—¡Mire lo que ha hecho, vieja imbécil! —gritó el señor González—. La culpa la tiene la señora Levy. ¡Era la declaración para el banco!
—¿Cómo se atreve usted a ofender así a la distinguida señora Levy? —atronó Ignatius—. Informaré de esto, señor.
—Me ha llevado una hora preparar esta declaración. Fíjese lo que ha hecho.
—¡Yo quiero el jamón de Pascua! —masculló la señorita Trixie—. ¿Dónde está mi pavo del Día de Acción de Gracias? Dejé un trabajo magnífico como taquillera de cine para venir a trabajar a esta empresa. Ahora, creo que me moriré en esta oficina. La verdad es que aquí se trata pésimamente al personal. Voy a jubilarme ahora mismo.
—¿Por qué no va a lavarse las manos? —le dijo el señor González.
—Eso es una buena idea, Gómez —dijo la señorita Trixie y salió camino del lavabo de señoras.
Ignatius se sintió defraudado. El esperaba una escena. El jefe administrativo empezó a hacer una copia de la declaración, e Ignatius volvió a la cruz. Pero primero tuvo que levantar a la señorita Trixie, que había vuelto y estaba arrodillada rezando en el sitio en el que Ignatius se colocaba para pintar. La señorita Trixie no se apartaba de él, salvo pequeñas escapadas para poner sellos a unos sobres para el señor González, para visitar varias veces más el aseo de señoras y para echar una siestecita. El jefe administrativo hacía el único ruido que se oía en la oficina con la máquina de escribir y la de sumar, que perturbaban ligeramente a Ignatius. La cruz estaba ya terminada en sus dos tercios. Faltaba sólo la inscripción en pan de oro, DIOS Y COMERCIO, que Ignatius había decidido colocar en la parte inferior de la cruz. Tras colocar las letras, Ignatius se hizo atrás y le dijo a la señorita Trixie:
—Ya está terminada.
—Oh, Gloria, es maravillosa —dijo sinceramente la señorita Trixie—. Mire esto, Gómez.
—Qué bonita —dijo el señor González, examinando la cruz con ojos cansados.
—Ahora, a archivar —dijo, diligente, Ignatius—. Luego, a la fábrica. No puedo tolerar las injusticias sociales.
—Sí, debe usted ir a la fábrica ahora que la válvula le funciona —dijo el jefe administrativo.
Ignatius fue detrás de los archivadores, cogió todo el material acumulado sin archivar y lo echó a la papelera. Al advertir que el jefe administrativo estaba sentado en su escritorio con la mano sobre los ojos, Ignatius sacó el primer cajón del archivador y, dándole la vuelta, vertió su contenido en la papelera.
Luego, salió hacia la puerta de la fábrica, pasando con estruendo junto a la señorita Trixie, que de nuevo había caído de rodillas ante la cruz.
El patrullero Mancuso había intentado hacer un poco de trabajo nocturno en su afán por detener a alguien, cualquiera, para llevárselo al sargento. Tras dejar a su tía en la bolera, había parado en aquel bar por propia iniciativa para ver lo que descubría. Y descubrió a aquellas tres horribles mujeres que le habían pegado. Se acarició la venda de la cabeza mientras entraba en la comisaría a ver al sargento, que le había mandado llamar.
—¿Qué le pasó, Mancuso? —gritó el sargento cuando vio el vendaje.
—Me caí.
—Muy propio de usted. Si supiera lo que se trae entre manos, estaría en los bares vigilando a gente como esas tres chicas que detuvimos anoche.
—Sí, señor.
—No sé quién fue la puta que le dijo a usted eso del Noche de Alegría, pero nuestros muchachos han estado allí casi todas las noches y no han descubierto, nada.
—Bueno, yo creí...
—Cállese usted, hombre. Nos dio una pista falsa. ¿Sabe lo que hacemos a los que nos dan una pista falsa?
—No.
—Les mandamos a la sala de espera de la estación de autobuses.
—Sí, señor.
—Tendrá que estar usted allí, en las cabinas de los lavabos, ocho horas al día hasta que nos traiga a alguien.
—Muy bien.
—No diga usted «muy bien», diga «Sí, señor». Ahora, salga usted y vaya a su armario... Hoy será usted un granjero.
Ignatius abrió El diario de un chico trabajador por la primera página intacta del cuaderno, pulsando de modo muy profesional el botón del bolígrafo. Pero el bolígrafo Levy Pants falló al primer intento y la punta volvió a perderse en el interior del cilindro de plástico. Ignatius presionó con más vigor, pero la punta se deslizó de nuevo díscolamente y desapareció. Tras romper furioso el bolígrafo en el borde de la mesa, Ignatius cogió uno de los lápices de Numismática Venus que había en el suelo. Sondeó el cerumen de los oídos con el lápiz, y empezó a concentrarse, oyendo los rumores de los preparativos de su madre para una velada en la bolera. Le llegaban ruidos entrecortados de pisadas del baño que significaban, como él ya sabía, que su madre intentaba completar simultáneamente varias fases de su arreglo. Luego, llegaron ruidos a los que había ido acostumbrándose con los años, ruidos que se producían siempre que su madre se preparaba para salir de casa. El batacazo del cepillo del pelo al caer en el lavabo, el ruido de una caja de polvos al dar contra el suelo, las súbitas exclamaciones de confusión y caos.
—¡Ufff! —gritó su madre en determinado momento.
El estruendo solitario y apagado del baño le resultaba irritante y estaba deseando que su madre acabara. Por fin, oyó el clic de la luz. Su madre llamó a su puerta.
—Ignatius, cielo, me voy.
—Muy bien —replicó gélidamente Ignatius.
—Abre la puerta, cariño, ven a darme un beso de despedida.
—Madre, estoy muy ocupado en este momento.
—No seas así, Ignatius. Abre, anda.
—Lárgate con tus amigos, por favor.
—Oh, Ignatius, vamos.
—Tienes que distraerme a todos los niveles. Estoy trabajando en una cosa que tiene maravillosas posibilidades cinematográficas, algo sumamente comercial.
La señora Reilly dio una patada a la puerta con sus zapatos de jugar a los bolos.
—¿Es que quieres destrozar ese par de absurdos zapatos que te compraste con el salario que tantos sudores me cuesta?
—¿Cómo? ¿Pero qué dices, querido?
Ignatius extrajo el lápiz de la oreja y abrió la puerta. El pelo castaño de su madre estaba cardado muy alto sobre la frente; tenía las mejillas embadurnadas de colorete que se había dado precipitadamente y que le llegaba a los ojos. Se le había caído la borla de la polvera y le había blanqueado la cara, el delantero del vestido y algunos mechoneaos castaños.
—Oh Dios mío —dijo Ignatius—. Te has empolvado todo el vestido; pero, en fin, quizá sea ése uno de los consejos estéticos de la señora Battaglia.
—¿Por qué estás siempre metiéndote con Santa, Ignatius?
—Creo que lo de meterse es mucho más aplicable a ella que a mí. Es ella quien se mete en todas partes.
—¡Ignatius!
—Me trae a la memoria el vulgarismo «meticona».
—Santa es una persona muy amable, Ignatius. Deberías avergonzarte.
—Menos mal que los gritos de la señorita Annie restauraron la paz en esta casa la otra noche. En mi vida había visto una orgía tan desvergonzada. En la cocina de mi propia casa. Si ese individuo fuese de verdad un funcionario de la ley, habría detenido a esa «tía» allí mismo.
—No te metas tampoco con Angelo. Tiene un trabajo muy duro. Santa dice que se ha pasado todo el día en los lavabos de la estación de autobuses.
—¡Oh, Dios mío! ¿Puedo creer lo que estoy oyendo? Por favor, lárgate con tus dos secuaces de la mafia y déjame en paz.
—No trates de ese modo a tu pobre mamá.
—¿Pobre? ¿He oído pobre? ¿Cuando en esta casa están literalmente afluyendo los dólares, gracias a mis desvelos? Y saliendo de ella con más rapidez aún.
—No empieces otra vez, Ignatius. Esta semana sólo me diste veinte dólares, y casi tuve que pedírtelos de rodillas. Mira todos los chismes que te has comprado. Esa cámara de cine que trajiste hoy.
—Esa cámara de cine tendrá en breve un uso práctico. La armónica fue muy barata.
—A este paso, nunca llegaremos a pagarle a ese hombre.
—Eso no es problema mío. Yo no conduzco.
—No, claro, a ti te da igual. Tú nunca te preocupas de nada, hijo mío.
—Debería haberme dado cuenta de que cada vez que abro la puerta de mi dormitorio, estoy abriendo una auténtica Caja de Pandora. ¿No quiere la señora Battaglia que la esperes a ella y a su corrupto sobrino en la acera, a fin de no perder ni un solo instante inestimable de tiempo de bolos? —Ignatius eructó el gas de una docena de bizcochitos bloqueados por la válvula—. Otórgame un poco de paz. ¿No es suficiente que me acosen durante todo el día en el trabajo? Creía haberte descrito adecuadamente los horrores que he de afrontar a diario.
—Sabes que te quiero, hijito —gimoteó la señora Reilly—. Ven y dame un besito de despedida, sé un buen muchacho.
Ignatius se inclinó y la besó de pasada en la mejilla.
—Santo cielo —dijo, escupiendo polvos—. Ahora tendré toda la noche dentera.
—¿Crees que me he puesto demasiados polvos?
—No, está muy bien. ¿Tú no eras artrítica o algo así? ¿Cómo demonios puedes jugar a los bolos?
—Creo que el ejercicio me está ayudando mucho. Me siento mejor.
Sonó un bocinazo en la calle.
—Parece que tu amigo se ha escapado de esos lavabos —masculló Ignatius—. Es muy propio suyo andar rondando por una estación de autobuses. Seguro que le gusta ver las salidas y llegadas de esas monstruosidades «panorámicas». En su visión del mundo, los autobuses deben estar sin duda afectados de un signo positivo. Eso demuestra lo subnormal que es.
—Volveré pronto, cariño —dijo la señora Reilly, cerrando la minúscula puerta de entrada de la casa.
—¡Lo más probable es que me maltrate algún intruso! —gritó Ignatius.
Tras esto, echó el cerrojo a la puerta de su habitación, cogió un tintero vacío y abrió las persianas de la ventana. Asomó la cabeza y miró por el callejón hacia donde se veía, perfilado en la oscuridad, en la esquina, el pequeño Rambler blanco. Lanzó con todas sus fuerzas el tintero y lo oyó golpear el techo del coche con efectos sonoros superiores a los que había previsto.
—¡Oh! —oyó gritar a Santa Battaglia, mientras cerraba furtivamente las persianas. Rebosando malévola satisfacción, abrió de nuevo su cuaderno y cogió el lápiz de Numismática Venus.
Querido lector:
Un gran escritor es el amigo y benefactor de sus lectores.
Macaulay
Ha concluido ya, lector amable, otra jornada laboral. Como ya expliqué, he logrado extender una especie de pátina sobre las turbulencias y delirios de nuestra oficina. Poco a poco, se han eliminado todas las actividades no esenciales. De momento, estoy decorando diligentemente nuestra bulliciosa colmena de abejas burocráticas (tres). La analogía de las tres abejas me trae a la memoria tres A que describen muy adecuadamente mis actividades como trabajador administrativo: alejamiento, ahorro, armonía. Alejamiento de los empleados superfluos, con la armonía y el ahorro consiguientes. Hay también tres A que describen muy adecuadamente las actividades y características de ese bufón que tenemos de jefe administrativo: adoquín, animal, anormal, abominable, alcahuete, asqueroso, aguafiestas, agresor. (Me temo que, en este caso, la lista se me ha ido un poco de la mano). He llegado a la conclusión de que nuestro jefe administrativo no cumple más función que la de obstaculizar y confundir. Si no fuera por él, el otro empleado (
La Dama del Comercio
[2]
) y yo estaríamos satisfechos y tranquilos, cumpliendo con nuestros deberes en una atmósfera de consideración mutua. Estoy seguro de que estos métodos dictatoriales son, en parte, la causa de ese deseo que la señorita T tiene de jubilarse.
Puedo, por fin, describirte ya, lector amable, nuestra fábrica. Esta tarde, ya plenamente satisfecho tras concluir la cruz (¡Sí! Está terminada y proporciona a nuestra oficina una dimensión espiritual imprescindible), salí a visitar la algarabía y el estruendo, los chirridos y silbidos de la fábrica.
La escena que contemplaron mis ojos fue apremiante y repelente al mismo tiempo. En Levy Pants se ha preservado para la posteridad la cárcel-fábrica de inicios de la era industrial. Si la Smithsonian Institution, ese sobre sorpresa de los desechos de nuestra nación, pudiera, de algún modo, empaquetar herméticamente esta fábrica y transportarla a la capital de los Estados Unidos de Norteamérica, con todos sus obreros inmovilizados en actitud de trabajo, los visitantes que acudieran a ese discutible museo defecarían sin duda en sus chillones atuendos turísticos. Es una escena que combina lo peor de La cabaña del tío Tom y de Metrópolis, de Fritz Lang. Es la esclavitud de los negros mecanizada; ejemplifica el progreso que ha hecho pasar al negro de recoger algodón a cortarlo y coserlo. (Si estuviesen aún en la etapa recolectora de su evolución, al menos estarían en un entorno campestre saludable cantando y comiendo sandías, como se supone que hacen, según creo, cuando están en grupos
al fresco
). Sentí que se sublevaban mis profundas y enérgicas convicciones respecto a la injusticia social. Mi válvula tuvo una violenta reacción.
Respecto a las sandías, he de decir para que no se ofenda alguna organización profesional de derechos civiles, que nunca he sido un observador de las costumbres populares norteamericanas. Quizá me equivoque. Supongo que hoy la gente coge el algodón con una mano mientras que con la otra sostiene un transistor pegado a la oreja para que vomite boletines sobre coches usados y suavizantes para el pelo y peinados Corona Real y Vino Gallo en sus tímpanos, con un cigarrillo mentolado con filtro colgando de sus labios y amenazando con incendiar todo el algodonal. Aunque resido en las riberas del río Mississippi (Río famoso gracias a versos y canciones atroces, el motivo que más predomina es el que intenta convertir el río en una imagen paterna sustituía. En realidad, el río Mississippi es una masa de agua siniestra y traicionera cuyos remolinos y corrientes se llevan anualmente muchas vidas. No he conocido a nadie que se hubiera aventurado a introducir siquiera la punta del pie en sus asquerosas aguas contaminadas, en las que bullen heces, residuos industriales y mortíferos insecticidas. Hasta los peces se están muriendo. En consecuencia, el Mississippi como Padre-Dios-Moisés-Papi-Falo-Pa es un símbolo totalmente falso, creado, imagino, por el funesto farsante llamado Mark Twain. Esta incapacidad de establecer contacto con la realidad, es, sin embargo, característica de casi todo el «arte» de Norteamérica. Cualquier relación entre el arte norteamericano y el marco geográfico norteamericano es pura coincidencia; pero esto se debe sólo a que la nación como conjunto no tiene contacto alguno con la realidad. Esta es sólo una de las razones por las que siempre me he visto forzado a vivir en los márgenes de nuestra sociedad, consignado en el Limbo reservado a los que conocen la realidad cuando la ven), nunca he visto crecer el algodón y no tengo el menor deseo de verlo. La única excursión que hice en toda mi vida fuera de Nueva Orleans, me arrastró a través del vértigo hasta el remolino de la desesperación: Baton Rouge. En alguna futura entrega, una narración retrospectiva, quizá relate aquel peregrinaje a través de los pantanos, una jornada por el desierto de la que volví destrozado física, mental y espiritualmente. Nueva Orleans es, por otra parte, una metrópolis cómoda, en la que reina cierta apatía y cierto estancamiento que considero inofensivos. Por lo menos, el clima es suave; además, es aquí, en la Ciudad de la Media Luna, donde tengo asegurado un techo sobre mi cabeza y un Dr. Nut en el estómago, aunque ciertos parajes de África del Norte (Tánger, etc.) han atraído de cuando en cuando mi interés. Pero el viaje en barco seguramente me enervaría y desde luego no soy lo bastante perverso para intentar un viaje aéreo, aun en el caso de que pudiera permitírmelo. Los autobuses son ya suficientemente aterradores para hacerme aceptar el
statu quo
. Ojalá eliminasen esos autocares Scenecruisers; soy de la opinión de que su altura infringe algún artículo de las normas de tráfico interestatal respecto a espacio libre en túneles o algo así. Puede que algunos de ustedes, lectores queridos, con formación jurídica, recuerden el artículo en cuestión. No hay duda de que deberían eliminar esos chismes. El simple hecho de saber que corren atronadores por alguna carretera en esta noche oscura, me estremece.