya veremos.

En aquel momento, pasamos ante un callejón a oscuras. Yo me giré hacia él, lo agarré y lo arrastré al interior del callejón. Cuando el hombre dio un traspié, aproveché para sacar una pistola de mi bolsillo y le apunté, apenas a cinco centímetros de la cara.

—Se me paga por lo que hago porque, si es necesario, no vacilaré en descargar mi plomo en el cuerpo de Greenbill. Quizá tenga qué estrangularlo, o destrozarle los pies, o ponerle la mano en el fuego. ¿Haréis vos esas cosas, señor Littleton?

Para mi sorpresa, no pareció asustado ni horrorizado, solo algo desconcertado.

—Señor Weaver, debo decir que sabéis haceros entender. Me quedaré con mi chelín y muy contento de no tener que poner a nadie a asar.

Devolví la pistola a mi bolsillo y seguimos caminando. Littleton pareció olvidar instantáneamente nuestro pequeño intercambio. Era como un perro que un cuarto de hora después de recibir un palo de su amo se echa satisfecho a sus pies.

—Si queréis mi opinión, Ufford se ha buscado esto —me dijo—. Con el cuento ese de la política y demás.

Noté que me ponía tenso.

—¿Y qué tiene que ver la política en esto?

—No creeréis que de repente se ha interesado por el bienestar de los pobres porque sí, ¿no? Las elecciones están cerca, y él hace lo que puede por los tories.

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