—Oh, cállate ya —gritó Lana. Si Jones supiese que la policía viene aquí por la noche, entonces adiós, habría que prescindir de él—. Mira, Darlene, no le digas a Jones que se nos mete aquí de noche toda la fuerza pública. Ya sabes cómo son los negros con eso de la policía. Se asustaría y desaparecería. Yo, sabes, quiero ayudar a ese muchacho, sacarle de la calle.
—Está bien —dijo Darlene—. Pero yo no voy a poder ganar nada si tengo que tener tanto cuidado a que el tipo del taburete de al lado sea un policía. ¿Sabes lo que necesitamos aquí para ganar dinero?
—¿Qué? —preguntó Lana irritada.
—Lo que necesitamos aquí es un animal.
—¿Un qué? Dios santo.
—Yo no estoy dispuesto a limpia las cagaás de ningún animal —dijo Jones, golpeando ruidosamente con la escoba las patas de los taburetes de la barra.
—Ven aquí y limpia debajo de esos taburetes —le dijo Lana.
—¡Qué! ¡Cómo! ¿Acaso he dejao una mancha? ¿Queda alguna mota de polvo por ahí, eh?
—Mira en el periódico, Lana —dijo Darlene—. Casi todos los clubs de la calle se han conseguido un animal.
Lana buscó las páginas de espectáculos y entre la niebla de Jones repasó los anuncios de los clubs nocturnos.
—Bueno, la pequeña Darlene se va a dedicar al baile. Supongo que le gustaría convertirse en portero de este club, ¿qué le parece?
—No, madame.
—Bueno, bueno, ya cambiará de opinión —dijo Lana y recorrió con un dedo los anuncios—. Mira esto. En Jerry's tienen una culebra, en el 104, unas palomas, un cachorro de tigre, un chimpancé...
—Y a esos sitios es adonde va la gente —dijo Darlene—. Hay que poner el negocio al día.
—Muchísimas gracias. Dado que es idea tuya, ¿tienes alguna sugerencia?
—Sugiero que votemos unánimemente en contra de convertí esto en un zoo —dijo Jones.
—Siga barriendo —dijo Lana.
—Podríamos utilizar mi cacatúa —dijo Darlene—. He estado practicando con ella un baile sensacional. Es un animal muy listo. Tendrías que oírla hablar.
—En los bares de negros, la gente anda siempre intentando impedir que entren pájaros.
—Dale una oportunidad al animal —suplicó Darlene.
—¡Vaya! —dijo Jones—. Atención. Acaba de entra tu amigo el huérfano. Es la hora del humanitarismo.
George avanzaba hacia ellos ataviado con un grueso jersey rojo, pantalones blancos de dril y botas flamencas color beige de puntera afilada. Llevaba en las dos manos tatuajes de dagas dibujadas con bolígrafo.
—Lo siento, George, hoy no hay nada para los huérfanos —se apresuró a decir Lana.
—Hay qué vé. En fin, esos huérfanos harían mejó yendo a pedí a la United Fund —dijo Jones, echando humo sobre las dagas—. Aquí tenemos problemas con el salario. La caridá ha de empezá en casa.
—¿Eh? —preguntó George.
—Seguro que hay un montón de golfos en los orfanatos hoy en día —comentó Darlene—. Yo no le daría nada, Lana. Creo que ese tío hace una especie de chantaje: si él es huérfano, yo soy la reina de Inglaterra.
—Ven conmigo —le dijo Lana a George y le llevó fuera, a la calle.
—¿Qué pasa? —preguntó George.
—No puedo hablar delante de esos dos memos —dijo Lana—. Mira, este mozo nuevo no es como el viejo. Es un culo listo y ha estado haciéndome preguntas sobre el cuento de los huérfanos desde la primera vez que te vió. No me fío de él. Tengo ya problemas con la policía.
—Entonces búscate otro criado. Hay de sobra.
—No podría conseguir ni un esquimal ciego por lo que le pago a él. Le tengo en condiciones especiales, a precio de saldo. Y él cree que si intenta largarse puedo hacerle detener por vagancia. En conjunto, es un buen trato, George. En fin, en este negocio mío tienes que andar ojo avizor, ¿comprendes?
—Pero, ¿y yo?
—Ese Jones sale a comer de doce a doce y media. Así que tú pásate por aquí sobre las doce cuarenta y cinco.
—¿Y qué voy a hacer toda la tarde con los paquetes? No puedo hacer nada hasta después de las tres. No quiero andar por ahí con eso encima.
—Déjalo en la estación de autobuses. A mí me da igual. Tú cerciórate de que está seguro. Te veré mañana.
Lana volvió al bar.
—Espero que hayas despedido a ese muchacho —dijo Darlene—. Alguien tendría que denunciarle a la brigada de represión de comercios fraudulentos.
—¡Juá!
—Vamos, Lana. Danos una oportunidad al pájaro y a mí. Será un éxito seguro.
—Antes, venía la gente del club Kiwanis a ver a una chica guapa moverse un poco, les gustaba. Ahora, tiene que ser un animal. ¿Sabes cuál es el problema de la gente de hoy? Que están enfermos. Cada día le resulta más difícil a una ganarse la vida honradamente —Lana encendió un cigarrillo y respondió con nubes a las nubes de Jones—. De acuerdo, probaremos al pájaro. Será más seguro para ti estar en mi escenario con un pájaro que en la barra con un policía. Trae a ese maldito pájaro.
El señor González estaba sentado junto a su pequeña estufa oyendo los rumores del río, su alma plácida suspensa en un nirvana en algún lugar situado muy por encima de las dos antenas de Levy Pants. Sus sentidos saboreaban subconscientemente el rumor de las ratas y el aroma a papel y madera viejos y el sentimiento de seguridad que le proporcionaba su bolsudo pantalón Levy's. Exhaló un pequeño arroyuelo de humo filtrado y lanzó las cenizas del cigarrillo como un campeón acertando justo en el centro del cenicero. Lo imposible había sucedido: gracias al señor Reilly, la vida en Levy Pants se había vuelto aún más agradable. ¿Qué hada madrina había depositado al señor Ignatius J. Reilly en las gastadas y carcomidas escaleras de Levy Pants?
Era como cuatro trabajadores en uno. En las manos competentes del señor Reilly, los papeles a archivar parecían desaparecer. Y además era muy amable con la señorita Trixie; no había ningún roce en aquella oficina. El señor González estaba conmovido por lo que había visto la tarde anterior: el señor Reilly de rodillas, cambiándole los calcetines a la señorita Trixie. El señor Reilly era todo corazón. Claro que también era, en parte, válvula. Pero podía aceptarse la conversación constante sobre la válvula. Era el único inconveniente. El señor González miró muy satisfecho a su alrededor y se fijó en los resultados de los trabajos manuales del señor Reilly en la oficina. En el escritorio de la señorita Trixie había un letrero grande, clavado con chínchelas, que decía: SEÑORITA TRIXIE con un trasnochado ramillete de flores dibujado en una esquina. En la mesa del señor González, también clavado con chínchelas, había otro cartel que decía: SEÑOR GONZÁLEZ y estaba decorado con la corona del rey Alfonso. Clavada en una columna de la oficina había también una cruz multiseccionada, el ZUMO DE TOMATE LIBBY'S y la MERMELADA CRAFT en dos secciones esperando lo que el señor Reilly había dicho que sería pintura marrón con vetas negras para simular las de la madera. Encima de los archivadores, en varias cajas vacías de helados retoñaban ya pequeñas enredaderas. Las cortinas de arpillera púrpura que colgaban de la ventana, junto al escritorio del señor Reilly, creaban en la oficina un área meditativa. Allí el sol derramaba una claridad color clarete sobre la estatua de yeso, de casi un metro, de San Antonio, que se alzaba cerca de la papelera. Nunca había habido allí un trabajador como el señor Reilly. Era tan diligente, se interesaba tanto por la empresa... Proyectaba incluso visitar la fábrica cuando tuviera la válvula mejor, para ver cómo podía mejorar las condiciones de trabajo allí. Los otros empleados habían sido siempre tan negligentes y despreocupados...
La puerta se abrió lentamente para dar paso a la señorita Trixie, precedida por una gran bolsa.
—¡Señorita Trixie! —dijo el señor González en lo que era, para él, un tono muy agudo.
—¿Qué? —gritó frenéticamente la señorita Trixie.
Luego, bajó la vista hacia su camisón andrajoso y su bata de franela.
—Oh, Dios mío —murmuró—. Por eso notaba tanto frío en la calle.
—Váyase a casa ahora mismo.
—Hace frío en la calle, Gómez.
—No puede estar así en Levy Pants. Lo siento.
—¿Estoy jubilada? —preguntó esperanzada la señorita Trixie.
—¡No! —croó el señor González—. Sólo quiero que vaya a su casa y se cambie. Vive usted aquí al lado. Dése prisa.
La señorita Trixie cruzó de nuevo la puerta, cerrándola de golpe. Luego, volvió a entrar a por la bolsa, que había dejado en el suelo, y salió con otro portazo.
Cuando una hora después Ignatius llegó, la señorita Trixie aún no había vuelto. El señor González escuchó el rumor lento y pesado de los pasos del señor Reilly por las escaleras. La puerta se abrió de golpe y apareció el maravilloso Ignatius J. Reilly, con una bufando lisa, larga como un chal, enrollada al cuello, con un extremo embutido en el abrigo.
—Buenos días, señor —dijo majestuosamente.
—Buenos días —dijo encantado el señor González—. ¿Ha tenido usted buen viaje hasta aquí?
—Sólo aceptable. Sospecho que el taxista era un corredor latente. Tuve que ir todo el camino advirtiéndole. En realidad, nos separamos con cierta hostilidad por ambas partes. ¿Dónde está nuestro pequeño miembro femenino esta mañana?
—Tuve que mandarla a casa. Se presentó a trabajar en camisón.
Ignatius frunció el ceño y dijo:
—No entiendo por qué tuvo que mandarla de nuevo a casa. En realidad, aquí no hay ninguna etiqueta. Somos una gran familia. Espero que no le haya producido con ello ningún daño moral —llenó un vaso en el refrigerador de agua, para regar sus judías—. No debe sorprenderse si una mañana me ve aparecer a mí en camisón. Tengo uno muy cómodo.
—No pretendo dictar lo que ha de vestir la gente, desde luego —dijo el señor González con cierta ansiedad.
—Eso espero. La señorita Trixie y yo no lo consentiríamos.
El señor González fingió buscar algo en su escritorio para eludir la terrible mirada que Ignatius había clavado en él.
—Terminaré la cruz —dijo al fin Ignatius, sacando dos tarros de pintura de los gigantescos bolsos de su abrigo.
—Magnífico, magnífico.
—La cruz es la máxima prioridad en este momento. El archivar, el ordenar... todo eso debe esperar hasta que haya terminado esta tarea. Luego, cuando termine la cruz, tendré que visitar la fábrica. Sospecho que esa gente está pidiendo a gritos un oído compasivo, un guía leal. Quizá yo pueda ayudarles.
—Por supuesto. No deje que le digan ellos lo que tiene usted que hacer.
—No lo haré —Ignatius miraba fijamente al jefe administrativo—. Al fin mi válvula parece permitir una visita a la fábrica. No debo desperdiciar esta oportunidad. Si esperase, podría cerrarse por varias semanas.
—Entonces debe ir usted a la fábrica hoy —convino con entusiasmo el jefe administrativo.
El señor González miró a Ignatius esperanzadamente, pero no recibió respuesta. Ignatius archivó el abrigo, la bufanda y la gorra en uno de los archivadores y se puso a trabajar en la cruz. A las once, estaba dándole la primera capa, aplicando meticulosamente la pintura con un pincel de acuarela. La señorita Trixie seguía AUSENTE SIN PERMISO.
A mediodía, el señor González miró por encima de la pila de papeles en los que trabajaba y dijo:
—Me pregunto dónde podrá estar la señorita Trixie.
—Probablemente la haya precipitado usted en la depresión —respondió fríamente Ignatius; estaba repasando con el pincel los bordes irregulares del cartón—. Pero puede que aparezca para comer. Ayer le dije que iba a traerle un emparedado de carne. He descubierto que para la señorita Trixie el comer carne es una especie de banquete exquisito. Le ofrecería a usted un emparedado, pero desgraciadamente sólo hay para la señorita Trixie y para mí.
—No se preocupe por eso —el señor González esbozó una lánguida sonrisa y vio a Ignatius abrir su grasienta bolsa de papel marrón—. De todos modos, no voy a poder parar a comer porque tengo que terminar estos informes y estas facturaciones.
—Sí, será mejor que lo termine. No podemos permitir que Levy Pants quede rezagada en la lucha por la supervivencia del más apto.
Ignatius mordió su primer emparedado, arrancando la mitad, y mascó un rato muy satisfecho.
—Espero que aparezca la señorita Trixie —dijo cuando terminó el emparedado, tras emitir una serie de eructos que sonaron como si todo su tracto digestivo se hubiera desintegrado—. Me temo que mi válvula no va a soportar carne para la comida.
Mientras liquidaba el relleno del segundo emparedado, arrancándolo del pan con los dientes, entró la señorita Trixie, con la visera verde de celuloide en la nuca.
—Aquí está —dijo Ignatius al jefe administrativo a través de la gran hoja de lechuga mustia que le colgaba de la boca.
—Oh, sí —dijo débilmente el señor González—. Señorita Trixie.
—Ya suponía yo que la carne activaría sus facultades. Venga aquí, MADRE DEL COMERCIO.
La señorita Trixie tropezó con la estatua de San Antonio.
—Toda la mañana he estado pensando que había algo especial que no recordaba, Gloria —dijo la señorita Trixie, cogiendo el emparedado y dirigiéndose a su escritorio. Ignatius observó fascinado el complicado proceso de encías, lengua y labios que ponía en movimiento cada trozo de emparedado.
—Tardó usted mucho en cambiarse —le dijo el jefe administrativo a la señorita Trixie, percibiendo con amargura que el nuevo conjunto era poco más presentable que el camisón y la bata.
—¿Quién? —preguntó la señorita Trixie, sacando una lengua cubierta de carne y pan masticados.
—Decía que tardó usted mucho en cambiarse.
—¿Yo? Pero si acabo de irme.
—¿Quiere dejar de molestarla, por favor? —exigió Ignatius muy irritado.
—El retraso no tiene explicación. Vive usted aquí mismo, junto a los muelles —dijo el jefe administrativo, y volvió a sus papeles.
—¿Le ha gustado? —preguntó Ignatius a la señorita Trixie cuando cesó la última mueca de sus labios.
La señorita Trixie asintió y comenzó diligentemente un segundo emparedado. Cuando iba por la mitad, se retrepó en su asiento.
—Oh, estoy llena. Gloria. Estaba delicioso.
—¿Quiere usted hacerse cargo del trozo de emparedado que la señorita Trixie no puede comer, señor González?
—No, gracias.
—Sería preferible que se hiciera usted cargo de él. De lo contrario, las ratas nos invadirán en masse.
—Sí, Gómez, cómaselo —dijo la señorita Trixie, dejando caer el pringoso emparedado a medio comer encima de los papeles del escritorio del jefe administrativo.